Revista Opinión

Un Dios Salvaje

Publicado el 27 noviembre 2011 por Linkk @linkk_81
Al repasar la filmografía de Roman Polänski, es fácil deducir que el entretenimiento favorito del controvertido director polaco es encerrar a sus personajes en claustrofóbicas situaciones. Ya sea un proceso de esquizofrenia -Repulsion-, una conspiración satánica -La Semilla del Diablo-, una intriga política -El Escritor- o, como el caso que nos ocupa, el banal intento de unos padres por resolver "civilizadamente" un conflicto causado por sus propios hijos, el personaje tipo de las películas de Polänski se ve condenado a un encierro del que es casi imposible escapar, por mucho que la salida se ubique extrañamente cerca.
Partiendo del magistral manejo de la claustrofobia como principal seña de identidad del director de El Pianista, Un Dios Salvaje somete a sus personajes a un doble encierro -físico y moral- que, de manera inescrutable, permanece unido hasta que unos vasos de whisky acaban por desmontar uno de los imposibles de nuestra sociedad: la supervivencia de las relaciones humanas basadas en la falsedad, y la subordinación al prefabricado y encorsetado producto -es imposible llamarlo de otro modo- en el que se ha convertido cualquier tête à tête. Así, el intento por vestir de seda una áspera reunión destinada a resolver las diferencias de dos niños, acaba por sacar lo peor de los adultos: el abogado de formas impecables se convierte en estúpido snob; la activista de valores inquebrantables, en pedante inaguantable; el aparente bonachón, en rudo cavernícola; la encantadora ejecutiva, en pija vergonzante. Todos son víctimas de la mentira que rodea sus relaciones interpersonales, y fracasan queriendo acabar con un conflicto que sus hijos resolverían en segundos.
Al estilo de La Soga, de Hitchcock, Un Dios Salvaje transcurre en formato teatral, destinando todo su metraje a una extensa y milimétrica escena que, merced a un calculadísimo guión, y al derroche de cuatro animales interpretativos -con mención especial para la incontenible fuerza de Kate Winslet-, rellena todos y cada uno de sus recodos de la imprescindible intensidad que necesita este formato para subsistir. Polänski, en la madurez de su carrera, dirige con mano maestra, permitiendo que la satírica y mordaz estructura del guión se expanda a través de unos personajes a los que imanta a un hogareño salón, cárcel y testimonio del infinito bucle en que navegan sin descanso hasta naufragar.
Un Dios Salvaje, como hemos comentado, conecta con el resto de la obra de Polänski de manera casi invisible, presentando un encierro físico que sólo se rasga de una forma posible: desde la explosión emocional que nos libera del traje de perfectos ciudadanos para acabar siendo, ni que sea por una tarde, seres de carne, hueso y verdad. Aunque se nos vean las vergüenzas.

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