Revista América Latina

Un mechón lacio que le cae sobre los ojos

Publicado el 06 octubre 2014 por Adriana Goni Godoy @antropomemoria

UN MECHÓN LACIO QUE LE CAE SOBRE LOS OJOS

El martes, 06 de octubre de 2009
Homenaje a Miguel Enríquez escrito por Carmen Castillo

Esa noche el oficial Max hace comparecer a Amelia en un cuarto. La Flaca Alejandra lo acompaña. Amelia está muy debilitada: hace cuatro días que los prisioneros no reciben alimento.
El oficial Max: Como todavía te sostienes, te pondremos de nuevo en la parrilla.
Amelia: no estoy entera… no hay más que mirarme.
El oficial Max se ríe y añade: El Chico te traicionó. ¿De qué te sirve jugar a la heroína?¿para quién, para qué?
Amelia: No le creo.
El oficial Max llama al capitán Marchensko.
El capitán Miguel Marchensko: Sí, es cierto. El Chico nos dio la dirección de la casa, diciendo: «Te doy los peones pero no la reina».
Torturarán a Jaime hasta descerebrarlo. Pondrán a Juanito en la parrilla.
Amelia sabe que ha llegado el momento: debe aprovechar la ocasión para mostrarse agobiada, y llorar y quebrarse. Se esfuerza, pero las lágrimas no le corren.
La Flaca Alejandra: Amelia, tienes que cambiar. La vida continúa en otra parte y tú lo sabes. He visto tanta mierda en el partido, no vale la pena morir ni sufrir por él.
El oficial Max le quita la venda y le pide que lo mire a los ojos. Amelia se sobresalta: el bello y horrible, tiene la cara deformada, la boca de un sádico…
Amelia trata de dejarse llevar por imágenes tristes… inútil: no puede llorar.
«Te endureces a tal punto en la casa José Domingo Cañas que ya nada logra apenarte. El sufrimiento se vuelve tan banal.»
Pero ¿dónde estabas tú, Amelia, el sábado 5 de octubre?
Era cerca de mediodía, ¿cómo saberlo exactamente? Las horas no existían en la casa José Domingo Cañas. La noche había sido fría, y brusco el despertar. Hacía ya un rato que duraba el desfile a los baños. El tiempo transcurría en espera de la irrupción de algo. Los guardias soñolientos se abrazaban a sus metralletas y el arranque de uno o dos coches quebraba la calma de tarde en tarde. El cuarto número uno de prisioneros recibió a un recién llegado: David Silbermann. Sillas removidas para dejarle un hueco. Gemidos y olores rancios, corrientes, un día como cualquier otro, aquí.
De pronto, puertas azotadas, hombres que corren en el exterior, de un cuarto a otro, rechinidos de ruedas de camionetas, metal de armas que raspa paredes, una voz gritona: «Comando de helicópteros», el teléfono que suena, los dos puestos de radio vociferando órdenes.
Los detenidos callaban. Crecía el estruendo de la casa José Domingo Cañas. En el cuarto número uno, se hubiera podido acuchillar el silencio.
Dos hombres, tres hombres irrumpieron; uno de ellos colocó una ametralladora en la puerta y un cuarto ató los pies a los prisioneros. La agitación rebotaba por ese espacio estrecho y el enervamiento de los guardias se tradujo en culatazos, puñetazos, cachetadas y puntapiés. Amelia dice: «No sabíamos qué estaba sucediendo. No nos atrevíamos a preguntar siquiera. Bajamos la mirada».
Un hombre que se reía incrustó la punta fría de AK en el pecho de una, en la frente de otra. ¿Qué era lo que podía excitarlos a ese grado? Resonaban los mensajes de radio. ¿Se trataba de un enfrentamiento? ¿Con quién? ¿Dónde?
La risa del hombre se difundía, se volvía contagiosa y ganaba al cuerpo de guardia. El hombre midió el efecto de cada palabra al hablar: «Buena noticia muchachos… la casualidad, no… no hay que ser mezquinos, es gracias a ustedes… excelente descripción del refugio: acabamos de dar con la casa de Miguel Enríquez… esta vez no se nos escapa».

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Los ruidos se amoldaron y cada palabra se hizo irremediablemente clara en la pieza número uno: el enfrentamiento continuaba. La DINA pedía refuerzos: Miguel resiste. En el cuarto de los detenidos no se dijo palabra alguna. El recogimiento se convirtió en impotencia solitaria. La mano de Amelia tomó la mano de Carolina, y Carolina tomó la del compañero a su lado… En segundos, todos se tomaban de la mano, trazando un círculo. Nos tocábamos con una plegaria en el corazón. Hacía frío.
Un hombre, dos hombres, tres hombres entraron en la pieza, armas en mano. Golpes. Una como embriaguez. Una voz de histérico: «Por cada uno de los nuestros que caiga en la calle Santa Fe, fusilaremos a dos de ustedes».
Escuchando esas amenazas, solo veíamos una imagen: Miguel resiste. La DINA tiene heridos y muertos. Las manos se estrechaban, las uñas arañaban las palmas. El silencio se tornó materia, esperanza: Miguel resiste y se les escapará. No lo atraparán. Es necesario.
De pronto alguien grita: «¡Ya está!… ¡lo tenemos! Los hombres avientan las metralletas al suelo y se abrazan. Los hombres de negro se ríen, algo como la risa, y aplauden «¡Lo matamos… lo dejamos hecho un colador… todo acribillado… se acabó el MIR… ya veremos…».
Amelia levanta la mirada y sus labios entonan suavemente una tonada. Los prisioneros se yerguen y la siguen. Poco a poco aumenta la música y se estrecha el círculo de manos. «La Internacional» retumba en la casa José Domingo Cañas. Un suspiro, un redoble de murmullos se propaga de oído en oído: Miguel no ha muerto…
Esta melopeya, este canto vuela hacia los campos de concentración de Ritoque, Tres Álamos, Chacabuco, Tejas Verdes. Se cuela en las casa secretas y Colonia Dignidad. Todavía resuena en las calles de Santiago, Concepción, Valparaíso, Antofagasta. A lo largo de todo Chile, entre la cordillera y el mar.
Un charco de sangre se extiende por el suelo de madera de la sala, entre el escritorio de Miguel, la puerta-ventanal y el mueble bajo de Javier donde se guardan los discos. Allí fue donde lo abatieron, cuando seguía los pasos de Miguel hacia el garage. Debió ser quince minutos después del inicio del enfrentamiento. Solo sintió un golpe, un golpe lancinante y punzante, y luego nada. El brazo derecho se le retorció, doblado en dos, y brotó la sangre. La visión no duró más que un instante, pues ella volvió la cabeza a otro lado. Cerró los ojos. «El Coño Molina» corría de la pieza que daba sobre la acera hacia el patio y se cruzó con ella; debió decir algo como: «Te dieron»… y siguió de largo. Fue lo que ella escuchó antes, antes de que el cuerpo reblandecido se viniera abajo. Lasitud y somnolencia, mansedumbre. Sin moverse, levantó la mirada. A Miguel también, pensó, un raudal de sangre delgado, muy delgado, le corre de la mejilla izquierda.
No vio nada más. Deseaba estirarse, alargarse, arrastrarse hasta él. Entre ellos no había más que la distancia de un cuerpo, y la puerta-ventanal estaba abierta de par en par. Se apoyó en la mano izquierda, incorporó el torso y volvió a desplomarse, hundiéndose en las sombras. Mucho tiempo. Pero no lo sabe.
El ojo en la mira, él descarga su metralleta. Ahora se repliega. Comienza de nuevo, observa, apunta y dispara. Es Miguel, que no cede y no se resigna, que resiste.
Ella se durmió serenamente. No lamentaba nada. Se habían dicho todo y no habían calculado nunca el cómo ni el cuándo; habían vivido, tan hondamente, juntos. La muerte parecía tan lejana, como una persona que se conoce bien pero a la que hace mucho tiempo que no se ve. No sorprende la muerte. Un día tenía que llegar. No sintió más que una pena dulce. Como todos los días, antes de abandonar el ensueño. Después, cuánto tiempo después, él se le acerca. Ella lo ve venir. Se inclina sobre ella, la desplaza detrás del mueble bajo y largo. No debe quedar al descubierto: las astillas vuelan por el cuarto y los tiros la rozan. La toma, sí, me toma, sus manos… ha debido dejar el arma sobre las rodillas, y me besa y me habla. Por un instante la metralleta descansa a sus pies: Catita, despiértate. Catita…
No, ella jamás pronunciará esas palabras; callará. Imágenes indefinibles que solo a ella le pertenecerán. Mientras viva.
Un pesado silencio cae sobre la casa celeste de Santa Fe. Nadie. Supo que estaba sola. Afuera se oían gritos, jirones de órdenes, explosiones metálicas; polvo. Las detonaciones iban espaciándose y las siguió un momento de calma. Puños que azotaban la puerta, luego, madera crujiendo, la puerta desplomándose y pasos, pasos que corren, piernas negras.
Un hombre la tira del cabello, le echa la cabeza hacia atrás, le vuelve la cara y la abofetea. Tres dientes se quiebran. El hombre le espeta: «Tú eres Ximena, hija de puta…». Otra voz, rostro sin ojos: «Está herida y embarazada, hay que evacuarla»: Los hombres la llevan, arrastrándola, hasta la esquina.
Calzado negro y culatas de metralleta la rodean. Divisa a lo lejos, tan lejos, a los vecinos. Alguien exclama: «¡Hay un muerto!» Los helicópteros hostigan y ahogan las voces. Un dolor mezclado con temor la embarga.
La imagen borrosa se diluye, y esto me atormenta. El sábado 5 de octubre de 1974, un día tibio, ¿qué ropa llevaba? La blusa de embarazo de Paula y un pantalón azul marino. Creo. No tiene la menor importancia. En la calle había una mujer que se adormecía. Vestía así pero, como en una foto, no puedo traspasar la imagen, entrar adentro, introducirme en ese cuerpo. ¡Había sangre por todas partes, una mancha desde la casa hasta la vereda! De la sangre y el sufrimiento no sé nada. Nada.
El Hospital Militar se encuentra en el cruce de Los Leones y Avenida Providencia.
No distingue nada aún, nada que no sean piernas negras y blusas blancas. Está sola en una habitación oscura, con el aparo de rayos X encima de ella, y suplica: «Por favor, cuidado con el bebé». Una voz profesional le contesta: «Como si pudiéramos ocuparlos de él».
Cuando las luces se apagan, se palpa el vientre. Alguien enciende un foco sobre sus ojos y ella se pone rígida. Ahí están, esos dos hombres, detrás. Uno le parece un gigante de cabello crespo, muy corto; lleva un chaquetón beige, cuello café oscuro, que realza su porte robusto. Habla con un tono tajante, como oficial prusiano. El otro es regordete y un poco calvo.
–Así que tú eras la… ¿te hacías llamar Ximena, no?
–¡Dónde está Miguel?
Un silencio.
–Se fue.
–Huyó, está bien, se salvó…
Una sonrisa u otra cosa le transforma la expresión. La voz dice:
–Murió.
De pie sobre el muro de adobe, a cien metros de la casa celeste de Santa Fe, Miguel gritó: «¡Detengan el fuego… ¡Hay una mujer embarazada, herida!». Los hombres al acecho se irguieron y avanzaron sobre la humilde casa. Miguel saltó el muro y empuñó el arma: una ráfaga de metralleta desgarró el aire. De todas partes resonaron balazos. La mujer que lava ropa lo vio a través de la rendija de los tablones. Miguel disparó una ráfaga. Miguel se desplomó sobre la artesa, el lavadero.
–¡Dónde estaba herido Miguel?
–El pecho acribillado. Una bala en la cara.
Estaba muy cambiado Miguel.
Los hombres no lo reconocieron. Hubo que tomarle las huellas digitales.
¿A qué se debe que todavía estuvieran allí?
¿Por qué todavía estaban en esa casa? ¿Cuánta gente había?
Por lo menos veinte. El combate duró dos horas y media.
¿Dónde están los escondites de seguridad? ¿Dónde están los refugios de los cuadros militares? ¿Y las armas?…
«La Catita» calla, y callará largo tiempo. Hirieron de muerte a Miguel. Miguel. Ignoran que una esquirla de granada lo alcanzó a los quince minutos de iniciarse el enfrentamiento, y no vieron el hilo rojo que le corría por su mejilla, y nunca sabrán que peleó solo, solo durante más de dos horas, con su metralleta AK ardiendo y los cargadores de cuarenta disparos. Se calla, y se callará. No sabrán nunca, nunca, que ella lo vio. Que él le habló. Cuidará ese secreto frente a ellos. Esto no podrán mancharlo.
–¿Cómo dieron con la casa?
–Un croquis del lugar y algunas pistas: tu embarazo, una Renoleta roja, el sector de la ciudad, los puntos de contacto… un rastreo sistemático y, la mañana misma del sábado 5 de octubre, la casualidad: la panadería, el cuento del bolso olvidado en el taxi, el retrato hablado de tu cara… los dos pisos y el verde esmeralda de la casa de enfrente…
¿Dónde está «El Chico»?
–Murió recién, hace unos días.
–Lo asesinaron.
–Una hemorragia, un momento de descuido, una negligencia… es una lástima.
–Y Luisa ¿cómo está?
–Triste, a causa de Miguel.
Un hombre le muestra una foto de Miguel, la que utilizaba la DINA con sus pesquisas. Miguel tiene el mechón lacio que le cae sobre los ojos, de lado.
–Déjemela…
«Un mechón lacio que le cae sobre los ojos» fue publicado por primera vez en el libro “Diferentes miradas: Las historias que podemos contar, volumen dos” (Editorial Cuarto Propio), y es extracto de Un día de octubre en Santiago, novela testimonial escrita por Carmen Castillo Echeverría.

El 5 de octubre de 1974 la casa donde se ocultaba Miguel Enríquez, en la comuna de San Miguel, fue rodeada por un nutrido contingente de agentes de seguridad, el que incluía una tanqueta y un helicóptero. Entre los ocupantes del inmueble se encontraba una mujer embarazada que resultó herida. Miguel Enríquez cayó en el enfrentamiento recibiendo, según el protocolo de autopsia, diez impactos de bala que le causaron la muerte. Terminaba así la vida del Secretario General del MIR, de profesión médico, que dejaba un hijo y una hija, y un hijo por nacer que no sobreviviría. Pero si bien ese día cayó muerto Miguel, Miguel vive en su espíritu y su figura se agiganta cada día más, y sirve de ejemplo en las luchas de los estudiantes rebeldes, de los pobres del campo y la ciudad, y en las de todos los que en alguna parte del mundo sufren la explotación. Miguel Enríquez, hasta la victoria siempre.

María Cristina López Stewart, llamada también «Carolina», «Patricia Castellanos», o «La Rucia», estudiaba Pedagogía en Historia en la Universidad de Chile y militaba en el MIR, organización revolucionaria donde dirigía una estructura de informaciones. María Cristina fue raptada desde una casa de Las Condes para ser llevada a José Domingo Cañas donde es torturada salvajemente y hecha desaparecer. Tenía entonces 21 años. Gran parte de su historia aparece en la novela de Martín Faunes Amigo “Viajera de los nombres supuestos” (Editorial EDEBE)

Sergio Pérez Molina, «Chico Pérez», fue un destacado cuadro militar del MIR que desaparece desde la casa José Domingo Cañas. Era el compañeros de Lumi Videla.

David Silbermann, militante comunista, gerente general de Chuquicamata. Fue raptado por la DINA desde la cárcel pública donde permanecía preso desde el golpe de estado, de donde lo llevan como prisionero clandestino a la casa José Domingo Cañas, lugar donde lo convierten en detenido desaparecido.

José Francisco Bordás Paz, alias «Coño Molina», era Ingeniero y miembro del Comité Central del MIR, organización revolucionaria del cual era además su jefe militar. José Bordás, fue ejecutado en el AGA el 5 de diciembre de 1975, después de prolongadas sesiones de tortura y tras haber sido atrapado gracias a la delación del traidor que llamaban «El Barba», el «Coño Molina» había salvado con vida del operativo que terminó en la muerte de Miguel Enríquez.


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