Revista Arte

Un homenaje al Arte más sublime, a la Pintura; y la historia de una heredera y mujer.

Por Artepoesia
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En la Pintura española del siglo XVII se glosó la historia de España en gran medida porque fue la Corona real la que auspició, fomentó y coleccionó Arte. El gran creador Velázquez fue la piedra angular sobre la que la Monarquía hispánica de entonces pudo conseguir la mayor de las glorias iconográficas. Pero esa publicidad de entonces no fue suficiente, pocos años después de realizar Diego de Silva y Velázquez su obra Las Meninas -1656- el imperio español fue derrotado y humillado por una Francia engrandecida en aquellos campos europeos ya llenos de sangre. Habrían de pasar sesenta o más años para que un heredero de aquella misma monarquía, y de origen francés curiosamente además, Felipe V, pudiese conseguir volver a situar a España, si no en el lugar que antaño había ocupado, sí entre las más importantes naciones de la Europa del siglo XVIII.
¿Pero, qué había sucedido para que el mayor imperio nunca conocido desde la antigua Roma hubiese caído de esa forma tan sorprendente? La monarquía como forma de gobierno tuvo sus ventajas en la Historia. Desde que los reyes visigodos hispanos comprobaron que sus antecesores -monarcas electivos- habían sufrido demasiadas traiciones y, por lo tanto, crímenes reales muy frecuentes para eliminar así la dinastía -porque no se heredaba la corona en el primogénito, tan solo se designaba al heredero en otro noble a elección, cuando no se aclamaba al futuro rey en cualquier otro personaje poderoso-, la monarquía visigoda comprendió que una forma de evitar el asesinato regio y las veleidades de poder era hacer heredar la corona siempre en el primogénito del rey, fuese éste hombre o mujer, aunque con prevalencia masculina, para mantener así la dinastía. Es decir, que de este modo se evitaban así las traiciones, los asesinatos regios o la inestabilidad. Sin embargo, a cambio, si el heredero no era un prodigio de sabiduría, bondad, equilibrio, inteligencia, fuerza o fertilidad, la corona estaba entonces en un muy serio peligro de extinción o de degradación dinástica.
Y eso fue lo que sucedió en el reinado de Felipe IV de España entre los años 1621 y 1665, su gran reinado. El rey contrajo matrimonio siendo un niño -con solo diez años- con la francesa Isabel de Borbón, de doce años de edad. Nacieron de este matrimonio real seis hijas y un solo varón. Éste -Baltasar Carlos- fallecería a los diecisiete años, dejando desolado al rey y a su gran e inmenso imperio. De las seis hijas, cinco fallecerían en la infancia, tan solo una sobrevivió. María Teresa de Austria fue por entonces el sostén internacional de aquel reino español durante los difíciles años de su decadencia. Ella fue designada ya desde muy niña para casarse con el poderoso rey francés, el temible, ambicioso, desalmado y traicionero rey Sol, Luis XIV de Francia. La reina Isabel de Borbón fallecería a los cuarenta y un años en el Palacio Real de Madrid, cuando la pequeña Teresa tenía solo seis años de edad. Si no hubiese fallecido la reina, el rey Felipe IV de España no se hubiese casado de nuevo y por tanto hubiese dejado la herencia de su gran Monarquía en las dulces pero decididas manos de su hija María Teresa.
Cinco años después de la muerte de la reina Isabel, el rey Felipe IV volvió a casarse con cuarenta y cuatro años con una sobrina suya de tan solo quince, Mariana de Austria. El matrimonio tuvo tres hijas y tres hijos. La mayor de ellos fue la infanta Margarita (1651-1673), la única hija que sobrevivió. El príncipe Felipe, nacido seis años después que Margarita, murió con cuatro años dejando de nuevo al rey español aún más desolado que antes. El otro hijo, Fernando, solo sobrevivió un año. Y el menor de todos, Carlos, diez años menor que Margarita, sobreviviría difícilmente y acabaría, a pesar de sus deficiencias físicas y mentales, llevando por fin la corona de España entre 1666 y 1700. Así que la mimada, elegante, aristocrática y también decidida hija Margarita fue la esperanza durante mucho tiempo de su fatalmente poderoso padre, un rey destinado a contemplar el peor de los destinos que un gran hombre pudiera: observar como todo su poder se deslizaba, inevitablemente, entre los dedos de una historia desgraciada.
Cuando el pintor del reino Diego Velázquez decidiera componer la obra de Arte más extraordinaria creada por él, fijaría en el lienzo barroco la imagen más bella de la infanta Margarita, una imagen confiada, aleccionadora, exultante y esplendorosa, esa misma imagen que de una heredera regia pudiese pintarse en una ocasión parecida. El mismo año de la creación artística, 1656, otro pintor español, Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), a la sazón yerno del gran pintor Velázquez, pintaría otro retrato de la infanta Margarita. Es pintado en el mismo año, pero por entonces el yerno no consiguió la mirada confiada y tan bella que el suegro lograse en su gran y genial obra de Arte. Ni la mirada ni la esperanza. Pero probablemente, sin embargo, sí consiguió el pintor español -yerno del genio- otra cosa: anticipar la desgraciada vida de la pequeña heredera. Esto es algo prodigioso, porque, ¿fue clarividencia artística o histórica, o tan solo fue una pura casualidad? No creo esto último, ya que nada es porque sí en el Arte. No significa que Velázquez no se percatara también de ello; es muy posible que el insigne pintor español quisiese ofrecer con su Arte, sin embargo, una justificación poderosa para hacer coincidir la historia futura con su propio deseo y el de su regio mentor.
Seis años después, en 1662, el mismo pintor Martínez del Mazo -yerno de Velázquez y discípulo suyo- llevaría a otro lienzo otro retrato de Margarita. Aquí ahora es ella una pequeña adolescente, una joven que, solo un año después, fue comprometida oficialmente en una boda regia con su tío Leopoldo I, emperador de Austria. Pero su padre, Felipe IV de España, se negaba a que ella dejara la corte madrileña todavía. Sabría el rey que su aún muy pequeño hijo Carlos era un ser muy débil, que la herencia hispánica estaba muy frágilmente predestinada con él. No consintió el viejo rey español que ella, su hija Margarita, se fuese de su lado para unirse definitivamente con su esposo en Viena. Pero la muerte del rey español en 1665 lo llevó todo a un efecto inevitable tan solo un  año después. Fue entonces cuando el pintor Martínez del Mazo vuelve a retratarla en Madrid, pero ahora ella con quince años y totalmente enlutada por la muerte de su padre. Pocos días después viajaría a Austria, para así reinar como consorte en la corte vienesa con el emperador Leopoldo I.
Velázquez aún la retrataría antes en otra ocasión, cuando ella tenía unos ocho años y seguía siendo la ilusión de un imperio, la esperanza de un padre, y la tranquilidad y la seguridad de una nación poco a poco ya desvanecida en la historia. Pero aquí, en este otro retrato de ella, Velázquez la vuelve a pintar aristocrática, segura, decidida, embellecida así de nuevo por una mirada y un gesto tan maravilloso como el que insinuara ya con sus meninas, algo que contrastará con el retrato que el yerno del pintor genial le hiciera tres años después, aun manteniendo en el retrato la misma e idéntica pose tan noble. Un seguidor del gran pintor Rubens, el creador flamenco Jan Thomas (1617-1678), la volvería a pintar un año después, en 1667, en la corte de Viena, cuando ella sabría por entonces que solo sus herederos podrían reinar por su padre en España si su hermano Carlos -futuro Carlos II- no pudiese hacerlo. Pero la historia es imprevisible -salvo para algunos sutiles pintores inspirados-, y la herencia de su hermano Carlos determinaría luego que fuese la rama francesa de la familia la que reinase después de su muerte por no tener él herederos directos. Aquí, en su obra, el pintor flamenco la retratará joven y lozana, sí, pero ataviada ella ahora aquí con los ornamentos y los vestidos imperiales de la corte austríaca. ¿Parece ella misma?, ¿parece aquella misma niña confiada y elegante, tan poderosamente prodigiosa, que Velázquez representara ya por entonces en su genial obra artística barroca?
Porque lo que Las Meninas fue, sobre todo, tuvo más que ver con un sutil homenaje a la Pintura que con otra cosa. Había que representar magníficamente el futuro de la Corona hispánica, había que glosar a su flamante y única heredera posible de entonces. Y el gran pintor Diego Velázquez lo consiguió a pesar de que él mismo sospechara, tal vez, las grandes dificultades que su herencia real ya tuviese. Pero lo hizo así, era su trabajo en la corte hispánica, y él además lo realizó extraordinariamente, algo nunca visto ni antes ni después en un lienzo. Sin embargo, debía encuadrar toda esa representación regia en un entorno determinado. Tenía que ser en el Palacio Real de Madrid, pero, ¿cuál estancia elegir? El genio artístico más grande de la Historia decidió que fuese el cuarto del Príncipe en el Alcázar madrileño, un lugar lleno de cuadros en sus paredes. Ahí, en una estancia sin mayor o ninguna decoración, sin lujos, sin muebles, sin nada más -aparte de cuadros- que un espejo donde se reflejaran ahora los monarcas hispanos deslavazadamente -una señal premonitoria de la debilidad regia-, Velázquez se retratará a sí mismo pintando la escena además, indicando así la importancia de su artístico oficio, dándole aquí una relevancia mayor que cualquiera otra dedicación, sea regia o noble o palaciega. Salvo, quizás, la de su pequeña protagonista infantil, aquella heredera que, por entonces, concentrara en ella la mayor esperanza de un pueblo. Seis años después de retratarla el pintor flamenco Thomas, la hija del mayor monarca de todos los tiempos fallecería en Viena, a los veintiún años de edad, víctima de un difícil parto de uno de aquellos herederos de su padre que nunca, nunca, reinarían jamás en España.
(Óleo Las Meninas, Diego de Silva y Velázquez, 1656, Museo del Prado, Madrid; Retrato de Margarita de Austria, 1656, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Louvre, París; Detalle del lienzo Las Meninas, imagen de Margarita de Austria, Velázquez, 1656, Prado; Retrato de Margarita de Austria, 1662, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo Bellas Artes de Budapest; Lienzo de Velázquez, La infanta Margarita en azul, 1659, Museo de Bellas Artes de Viena; Óleo La emperatriz Margarita de Austria, 1666, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado; Cuadro del pintor flamenco Jan Thomas, Emperatriz Margarita Teresa de Austria, 1667, Museo de Bellas Artes de Viena.)

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