Revista Cultura y Ocio

Un idiota de viaje – Sal de mi pueblo If you’re going to San Francisco

Publicado el 12 septiembre 2016 por César César Del Campo De Acuña @Cincodayscom

Un idiota de viaje…por César del Campo de Acuña

Sal de mi pueblo If you’re going to San Francisco

A lo largo de mi vida me han despertado ronquidos, gente de fiesta, los sonidos inherentes al amanecer de una calle, mujeres (así, en plural como si fuera José Coronado sin yogures), peleas, gente dándole al tema (con un sonoro ¡Bravo! Por mi parte tras la actuación de ambos en una ocasión), el trinar de los gorrioncetes, mis perros, el teléfono…bueno, muchos sonidos me han sacado de la cama a lo largo de los años (algunos prácticamente inaudibles gracias a mí, como dice mi santa madre, oído de tísico) pero lo que jamás me había hecho levantarme eran los espeluznantes graznidos de una bandada de cuervos. Y ahí estaba yo, descansando plácidamente, cuando de repente me saca de mi ensoñación un canto fácil de identificar para cualquiera que haya jugado a los Resident Evil que transcurren en Racoon City. Miro por la ventana y ahí están, cinco cuervos, grandes como gatos, a los que les faltaba cantar aquello de: “Lo que nunca vi, ni espero ver es un elefante volar”. Ya había visto cuervos en los días previos en Estados Unidos pero nunca tan cerca y menos en un lugar que recordaba tanto a las comodidades ofrecidas por el Campamento Crystal Lake. Sea como fuere, una vez en pie no podía hacer otra cosa que prepararme. Ducha (So fresh, so clean como dirían los Outkast) y recoger, ya que ese mismo día dejaríamos Carmel-by-the-sea rumbo a San Francisco.

Mientras esperamos a que mis compañeros de viaje se prepararan déjenme que les cuente una cosa. A pesar de todas las campañas y de las buenas intenciones, hasta llegar a Carmel-by-the-sea los Estados Unidos me estaban pareciendo un país poco “ecofriendly” al menos en términos de reciclaje a pequeña escala. En ningún momento vi (o no supe ver) una papelera de reciclaje en la que tirar latas o recipientes de plástico. Verán, no es que sea el tipo con la mayor conciencia social/ecológica del mundo, pero trato de ayudar un poco y me sorprendió no poder hacerlo todo lo que me hubiera gustado en la tierra de las barras y estrellas. ¿Y todo este rollo a que viene? Pues sencillamente a que no encontré una papelera compartimentada hasta que llegamos a nuestra habitación del Carmel River Inn y fue algo que me sorprendió ya que en las autopistas te encuentras con carteles que amenazan con multa de 1000$ por arrojar basura (o 500$, según el estado) y en las zonas sensibles de sufrir incendios te encuentras muchos letreros (de los de Smokey el oso y normales) en los que te instan a tener sumas precauciones no solo con la basura, sino con el uso del agua por su escasez en esa zona (la zona de la Península de Monterey, donde nos encontrábamos en aquel momento, estaba lleno de ellos). Apuntes personales que quería compartir con todos ustedes.

Si se dan cuenta he obviado que desayune y se debe nada más y nada menos a que ese día, tras hacer el check out, resolver los problemas de la noche anterior, estrechar la mano del gerente del hotel y cargar las maletas en el coche una vez más, fuimos a tomar un pantagruélico desayuno al estilo norteamericano en Katy’s Place. Llegamos, tras dar algunas vueltas (asco de GPS damas y caballeros), pero llegamos. Y lo hicimos justo en el mejor momento que no es otro que en el que no tienes esperar para que te den mesa. Poco después esa posibilidad se había convertido en una utopía. Acomodados en nuestra mesa yo me pedí unas tortitas con mantequilla de cacahuete (que es algo que me encanta) y prepárense que vienen curvas ya que mis acompañantes pidieron: Un gofre belga, una taza de chocolate caliente, unos huevos benedictinos y un plato de tortitas con mantequilla de cacahuete. La señora que nos atendió alucino un poco, pero tras unas palabras me dio unos toquecitos en el hombro como dándome a entender que no era la primera vez que veía aquello en su vida. Como ya les dije, esto no es un diario de viajes al uso; No les hablare de sabores, olores, gentes y esas movidas. Si, el desayuno fue excelente, los platos quedaron relucientes (para mi asombro, dada la ingente cantidad de comida que habían pedido mis acompañantes) y recomiendo a todo el mundo que pase por Carmel-by-the-sea que se detenga en Katy´s Place, pero yo les voy a hablar de mis sensaciones en el local. El sitio; Concurrido, pero la cantidad de conversaciones entremezcladas no convertían la tarea de comunicarte en un infierno. Agradable y sencillo. Su parroquia; Personas normales pero con posibles económicos altos. Me llamaron la atención un grupito de Wags que se pusieron en la mesa de al lado que tenían pinta de no haberle pegado un palo al agua en su vida (su trabajo en ese momento era mantenerse radiantes y eso que comieron como limas) y un vegete con sombrero pero muy buen aspecto con el que luego cruzamos unas palabras en la entrada del local y al que segundos más tarde vimos conduciendo un todoterreno de alta gama.

Así se empieza el día campistas (obsesionado con las tortitas desde una historia que leí en un Don Miki).

Así se empieza el día campistas (obsesionado con las tortitas desde una historia que leí en un Don Miki).

La anécdota; En un momento indeterminado de nuestro desayuno entro un grupo de bomberos fuera de servicio. Ya les conté que el día anterior nos cruzamos con una caravana de enormes coches de bomberos que iban en dirección opuesta para sofocar un  gran fuego. Entiendo que aquellos cuatro armarios empotrados de dos puertas (más anchos que largos los muchachos) formarían parte de las dotaciones de bomberos asignadas a extinguir el mencionado incendio. Bien, no tardaron en ser acomodados en una mesa (en la que estaba a la izquierda de las Wags para más señas) y en ser atendidos. Lo curioso/anecdótico es que cuando fueron a pagar descubrieron que la pareja que estaba al lado de su mesa había pagado el desayuno que se acababan de zampar. La cosa no termino ahí, no. La señora que me dio los toquecitos hizo sonar una campana y pidió un fuerte aplauso para los bomberos por su sobresaliente labor. Todo el mundo, incluido yo mismo, secundamos el aplauso. Esta situación, que a algunos les puede parecer una mamarrachada o una americanada, a mí me gusto y mucho debo decir. Esos son los Estados Unidos que a mí me gustan y no los de los “Gangsta gilipollas”, “los mongolos del Jersey Shore” y similares.

Tras el opíparo desayuno, y con bastante tiempo por delante ya que San Francisco se encuentra a menos de dos horas de distancia, hicimos algo de turismo por aquel singular pueblecito. Tuvimos suerte; Ya que anotamos tres cosas para ver y pudimos ver dos. La cosa empezó bien (muy bien diría yo) ya que nada más llegar a la misión española de San Carlos Borromeo estaba comenzado la visita guiada de la mañana. Ilustrada por una señora menuda y de avanzada edad (a la que bautizamos con el apodo de Clina ya que durante toda nuestra estancia en Carmel-by-the-sea estuvimos haciendo chistes referentes a Clint Eastwood al que durante unos días convertimos en el tipo que le da sopa con ondas a Chuck Norris) el tiempo que allí pasamos fue provechoso e instructivo. Sé que es una menudencia, pero nunca había visto en mi vida un hueso de ballena y  oigan, me hizo ilusión. De ahí fuimos a un mirador a la playa. Vistas preciosas estropeadas por la pestilencia que emanaba de un cumulo de agua estancada que los cuervos habían convertido en su charca particular. Cuando les digo que olía mal imaginen huevos podridos, el metro en hora punta o diez perretes mojados en una habitación cerrada. Asqueroso y desagradable paseo que nos dimos por los olores, que no por las vistas a ambos lados de la carretera. De un lado el nublado pacífico y de otro unas casitas de impresión.

El paseo nos llevó hasta Tor House, la casa construida por el poeta Robinson Jeffers en 1919. No pudimos hacer el tour porque las horas del siguiente que tenía vacantes no nos convenían de cara al viaje en carretera que nos quedaba por delante hasta llegar a San Francisco. Pero, pero, pero…les contare dos cosas. En Tor House fue la primera vez que vi en vivo y en directo un colibrí; me llamo la atención su zumbido antes de verlo y en un principio pensé que se trataba de un abejorro gordo como el solo hasta que vi al pajarillo libando en una flor. La segunda cosa que tengo que contarles es que cuando nos marchábamos, una señora con un perro pequeñito me paro y se puso a hablar conmigo. Pensaba que éramos las personas que realizarían la visita guiada de esa hora y ella era la responsable de ilustrarla (una voluntaria de la asociación encargada de mantener Tor House en pie al igual que todas las personas que vimos trabajando en la misión de San Carlos Borromeo). El caso es que nos pusimos a hablar, y más allá de llegar a la conclusión de que cada nueva generación se está volviendo más estúpida que la anterior, me conto que en los años 80 (¡nostálgico reuníos!) viajo por toda España llegando a pasar largas temporadas en Málaga y en Cádiz. El día anterior, en mitad del “desierto” me topé con un motorista que había pasado tres meses viviendo en Jerez de la Frontera y al día siguiente a una señora que había llegado a vivir en España. El mundo es diminuto a fin de cuentas.

Vistas increíbles. Olor infernal.

Vistas increíbles. Olor infernal.

Una vez en el coche hicimos una parada en el centro comercial que rodeaba el supermercado Safeway en el que estuvimos la noche anterior para unas compras de última hora (entre ellas una nueva parada en un Starbucks…). Salimos hacia San Francisco. El viaje transcurrió con normalidad, sin sobresalto alguno ni nada que se le pareciera hasta que llegamos a la ciudad de Bullit. Menudo ATASCO nos comimos para entrar. Sus buenos 45 minutos o más pudimos estar metidos en aquel descomunal embotellamiento que cruzaba el Puente de la Bahía. Eso sí, las cosas como son, las vistas desde lo alto del puente del perfil de la ciudad espectaculares. Tras aquel insufrible pero sufrido atasquerón llegamos a la ciudad. ¿Me sorprendió algo como en Los Angeles (su suciedad)? No, lo cierto es que no. Bueno, sí, que de vez en cuando se te cruzaba un trolebús pero poco más. Afortunadamente en esta ocasión y gracias a que teníamos la dirección exacta, nuestro GPS se comportó y nos llevó sin ningún problema hasta la entra del Hotel Bijou. Los problemas (más bien problemillas) no tardaron en sacudirnos en SF y el primero fue la ausencia de parking en el hotel. Nos bajamos del coche, sacamos las maletas y en la recepción, donde nos atendió una señora con trenzas muy amable y el chico que hablo con Arthur la noche anterior en Carmel, nos dijeron que teníamos la posibilidad de utilizar el servicio de parking del hotel que costaba 40$ al día (sin impuestos). Aunque me dolió en el alma (el palo el día que hiciéramos el check out iba a ser considerable) lo aceptamos, ya que no nos veíamos buscando todos los días aparcamiento y ante la posibilidad de encontrarte el coche sobre cuatro bloques de hormigón (ya les contare porque) pasas por el aro y pagas, con no muy buena cara, pero pagas.

Segundo problemilla; teníamos habitación ¡Bien! Mi cama era un plegatin de 1’90 ¡Mal! Tres noches durmiendo en una cama minúscula no me hacían especialmente feliz, pero no quedaba más remedio. La señora de las trenzas, después de esos dos toquecetes en la huevada, nos comunicó que cada mañana teníamos a nuestra disposición una bolsa con agua, un bollo de refinería, una barrita energética y una pieza de fruta. Por otro lado nos dijo que podíamos tomar todo el café, té, chocolate o agua caliente que quisiéramos de los termos allí dispuestos. Lo de la bolsa me pareció una idea cojonuda ya que San Francisco, a pesar de sus cuestas, es una ciudad de pateo y llevar avituallamiento cual ciclista siempre es aconsejable y si no te costaba nada de nada aún mejor. Subimos a nuestra habitación. Todas las habitaciones tenían nombres de películas filmadas/ambientadas en la ciudad de la bahía. Por fortuna nos tocó  La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers). Nos toca la de Señora Doubtfire y no es que fuera a quemar el hotel, pero igual del asco sique me muero. Tras desempacar y romper el hielo con la cama sobre la que reposaría mi humanidad las próximas tres noches salimos a la calle a comer y pasear. Fuimos directos a Union Square. Vimos un sitio llamado Caffe Bancarella. Había cola para pedir y eso solo puede significar dos cosas: A) No hay nada barato y moderadamente bueno en las inmediaciones B) Es bueno. Paramos. Pedí un sándwich hecho sin amor y una soda de manzana horripilante (como un zumo de manzana con gas). Descansamos nuestros traseros en una suerte de asientos que recorrían la plaza y vimos como los artistas recogían sus tenderetes y chirimbolos. Sentados, apareció un tipo vendiendo periódicos estilo La Farola y le di el “spare change” ya que las monedas no las quería para nada y a pequeña que fuera la oportunidad de deshacerme de ellas ahí estaba yo. No hace falta decir que aún estoy esperando mi periódico.

Lo que notas inmediatamente en San Francisco es que hace fresquete. Y a medida que el sol se va, si te quedas a la sombra y vas en mangas de camisa igual te quedas pajarito. Pero, a pesar de que la luz se estaba hiendo, aun nos daba tiempo a bichear y de ahí nos fuimos a La Dragon Gate la entrada de China Town.  En ese punto yo alucine. Mucho. No se notó, pero sí. ¿Y porque? Porque allí se filmó una de mis películas preferidas de siempre: Golpe en la pequeña china. Me hubiera encantado encontrar una figura de Jack Burton para hacerme una foto con ella allí mismo pero no pudo ser (y no será porque no la buscara, ya que en cada tienda que tenían juguetes mire/pregunte). Deambulamos por China Town viendo tiendas (mis amigos compraron algo para luchar contra el frescor de la bahía mientras yo permanecía vigoroso parapetado tras mi costrosa sudadera de Independent). Sí, todo muy bonito, todo muy oriental… ¡mira un tranvía!, ¡Hey mira un abuelillo chino haciéndote señas para que entres en su tienda con la persiana a medio echar! Cosas y olorzaco a comida legamosa. De ahí al centro financiero a ver la pirámide (Pirámide Transamerica) y esas cuestas de impresión que no conoceríamos bien hasta el día siguiente.

¿Donde esta mi camión?

¿Donde esta mi camión?

Dimos un buen paseo (no les hablo de 20 kilometros, pero nuestro garbeo sí que nos dimos viendo edificios moderadamente famosos) y terminamos al ladito del cambio de agujas de las líneas de tranvía clásicas. Pasamos frente a la entrada del John’s Grill (ya saben el restaurante del Halcón Maltes) para ver los precios pero no encajaban con nuestro poder adquisitivo (aparte, el tipo que nos facilitó la carta en la puerta tenía la cara del esbirro principal del villano de Tango y Cash). De vuelta al hotel a vampirizar el Wifi y a asearnos un poco antes de cenar. No tardamos demasiado en salir y echamos el amarre (te metes en la bahía y te vuelves marinero) en Lori´s Diner uno de los tantos Diner años 50 donde comimos a lo largo del viaje (Por cierto del hotel al restaurante nos topamos con otro de esos siniestros mendigos a los que la vista ya se iba acostumbrando. Este en particular llamaba la atención por ser bastante alto y tener una herida abierta en medio de la frente la cual, al estar medio calveras, parecía un impacto de bala). Volviendo al restaurante. No tenía demasiada hambre. Pedí una hamburguesa y no sabría decirles si me decante por Coca-Cola, Coca-Cola Vainilla o Dr.Pepper. El sitio no me pareció nada del otro jueves a pesar de la ingente cantidad de comensales que abarrotaban mesas y barra. La hamburguesa: normaleja. Lo que si me llamo la atención del restaurante fue su suciedad. El suelo, sin llegar a estar viscoso, estaba sucio y todo tenía un aspecto un tanto descuidado. El servicio bien.  Pero pasemos a las curiosidades, esperando a que nos dieran mesa me fije en una familia de cinco miembros que estaban sentados en la mesa que estaba justo al lado de la que nos darían en unos minutos. Y allí estaban, Papá e hijos dándole a los putos teléfonos móviles de los cojones mientras la Madre tenía la mirada perdida en el infinito. No hablaban. No interactuaban entre ellos. Estaban allí pero conectados con gente a kilómetros de distancia. Como ya me había ocurrido con anterioridad en el viaje sentí una mezcla de asco y pena.

¿Y después de aquello que? Reuniones de travestis en la puerta de un hotel aparte, locos chillando a los coches y comensales hípster skater (uno con pinta de Buddy Holly barbudo cruzado con Johnny Cash que entro poco antes de que pagáramos la cuenta en Lori´s Diner sobre su monopatín) nos quedaba una sorpresa más antes de echar el cierre. ¿De qué se trataba la sorpresa? Mi amiga, en una de las paradas compro un bote de avena Quaker Oats y este último, debido al vaivén del viaje y al traqueteo de las maletas estallo dentro de una. Avena por todas partes. Parecía que íbamos a montar una granja de pollos en la habitación. Aunque la cosa se limpió como se pudo me juego el dinero que no tengo a que aún quedan restos de avena en la habitación 505 – Invasion of the Body Snatchers del Hotel Bijou de San Francisco.

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If you’re going to San Francisco.


Más aventuras en:

Un idiota de viaje – Consideraciones viajeras y primera noche en L.A. 

Un idiota de viaje – Los Angeles: Dos noches y un dia. 

Un idiota de viaje – Adiós a Los Angeles y una road movie. 


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