Revista Cultura y Ocio

Un selfie

Por Calvodemora
Habiendo llegado el tiempo en que no me consuelan
las frívolas ocurrencias de antaño, abrazada más de la mitad de la vida,
pensando en cómo distraer la el trayecto de la que me quedase,
se me ocurre que no he hecho nada más importante que los hijos,
nada que me haga henchir más el pecho que la paternidad,
a la que a veces se desatiende, con la que en ocasiones se tropieza,
pero que nos justifica ante el secreto orden del cosmos y ante uno mismo.
Al final, el juego consiste en que la partida no acabe y continúe
su trama invisible, su arcana disposición de causas y de azares.
Uno cree que el tahúr, alguno habrá, no se recreó mucho en malograrnos la mano.
Así que esto es lo que hay, no se puede pedir mucho más.
No creyendo en santos, tampoco tiene uno la tentación de creer en pecadores.
Tengo padres que me quieren, tengo amigos que me llevan como pueden.
El amor se portó bien, le pedí mucho, y se ve que me escuchó con calma.
Luego están los placeres que uno se va inventando para distraer el viaje.
Escribo a diario, me cuento cómo son las cosas, a ver si atisbo cómo soy yo.
No me he aburrido jamás, no me visitó con frecuencia la tristeza.
Leo poesía, escucho jazz, veo cine, fatigo las avenidas, bebo en los bares,
fumo sin que sea un vicio, pero no hay vicio al que no me arrime intrigado.
Le cuento a mi mujer que debo descuidarme menos, pero no me cree,
sabe que ando a tientas, que trasnocho entre libros y ordenadores,
que no observo la dieta y ni siquiera me tomo las pastillas cuando tocan.
Vamos así pisando la dudosa luz del día, como decía el otro.
Los días con su fuego a la vista, las noches con su misterio dentro.
Estamos hechos de palabras, las palabras cuenta a los otros lo que somos.
Por eso escribo poco antes de cenar en la cocina, por dejar registro de algo.
Por los hijos, por el amor, por el jazz de los años cincuenta en el Village Vanguard.

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