Revista Cine

Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)

Publicado el 09 marzo 2015 por 39escalones

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Hay películas que se hacen míticas por las más variopintas razones: secuencias memorables, partituras eternas, interpretaciones soberbias, diálogos imperecederos, broncas fenomenales, fracasos estrepitosos, recaudaciones multimillonarias, quiebras abismales, odios viscerales, sucedidos inesperados, romances imprevistos, bromas pesadas… En pocas ocasiones sucede en cambio que una película se convierta en mito por motivos prácticamente ajenos a lo que muestra la pantalla; más bien por la gran cantidad de cosas que pueden llegar a suceder durante un rodaje, pero no exactamente tras la cámara sino paralelamente, fuera de horas de trabajo, aprovechando la existencia de la filmación, utilizándola como pretexto, aprovechando los momentos de descanso y las horas de la noche, las comidas, las cenas, los días de asueto y las visitas de los amigos. Es el caso de la increíble historia de La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953).

Pero la historia, como se ha dicho, al margen de la cámara y del trabajo tras ella. El argumento de la película, la existencia de la película misma, no parecen otra cosa que excusas para reunir en una pequeña población italiana de principios de los cincuenta uno de los más heterogéneos y talentosos grupos de estrellas de Hollywood concebibles. Allí se da cita, obviamente, el elenco técnico y artístico de la película, con John Huston a la cabeza, y Humphrey Bogart, Jennifer Jones, Robert Morley, Peter Lorre, Gina Lollobrigida, Edward Underdown, Bernard Lee, Ivor Barnard y Marco Tulli, además del guionista Truman Capote y unos cuantos amigos de Huston que andan por allí echando una mano en lo que se puede: el escritor Ray Bradbury, el escritor y guionista Peter Viertel, y el cineasta y también escritor Richard Brooks. Y por si fuera poco, no andan lejos la pareja de Bogart, Lauren Bacall, ni la de Jones, David O. Selznick, ni el productor (y también director) Jack Clayton, ni tampoco otra pareja de amigos con querencias euromediterráneas: Orson Welles y Rita Hayworth. Muchos de ellos contarán más adelante anécdotas y ocurrencias relacionadas con lo allí acontecido, más o menos fantasiosas, más o menos verídicas, pero siempre interesantes, con el sabor del viejo Hollywood de gente combativa y pendenciera: para los restos quedan las fenomenales borracheras del personal, las partidas de cartas hasta las tantas de la madrugada, las bochornosas explosiones de mal humor de Huston, el pulso que Capote le ganó a Bogart (que hasta entonces había ridiculizado al escritor por su aire afeminado), la cólera empapada en alcohol de Huston y la resistencia de Richard Brooks, el respeto que su actitud despertó en Capote (hasta el punto de que 14 años más tarde el autor, pudiendo vetar por contrato al director escogido para rodar la versión cinematográfica de su novela A sangre fría, no paró hasta conseguir que Brooks fuera el director), los conatos de peleas, romances, infidelidades y arrestos policiales…

Pero la película tampoco carece de virtudes, aunque el argumento es lo de menos: cuatro estafadores (Morley, Lorre, Tulli y Barnard) que van camino de las colonias británicas de África Oriental, donde pretenden hacer negocio con unas tierras ricas en uranio, utilizan como tapadera para sus acciones al matrimonio italoamericano formado por Billy y Maria (Bogart y Lollobrigida). Sin embargo, estos entablan amistad con Harry y Gwendolen Chelm, una pareja de la alta sociedad británica (Underdown y Jennifer Jones) que también van camino de África para hacerse cargo de una plantación de café heredada por él. Billy y Gwendolen se sienten atraídos de inmediato y, en un arrebato romántico del que es testigo oculto uno de los estafadores (el chileno-irlandés O’Hara, que se enfurece cuando le llaman O’Harra), ella le habla a Billy de los ricos negocios de su marido, y de que estos no consisten tanto en café como en las riquezas minerales de las tierras de las que van a apropiarse. Al ver los estafadores su negocio en peligro, comienza una sorda lucha de rivalidades, amenazas, maniobras y tratos subterráneos por hacerse con la exclusiva del negocio, con la complicación añadida del cruce de intereses amorosos entre Billy y Gwendolen, por un lado, y Maria y Harry por otro.

La película captura adecuadamente tres atmósferas coincidentes en el tiempo y en el espacio. En primer lugar, la psicosis de la Guerra Fría por la carrera nuclear, y la decisiva importancia en ella del dominio y la posesión del uranio, fuente de grandes y peligrosos negocios (de hecho, los estafadores han provocado el asesinato en Londres de un empleado de la oficina colonial británica, y su interés por utilizar a Billy reside en que este tiene, o dice tener, un amigo que trabaja en la misma administración); en segundo término, la Italia rural posterior a la Segunda Guerra Mundial, pueblos tranquilos y tradicionales en los que la huella de los soldados americanos sigue muy presente, como también la aparición de ricos aristócratas anglosajones que ocupan lujosas villas, se interesan por los yacimientos arqueológicos o viven románticas aventuras a la orilla del mar; por último, la permanencia de la realidad colonial europea en África, el juego de sus intereses económicos y políticos a su alrededor, y la rebelión de los países dominados para sacudirse la tutela extranjera. El guión reparte esta múltiple visión a lo largo de tres partes claramente diferenciadas en los 90 minutos de metraje: la primera hora, la más interesante, que transcurre en el pueblo y sirve para embrollar las relaciones entre los personajes; la segunda, la caótica (y ridícula) singladura a bordo del barco que los lleva a todos a África y su accidentado desembarco antes de tiempo en las riberas árabes del Mediterráneo, en último lugar, el regreso al puerto de salida con el rabo entre las piernas y un sorprendente desenlace.

Comedia negra fenomenalmente interpretada, repleta de diálogos sarcásticos, equívocos, enredos y abundantes insinuaciones entre líneas que van mucho más allá de lo que la censura toleraba, más que por el rigor y la coherencia de su argumento, la imperfección formal o la inexistente belleza de su lenguaje visual (problema incrementado con la baja calidad de la gran mayoría de copias que suelen circular de esta película en España), se disfruta porque los intérpretes logran que salte al otro lado de la pantalla el enorme clima de satisfacción, complicidad y diversión que se vivió durante el rodaje. Todo el grupo queda imbuido por una misma química, las chanzas y bromas entre ellos superan la línea argumental (así, el policía de Scotland Yard que interpreta Bernard Lee se llama Jack Clayton, como el productor de la película, o el militar árabe que interroga a los náufragos está obsesionado con Rita Hayworth, cuyas fotografías abundan en su habitación, y de quien Billy -Bogart- afirma ser muy amigo), se palpa su disfrute, su camaradería, su vida común tras la cámara. Esta película de John Huston es un monumento a la buena vida (con la inevitable moraleja) no tanto por la historia que cuenta, sino por la intrahistoria de la propia película. Bogart y Jones (despojada de sus habituales muecas de asco) están estupendos en su uso del lenguaje gestual, en especial un ya envejecido Bogart, cínico y pasota como pocas veces, e incluso el estirado Underdown, perfecto (siempre muy preocupado por la ubicación exacta de su bolsa de agua caliente), y la Lollobrigida, nada que ver con el típico florero de importación en Hollywood, están muy divertidos. Morley, Lorre, Marco Tulli e Ivor Barnard dan vida magníficamente al cuarteto de timadores en su constante lucha por ser más listo que los otros, en especial los dos primeros, veteranos ya del trabajo con Huston, presencias siempre gratas en la pantalla.

Una película para disfrutar viendo cómo el equipo disfrutaba haciéndola, o viviendo juntos en un plácido rincón italiano mientras la hacían, y eso a pesar de las dificultades de contar como patrón con Huston, hombre tan adorable como irritable o directamente insoportable en las distancias cortas, lo que cumplió con creces en esa irrepetible broma que fue la excursión cinematográfica de La burla del diablo.


Un extraño mito del cine: La burla del diablo (Beat the devil, John Huston, 1953)

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