Cuando no se conoce o se está acostumbrado a la característica forma de ser japonesa, resulta complicado declararse capaz de diferenciar entre lo que pudiera ser interpretación excesiva y sobrecargada, o mera plasmación de la natural manera de comunicarse del japonés corriente. Aquellos que no hayan sido nunca consumidores de obras audiovisuales de origen japonés encontrarán dificultades a un doble nivel. Primero, en los rasgos propios del carácter nipón, sustentado a nuestros ojos en una excesiva contención expresiva y una afección exagerada ante las emociones, así como un protocolo rígido en exceso o el hallazgo de motivos para reír o afligirse donde nosotros, quizá, no los encontraríamos. Y segundo, en la propia cultura narrativa, en la mismísima utilización del instrumento cinematográfico. A pesar de todo, en La Casa del Tejado Rojo, es placentero descubrir cómo todos los elementos, en perfecta armonía, nos introducen paulatina e inevitablemente en la vida cotidiana de una familia burguesa de Tokyo, hasta llegar un momento en que sencillamente disfrutamos de lo común, nos instalamos en la observación y llegamos a compartir todo con los personajes, sus instantes y sus silencios. Es admirable cómo se superan las evidentes diferencias de sensibilidad, y se llega a compartir la propia humanidad, distinta por fuera, pero la misma por dentro.
Deliciosa en su sencillez, se trata de una pequeña historia que transcurre, desapercibida, en un tiempo históricamente grande. La película se despliega en tres niveles narrativos, siendo uno el tiempo presente, en que se nos presenta, con un arranque quizá un poco artificial, el fallecimiento de Taki, la tía del joven Takeshi, una anciana mujer que nunca se casó, y cuyos últimos días despertaron en su sobrino un profundo interés por conocer más a fondo su vida. Taki ha invertido gran parte de su tiempo libre en realizar su biografía, alentada constantemente por el joven, que se muestra particularmente interesado en conocer los detalles de sus experiencias amorosas. O de la ausencia de ellas.
Mientras uno de los hilos narrativos queda relegado al momento del fallecimiento, el velatorio, la recogida de sus enseres, la venta de la casa y, en definitiva, de todo lo que rodea a la ausencia del ser querido, un segundo hilo nos sitúa en esos últimos días o semanas en que tía y sobrino se relacionan, siempre en un tira y afloja continuo que tiene como eje la biografía de Taki. Este nivel intermedio ejercerá las veces de coro narrador, comentando los sucesos concretos, equilibrando el tempo narrativo y complementando, fluida y apropiadamente, a la que es la línea principal: la historia de Taki, contada en su propio tiempo.
El escenario de fondo de esa línea principal son los albores del belicismo imperialista japonés, verdadero precursor de lo que luego se convertiría en la Segunda Guerra Mundial. Los ecos, primero lejanos, luego cada vez más próximos, de los acontecimientos que en ese momento sacuden la nación de Hirohito, transformándola en una máquina dispuesta para la guerra, resonarán entre las paredes de la refinada y cuidada casa de los Hirai, la familia para la que trabaja como criada el personaje protagonista, que ha abandonado el norte humilde y rural, de nieves, campo y maneras incultas, para buscar un futuro en la ciudad. Así, el fantasma de la guerra evoluciona en el subtexto, ansiando impregnar las estancias de la modesta casa, cuya tranquilidad cotidiana se antoja, por momentos, inexpugnable. Al principio, colándose como referencias anecdóticas en las conversaciones de los invitados. Luego tomando forma, más nítidamente, dentro de la vida social diaria del pintoresco barrio del extrarradio de Tokyo. Y finalmente, adueñándose de los pensamientos de cada uno de los personajes, como una masa ensombrecida que acelera las emociones, radicaliza los instintos y, siempre respetando la moderación y las particularidades del modo de ser japonés, trastoca las vidas de los protagonistas, agazapada tras cada decisión. La falta quizá de medios provoca, no obstante, que todo ese telón de fondo, de resonancias grandilocuentes, permanezca invisible a los ojos, sugerido tan sólo a través de imágenes de archivo, rotativos de prensa de la época o modestas
alusiones visuales, muy puntuales. ¿Le hace falta, realmente, ser capaz de escenificar más explícitamente el escenario de la guerra? No lo creo. Pero no puedo evitar pensar que, aún cuando las referencias a la guerra introducen convincentemente el peso de su relevancia en la historia, una mayor capacidad de producción hubiese elevado esta película a una categoría comercial mucho más justa para con el trabajo realizado. En cualquier caso, se construye una interesante dualidad entre el universo íntimo de la propia casa y el universo global externo, cuyas distantes fichas de dominó caen una sobre otra en la lejanía, pero siempre amenazando con tocar de cerca sus vidas y quehaceres.
La Casa del Tejado Rojo transcurre liviana y discreta, para acabar con la vida, el amor y la muerte encontrándose en un suspiro, contenido y discreto. Una pluma al viento que, en los últimos momentos, pesa más y resulta ser más densa de lo que nadie, en una primera mirada ingenua y condescendiente, hubiera imaginado. La fuerza de lo subyacente. La trascendencia grave de lo que hay más allá del silencio discreto y del té que se sirve, libre de elipsis. El haiku hecho cine, y viceversa.