Revista Cultura y Ocio

"Un perro hambriento sólo tiene fe en la carne"

Por Calvodemora

perro hambriento sólo tiene carne

Tengo una vida interior, M. 
Me dice un amigo que escribo sin pensar en lo que escribo, lo que me hace pensar que hablo sin escribir lo que pienso. Hay conversaciones que convendría guardar, frases que te invaden y que después no sabes armar, como si tuvieses idea de su osadía pero no dispusieses del ardid que la trae de nuevo. Hace años llevaba una moleskine encima. La sacaba cuando prorrumpía una frase o una idea que me gustaba. Luego no echaba cuenta de lo escrito o no todo lo que debiera. Lo que no podía permitir era confiar en la memoria. Incluso el hecho de llevar la libreta bien alimentada de ideas o de palabras sueltas o de citas ajenas o de frases me hacía ilusionarme, pensar en que ahí se escondía un buen cuento o un buen poema. Ahora no tengo el pudor de entonces, pero recuerdo cómo me azoraba sacarla, coger el bolígrafo y manuscribir en ella. A M. le parecía una falta de educación. Me pregunto qué pensaría ahora, en este tiempo de smartphones y de whatsapps que interrumpen una conversación o que más fieramente la anulan a veces por completo. Tengo la sospecha de que también ella exhibe esa falta de educación. De esto que cuento hace más de veinticinco años. M. no leerá ni ese blog, ni he tenido jamás inclinación a hacerle ver que sigo escribiendo, aunque creo que en el fondo le agradaba esa exhibición mía de vida interior. Luego hay vidas interiores ricas y pobres. La que yo entonces portaba era fértil. De eso (de la fertilidad) estoy completamente seguro. El blog es una moleskine enorme. Hay textos que son principio de otros que luego no ocurren. Son otra exhibición de lo que ella llamaba vida interior. 
CabezaA veces uno se desahoga escribiendo, pero hay otras en las que ni escribiendo se desfoga del todo. Hay quien le da la vuelta al pueblo y vuelve nuevo. Quien cocina o hace punto o lee o se deja atontar por la televisión. Yo, a la primera impresión de que algo dentro no cuadra, me lanzo a escribir. Lo he hecho siempre. Suele funcionar, pero la escritura (la mía, al menos) no es una ciencia exacta a la que se le puedan exigir resultados fiables, valores inalterables, una especie de realidad  que la realidad no puede modificar, para entendernos. No sé cuántas toxinas quemo cuando agarro el folio en blanco o el editor del blog y largo lo que me atenaza las tripas y me hace hervir la cabeza a poco que la dejo ir. Lo malo de dejar que la cabeza vaya a su aire es que la invaden pensamiento impuros. No siendo yo muy amigo de la pureza, en un sentido estético o moral o incluso intelectual, parece que no es asunto malo la invasión de marras, pero me estoy dando cuenta, a día que pasa me doy más cuenta y más conciencia tengo de lo fiable que es mi percepción, de que luego cuesta mucho evacuar la parte tóxica, la grasa ética, todo ese zumbido que te ocupa la banda ancha del cerebro y no te permite centrarte en asuntos más livianos, en todas esas pequeñas cosas que uno se procura y que, al mezclarse, hacen que vivir sea una cosa estupendo. Y no lo es del todo, qué quieren que les diga. Desbarata la bondad de vivir el hecho objetivo de observar la ruina de algunos de los que nos rodean. Anoche me acosté pensando en Siria y en las guerras invisibles, las que no nos relatan con tanto detalle,  y me he levantado con un olor a metralla y a aldea devastada en la cabeza. Ya digo que el problema está en la cabeza. Si supiéramos cómo funciona no nos haría pasar estos malos ratos. Y encima no sirve ni escribir, habida cuenta de la cantidad de ocasiones en las que sí ha servido. La inspiración que me desata la escritura está vestida de mineros recorriendo España o de funcionarios quemados en su propia cuenta de ahorros. Capricho de esa voluntad antojadiza que exhibo últimamente, he pensado en escribir una especie de diario de la crisis. Dejaría de escribir sobre la felicidad de los paisajes o sobre la bendita presencia de los libros o sobre discos de Miles Davis que todavía no conozco. Inconstante como soy, no dudo que la abandonaría a poco que me encienda en demasía. Insisto en que ya no hay desahogo en este vertido personal de las palabras, pero tampoco sé dónde lo hay. Se va uno quemando por dentro. Se va torciendo todo un poco más cada día sin que tengamos a mano paliativos, placebos, pastillitas de colores con las que amenizar el descenso al infierno puro y duro que nos están vendiendo. Se agrave o se endurece o se enfanga el relato cuando entran a escena los políticos. Están ya en la palestra, en el púlpito, echando pestes unos de otros, contando el mundo para que sepamos lo que ellos pueden hacer para limpiarlo. Creo que no les voy a prestar atención en esta ocasión. Me valdrá la alforja antigua, la de los discursos que ya he escuchado, la de las cosas que va uno sabiendo y que no se borran con discursos nuevos. Son todos iguales, están cortados por la misma mala tijera. 

Días de viajes sin mover un pie
Dormir a deshoras no contribuye a un clima de modélica felicidad familiar. Lees cuentos de Chéjov a las tres de la mañana y te acuestas más feliz, es cierto, pero te acuerdas de ellos durante el resto del día y te cuesta hilvanar el traje de las cosas, esa rutina diminuta de asunto irrelevante que, trenzado a otro y a otro, viste la vigilia. El insomnio es un estrago al que se le puede sacar provecho. Sucede incluso que el provecho sea el que provoque el estrago. Como el animal que se alimenta de sí mismo hasa que se vacía. Pienso en Rilke y eso de que todo a lo que se entregaba se hacía rico, dejándole a él pobre. No hay creación a la que uno se entregue que no lo merme. Todo lo que nos enriquece cobra peaje. Cada pequeña cosa que hacemos exige su tasa. Ahora mismo, a poco de salir a la calle y hacer la compra en la tienda de la esquina, pienso en Chéjov y en el altísimo placer que anoche me procuraron sus cuentos, en su contar tanto en tan escaso despliegue de medios. Pienso en la derrota de hoy, en el sueño aplazado, en las cosas a las que me entrego y en cómo me desarman, en el trabajo que amo (cada día más, con más fuerza) y en cómo me hace rico y me despoja al mismo tiempo. No quepo en mí de gozo. Los domingos (si se miran con esta lupa que me he trajinado) son gozables. El de hoy es gris, es frío, es de los que hacen que te den unas ganas enormes de sentarte con todos los cuentos de Chéjov y no levantarte hasta que has despachado el último. Luego (pensado con calma) desechas que puedas ocupar un día entero leyendo. Lo he hecho, quién no, quien que ame la lectura. Días de viajes sin mover un pie. 

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