Revista Arte

Un hombre que se parecía a Delibes

Por Anxo @anxocarracedo
Un hombre que se parecía a Delibes

Ilustración de Nacho Baamonde para este blog. Licencia Creative Commons

—¡Uno con leche clarito, rubia!

Mona plegó la mitad derecha del labio superior como siempre que trata de disimular la rabia. Sin dirigirle la mirada, se fue hacia la cafetera.

—Tendrá que esperar, está apagada.

Encendió la máquina con desgana. El tipo le guiñó un ojo e hizo un gesto con el índice, como si quisiera decir ésa es mi chica, o alguna sobrada por el estilo. Me fijé en él. Ahora pienso que me habría resultado imposible no hacerlo. Vestía traje gris claro de tres piezas, corbata granate con topos dorados, más ancha de lo que manda la moda, y pañuelo a juego. El escaso pelo se las arreglaba para dar a su cabeza un tono rojizo. La perilla entrecana, recortada con esmero, enmarcaba una boca de dientes bien alineados y labios carnosos. Llevaba pulsera de cuero con plaquita de plata grabada, alianza en la mano derecha y sello de oro en la izquierda. La esfera del reloj excedía el ancho de la muñeca. Era uno de esos relojes que son un derroche de botones y esferas dentro de la esfera principal.

No había duda de que aquel tipo estaba fuera de su medio. Pensé que era una de esas almas en pena que cargan con una historia, en busca de un puerto cualquiera donde fondearla. Cuando vi el modo patético en que señalaba a Mona con el índice, como si quisiera imitar el gesto de uno de esos héroes de largometraje americano que tratan de reconstruir su autoestima en algún bar de carretera después de recibir la enésima paliza de muerte (casi cualquier personaje interpretado por Nicholas Cage serviría), me convencí de que en algún rincón del pecho de aquel cincuentón patético se escondía una perla auténtica. Me acerqué a él, seguro de que no tardaría en ponerla a mi disposición.

—No ha hecho usted la mejor elección. Mona tiene muchas habilidades pero el café no es una de ellas.

Se giró pesadamente. Le vi separar las manos de la barra, donde las había extendido para contemplarse los anilllos, o tal vez las abultadas venas que las surcaban.

Así fue como conocí a Teo. Me senté a su lado pensando que sería fácil hacer hablar a un personaje que se acomoda solo en la barra de un antro como este, pide un café con leche clarito y se dirige a la camarera como si fuera el hombre de su vida. Me sentía seguro de disponer de habilidad y paciencia suficientes para tirar del hilo que conduciría hasta el centro de su pecho, el cofre donde esperaba encontrar esa perla que ha estado criándose durante años, acumulando sobre la motita de polvo germinal capas y capas de culpa y resentimiento, capas y capas del brillante nácar que es la turbia condición humana.

Al principio siguió pendiente del televisor, me dijo hay que esperar al próximo recuento oficial, todavía no está claro el número de víctimas. Luego dejó de prestar atención a las noticias del atentado y se fue soltando. Advertí que el tipo que estaba al otro lado de la barra, con una copa de coñac entre las manos, nos lanzaba miradas ocasionales que no se molestaba en disimular. Lo había visto antes, siempre en el mismo sitio, siempre con el mismo aspecto severo que le conferían el ceño fruncido, la frente ampliada por la deserción del cabello lacio, la curvatura ligeramente descendente de la boca, ancha y de labios finos, la firmeza de unos ojos oscuros y penetrantes que parecían no pestañear nunca. De algún lugar de mi memoria emergió una imagen de Miguel Delibes vestido de cazador hablando en sabe Dios qué documental de Televisión Española. Por fin Teo dejó de prestar atención a la pantalla.

—No tiene por qué escuchar esto si no quiere —se dirigió a mí mientras me ponía una mano en el hombro— pero ha sido usted quien se ha sentado a mi lado.

—Adelante, por favor, me encantará escucharle —le contesté, tratando de parecer amable.

—No es gran cosa. Es sólo la historia de un fin de semana. O, para ser exactos, medio. Medio fin de semana durillo, pero que ha tenido un final, ¿cómo diría yo?… Consolador.

—Consolador. Me alegra oír eso.

De ese modo empezó a explicarme su viaje a Suiza, por encargo del partido, uno de tantos viajes relámpago que llevaba casi tres años haciendo.

Quedó un viernes a media mañana con la persona de siempre para recoger los maletines en el aparcamiento de la estación de Chamartín. El tipo fue puntual. Teo guardó el material en el maletero y arrancó en dirección a la autovía de Irún. Metió zapatón, sin preocuparse de los límites de velocidad, explorando la exagerada potencia del Mercedes E55 AMG, regalo de un amigo del partido, uno de los buenos. Sólo cuando estuvo al otro lado de la frontera conectó el localizador de radares y relajó el pie. Hizo pocas paradas, las justas para saciar la desmedida sed del coche, hasta pasar el atasco de Lyon. Con la ayuda del GPS buscó uno de esos hoteles baratos al pie de la autopista que tanto éxito tienen en Francia. Después de encender el televisor, buscar la TF1 y apretar el botón de mute, abrió un envase que contenía 150 gramos de jamón, en lonchas separadas por finas láminas de plástico, y se lo comió acompañado por una bolsa de patatas fritas sin sal y una Mahou de lata.  Programó la alarma del móvil para las siete y se acostó.

Al día siguiente se puso en marcha sin desayunar. Se detuvo en un área de servicio para tomar un café y llegó a Ginebra a primera hora de la mañana, sin contratiempos. Dejó el coche en un aparcamiento del centro y entró a desayunar a un local anodino en la calle de la Confederación. Le dio la impresión de ser el primer cliente del día. El camarero tardó en atenderle y luego le cobró una barbaridad. De camino al banco fue parándose en algunos escaparates de moda femenina. En la vitrina de una zapatería se exhibía en solitario un par de Louboutin Circunvolulu. Tenían la majestad de una prima donna en el escenario. Pensó en los empeines de Sara atrapados en aquellas delicadas jaulas de cuero como animales apaciguados. No vio ninguna indicación de precio. Entró. La pulcra sobriedad de la tienda le hizo sentirse incómodo. Preguntó cuánto costaban y pidió un par del número 37 en color azul cobalto. Dudó un instante ante la caja, antes de sacar la Visa y pagar.

El agente le recibió en un despacho amplio casi desprovisto de mobiliario. Le saludó en inglés y, con un gesto, le invitó a sentarse. Teo sostuvo en el regazo la enorme bolsa de los Louboutin mientras aquel tipo sacaba los fajos de billetes de los maletines con toda parsimonia y los iba metiendo en la máquina de contar. Cuando terminó, le extendió el recibo y se despidieron con un apretón de manos. El hombre no pudo reprimir una mirada a la bolsa. Teo ensayó un good bye. En la calle caía una lluvia fina. El Jet d’Eau disparando sin pausa su enorme caudal contra el cielo de plomo se le antojó una exhibición fálica impropia de la discreción ginebrina. Contó los francos que le quedaban. Pensó que le llegarían para pagar el parking pero no para comprar chocolatinas, así que se fue directo al coche. El paseo cargando con los maletines vacíos y los Louboutin se le hizo penoso.

Sintió alivio al cruzar el cartel de la autopista que indicaba que de nuevo estaba en Francia. Cada vez que hacía el viaje le pasaba lo mismo, cruzar la frontera era casi como estar de nuevo en casa. El rigor calvinista de los suizos le daba dentera, los precios desorbitados de casi todo lo ponían en tensión. En Francia las cosas le resultaban mucho más indulgentes, casi familiares. Activó la función masaje del asiento. Echó una mirada a la bolsa beis que descansaba en el puesto del acompañante. Oyó los pies de Sara apuñalando sañudamente el parqué del piso de Serrano con los tacones de aguja. Puso música. Se relajó. Aceleró sin preocuparse de los radares.

La primera llamada fue del partido. Que sí, que todo bien, sin novedad. Comme d’habitude. En pleno atasco de Lyon entró la segunda llamada, de su ex mujer. Lo tuvo al teléfono casi una hora, entre reproches atrasados y recordatorios sobre los plazos de la matrícula del mayor. Que sí, que sí, que no me olvido, que no hace falta que me lo vuelvas a repetir… Cuando logró desembarazarse de ella, el tráfico comenzó a recuperar la fluidez y los carteles indicaban la primera salida para Clermont-Ferrand. Volvió a saltar el manos libres. Era su madre. Le explicó un montón de cosas de personas a las que no creía conocer y sólo al final, cuando ya llevaba un rato dándole maquinales ahá y fíjate por toda respuesta, le preguntó si iría a comer el martes. Que sí mamá, que sí, como siempre. A no ser que surja algo, claro. Apagó el teléfono. Pensó que su madre era un flujo de información unidireccional y se preguntó si no sería ésa una condición inherente a la maternidad. Sintió hambre. Paró en la primera área de servicio que encontró.

Cuando quiso reanudar el viaje, el Mercedes se negó a arrancar. Giró cuatro veces la llave de contacto, pero en el panel no se iluminó ni un solo testigo. El motor de arranque tampoco daba señales de vida. Tuvo que esperar cerca de una hora a que apareciese la asistencia. Descartó la idea de informar al partido de la situación. Finalmente llegó la grúa. Teo cogió la bolsa de los Louboutin y la sostuvo pacientemente mientras el operario cargaba el coche en la plataforma. En la estación ferroviaria de Périgueux alquiló un Renault Laguna diésel con asientos de cuero, lo mejor que pudo encontrar. A la hora y pico de estar de nuevo conduciendo, cayó en la cuenta de que el recibo del banco y los maletines vacíos se habían ido en el Mercedes camino del taller. Pensó que les den. Miró la bolsa de zapatos sobre el asiento a su derecha. Sonrió. Puso música. Pensó que podía llegar a casa haciendo sólo las paradas justas para las aguas menores. El Laguna estaba resultando bastante más ahorrativo que el caprichoso E55 AMG.

Eran más de las tres cuando entró en Madrid. Se sentía cansado como un animal. En el ascensor empezó a oír el retumbar creciente de un ritmo sincopado que identificó provisionalmente como reguetón. Abrió la puerta del piso y dejó la bolsa beis sobre la consola de la entrada. La imagen rotunda de un par de nalgas lampiñas en mitad del salón fue como un martillazo en los ojos. Alcanzó a ver los reflejos dorados de una melena que se balanceaba al otro lado de las nalgas. Pensó que eran redondeadas y tersas como manzanas golden. Puso una mano sobre ellas, las sintió frías. Apretó. Ni rastro de piel de naranja. Pensó que la juventud era un insulto al mundo. Introdujo el dedo medio de su mano derecha entre los dos frutos de jugosa carne. Confirmó que, efectivamente, la música era reguetón.

—Vístete. Prepárame un McCallan —le dijo a la titular del cabello dorado.

Vio el pánico en el rostro del chaval. Reparó en sus ojos verdes, acuosos, y en los botones rojos del acné junto a la gruesa pulpa de los labios. Comprobó que su inesperada aparición había causado efectos devastadores en la virilidad del muchacho. Pensó que no tenían por qué ser irreversibles.

—¿Viene esa copa o qué? —gritó en dirección a la cocina. Sacó el dedo medio de su funda y sujetó al chico por el brazo antes de que pudiera hacer ademán de huir.

—Quieto, chaval, no tengas prisa. Tú y yo vamos a entendernos.

Sin soltar al muchacho, sacó de la cartera un billete nuevo de quinientos euros, se lo enseñó, hizo con él un canutillo y se lo encajó entre las dos manzanas golden. Le soltó el brazo y procedió a comprobar manualmente las posibilidades de restauración de la recién arruinada virilidad del mozo, que reaccionó con un respingo.

—Tranquilo, chaval. ¿Quieres una copa?

Cogió el vaso de McCallan que la chica le acercó en una bandejita y le dio un beso en la mejilla.

—Gracias, eres un encanto. ¿No sabías que llegaba esta noche?

Extendió el brazo sobre los hombros del muchacho y, mientras se lo llevaba al dormitorio, se giró hacia la joven.

—Lo siento, hija. He tenido un día duro, ya te contaré… Te he traído un regalo.

Cerró la puerta.

Teo apuró el café. En la barra se alineaban otras dos tazas. Mona nunca tiene prisa por retirar los cacharros sucios.

—Vaya, vaya… Un día movidito, desde luego.

—Ya te digo.Y encima el Madrid ha vuelto a empatar. Este país no tiene remedio. ¡Ponme otro clarito, rubia!

Hoy Mona y yo hemos cruzado las miradas al reconocerle en el telediario. Salía de un portal acompañado por dos tipos con gafas oscuras. Uno de ellos puso la mano en la cabeza rojiza y despoblada de Teo para ayudarle a entrar en el coche, o tal vez simplemente para cumplir un protocolo. Fue la noticia que siguió a la que por fin hizo el balance definitivo del atentado. Los dos hemos recorrido la barra de un vistazo y hemos comprobado que, por primera vez en meses, no estaba el hombre que se parecía a Miguel Delibes y que, aunque casi nunca abría la boca, siempre parecía estar a punto de decir aquello de un buen cazador disfruta de un día de caza sin necesidad de pegar un solo tiro.

Mona me sirvió lo de siempre. Me quedé pensando si será cierto que los bancos suizos abren en fin de semana.

***

Sobre la ilustración de esta entrada

Generoso y concienzudo analista de los cuentecillos que este blog ofrece a su ingenio, Nacho Baamonde ha querido llevarnos al lugar donde empieza y acaba Un hombre que se parecía a Delibes. La luz rojiza, la cortina que desde el fondo arroja la duda de su sombra, el sórdido uniforme de faena de la camarera, cuya espalda desnuda se refleja en el espejo tras la barra, la facha lumpen de los parroquianos hacen sospechar que el narrador se quedó corto al calificarlo de “antro”. Haría falta una navaja de buen acero toledano para cortar el aire, cálido sólo en apariencia. El club Ninfa es bastante más siniestro de lo que habíamos pensado. Y a fuerza de ser un tugurio infecto ha adquirido las propiedades de una cámara de rayos X, un dispositivo diseñado para bombardear el pecho del cliente con partículas subatómicas hasta componer la imagen de esa brillante perla cultivada que es  —y aquí volvemos a las palabras del narrador— la turbia condición humana. Tal vez un día sintáis la necesidad de desestibar el alma y busquéis un sitio como éste. Cuidaos entonces del hombre que, se parezca a quien se parezca (los parecidos son siempre traidores), os observa desde el otro lado de la barra.

Gracias una vez más, Nacho.


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