Revista Cine

Un par de apuntes sobre ‘Nana’ (Valérie Massadian, 2011)

Publicado el 20 abril 2013 por Ventura

1. Aprender y crecer son procesos de pérdida: a medida que recorremos la infancia, desaparece la visión pura, simple e imposible del mundo. Entonces surge la necesidad de cubrirse de historias, fabulas o leyendas para disimular la herida que va abriéndose lentamente entre lo que somos y lo que fuimos.  La sutura, como puede imaginarse, únicamente puede ser lingüística. Y solamente logrará afianzarse cuando la infancia desnuda de paso al sujeto del lenguaje. En el lenguaje se encontrará una experiencia que se tornará verdad, a diferencia del estado anterior, donde todo es percepción pura: algo parecido a la mirada de un animal. De esta manera, infancia y lenguaje aparecen íntimamente ligados, «remitiéndose mutuamente en un círculo donde la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje el origen de la infancia», en palabras de Giorgio Agamben.   En esta circunstancia relacional reside la importancia que el cine ha dado a la infancia, entendida como referencia a la que no se cesa de acudir una y otra vez para encontrar el sentido a vidas perdidas y trayectorias a la deriva. En ella se guarda el misterio de la autenticidad, del lugar donde desde donde pueden construirse las coordenadas que consigan orientar el movimiento dentro del mundo. Es bien sabido: Rosebud o la vuelta a casa como arquetipos de todas las metáforas que el cine ha utilizado para identificar ese transito.

Con su primer largometraje, Valerie Massadian se propone atrapar este momento fundacional – sin caer en su mitificación –  siguiendo el proceso de pérdida descrito por Nana, una niña de 5 años que se queda sola en una casa en medio del bosque. En el arranque del filme aparece en el hogar de su abuelo. Con él comparte un mundo sensible mediante el cual es capaz de ver la zona agrícola y rural en la que habita. Después, su madre decide trasladarse con ella a ese lugar en medio del bosque donde pasará buena parte del metraje en soledad. Juegan, ríen y comparten la vida cotidiana hasta que un día desaparece sin que sepamos el motivo. Nadie sabe que la ha pasado. Como tampoco por qué la figura paterna está siempre ausente. ¿Qué hacer entonces cuando apenas puede valerse por si sola? Imitar la vida que compartió con su madre,  los rituales diarios que aseguran su supervivencia. Pero también verbalizar la experiencia con ayuda de unos cuentos y un conejo muerto que se encuentra en el bosque. Este bosque ya no se presenta como una sublimación, como el lugar mágico que trataba de presentar el abuelo. El bosque es un espacio como otro cualquiera: algo así como ese paisaje que protagoniza las dos primeras películas de Lisandro Alonso. Un paisaje que solo cobra sentido en la repetición ritual de los gestos que evocan una figura ausente.

Un par de apuntes sobre ‘Nana’ (Valérie Massadian, 2011)

2. José Luis Pardo: «Hay historia porque los hombres salen de casa, fundamentalmente para ir a la guerra, aunque luego a eso se le llame también ir a la escuela, ir al trabajo, etc. El niño que consiguiese no abandonar su hogar –cosa que yo, lamentablemente, no conseguí– no haría historia alguna, pero sería feliz. Su felicidad le parecería a todo el mundo –y los freudianos no serían más que una vocecilla en ese inmenso coro– injusta, irresponsable, inmadura, insolente, etc. Pero como ninguna de las voces de ese inmenso coro está en condiciones de aportar siquiera la menor prueba a favor de que el niño tenga que salir de casa para hacer historia o aún el menor argumento que ligeramente pueda sugerir que es preferible hacer historia que no hacerla, todas esas voces pueden irse al cuerno y dejar al niño en paz»

Nana construye su particular historia en compañía del conejo muerto que ha encontrado. Le narra una fábula que no puede trascenderse a si misma, que no consigue conferir el sentido de una historia a todas las historias que son sugeridas por las imágenes. Historias que, además, ni tan siquiera son capaces de edificarse como jirones aunque las imaginamos constantemente gracias a todas las que nos han contado innumerables veces en todas ficciones de las que alimentan nuestras vidas. La historia de Nana está sostenida por unas palabras que ya unen, que no confieren un sentido a lo que ve, sino que disocian cada uno de los mundos sensibles a los que han tratado de introducirla tanto su abuelo como su madre. Sus palabras narran lo que va haciendo para sobrevivir en soledad y se constituyen como un lenguaje que es capaz de poner en relación un modo de decir, de ver y de sentir, con un modo de hacer. Nana habla para pasar a la acción, para poner en marcha su vida. Esta infancia es la que buscan desesperadamente los adultos cuando descubren que jamás podrán volver a casa.

Ricardo Adalia Martín.


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