Revista Cine

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

Publicado el 28 septiembre 2012 por 39escalones

Un thriller patoso: Un abismo entre los dos

El cuchillo en la herida, título original de esta producción francesa llamada en España, buscando acercarse más al drama que al thriller, Un abismo entre los dos (Anatole Litvak, 1962), despierta el interés de su visionado por sus premisas, aunque prácticamente decepciona al final en todas ellas. Primero, por su director, Anatole Litvak, no precisamente un primer espada de la cinematografía mundial, ni tampoco de la británica ni de la francesa, países en los que desarrolló la mayor parte de su filmografía junto a los Estados Unidos, pero que tiene un puñado de interesantes películas en su haber como El sorprendente Dr. Clitterhouse (1938), Nido de víboras (1948), Anastasia (1956) o La noche de los generales (1966) y que contó con el beneplácito de los estudios y de las mayores estrellas del momento, ya que a lo largo de su carrera trabajó con intérpretes como Claudette Colbert, Charles Boyer, Basil Rathbone, Errol Flynn, Bette Davis, John Garfield, Ann Sheridan, Tyrone Power, Joan Fontaine, Thomas Mitchell, Henry Fonda, Vincent Price, Barbara Stanwyck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Vivian Leigh, Ingrid Bergman, Yul Brynner, Deborah Kerr, Omar Sharif o Peter O’Toole, entre muchísimos otros. Segundo, por su improbable pareja protagonista, Anthony Perkins, con el que Litvak había trabajado un año antes en No me digas adiós (1961), y la diva Sophia Loren. Tercero, por la colaboración en el guión de Peter Viertel, reputado guionista y novelista (autor, por ejemplo, de Cazador blanco, corazón negro, entre otras obras, llevada al cine en 1990 por Clint Eastwood -mal, según el propio Viertel-). Cuarto, por la música del griego Mikis Theodorakis, que acompaña a unas hermosas y por momentos desasosegantes imágenes de París en blanco y negro fotografiadas por Henri Alekan. Pero la suma de estos talentos da como resultado una fallida película solo parcialmente disfrutable, con giros de guión de cierto mérito que despiertan un notable interés, pero con errores de tratamiento y falta de garra y profundidad que pervierten (o perViertel, no he podido resistirme al chiste malo) el resultado final.

Robert y Lisa, un joven matrimonio formado por un norteamericano y una italiana que se conocieron en el Nápoles de la posguerra antes de trasladarse a París, se encuentra en un profundo bache sentimental que les está separando (obvio, vista la nula química entre ambos protagonistas…). Ambos tienen distintas maneras de encarar la vida, intereses diferentes, formas opuestas de divertirse, anhelos inconfesables incompatibles. Vamos, lo corriente. Sin embargo, aunque él da muestras de cierto desequilibrio emocional (hasta el punto de que en sus ataques de celos llega a cruzarle la cara de una bofetada a su esposa) y ella es posible que haya sucumbido a alguna infidelidad en sus salidas nocturnas, no se resignan al fracaso total. Más bien él, que en busca de un futuro mejor, más tranquilo y más estable económica y emocionalmente para ambos, se traslada a Casablanca para optar a un puesto de trabajo que puede ser la solución a sus problemas: un nuevo país, otro ambiente, otras costumbres… Una forma de empezar de nuevo, de borrar el pasado. Sin embargo, el avión en el que viaja Robert se estrella sin dejar supervivientes. Lisa afronta el funeral con cierta tristeza, pero igualmente con una sensación de liberación. De súbito pierde también a su amigo -y quizá algo más- Alan (Jean Pierre-Aumont), que tiene que volver a Estados Unidos, aunque su sustituto, David Barnes (Gig Young) empieza a colmarla de atenciones, por no decir que le pone sitio de inmediato. Pero el futuro parece aclararse cuando a Lisa le informan que la póliza de seguros que Robert firmó en el aeropuerto justo antes de embarcar va a reportarle una sustanciosa indemnización. No es más que otra esperanza truncada, porque una noche se escuchan unos golpes en la puerta de casa. Cuando Lisa abre, se encuentra con Robert vivito y coleando, aunque magullado y herido. De inmediato surge un plan alternativo: la compañía de seguros, la línea aérea y las autoridades dan a todos los pasajeros por fallecidos; por tanto, nada más fácil que cobrar el seguro, repartir el dinero entre los dos y que cada uno siga con su vida, ya que el amor de sus primeros tiempos de matrimonio parece ya irrecuperable… O al menos eso parecen o quieren creer…

A partir de ese instante, la película abandona el perfil del drama sentimental de corte intimista que narra el desencuentro de dos personajes para convertirse en un thriller a lo Alfred Hitchcock, aunque con un guión lleno de huecos.  Litvak dibuja algunas situaciones de tensión muy meritorias, especialmente aquellas en las que la presencia de extraños (desde el niño de los vecinos, un crío insoportablemente irritante que descubre a Robert, que le engaña y mantiene con él una falsa amistad por los tejados y azoteas del bloque de vecinos, a los compañeros de trabajo y juerga de Lisa, además del cotilla de David) amenaza con descubrir la presencia de Robert o su rastro y sus huellas por la casa (las colillas encendidas de sus cigarrillos, su gabardina, su maleta o su cazadora a la vista, los platos y cubiertos sucios de la cena…). Igualmente, la irrupción de la policía, que pretende que Lisa identifique algunos objetos personales encontrados a sospechosa distancia del lugar del siniestro por si pudieran pertenecer a Robert, así como los distintos trámites legales y administrativos, las comprobaciones, firma y  entrevistas con sus papeleos, momentos tras cada uno de los cuales Lisa siente la certeza de que no hay marcha atrás, de que está internándose por un camino difícil, terrible, que únicamente puede llevarla al verdadero abismo. Por último, el acoso amoroso-sexual al que David somete a Lisa, a la que quiere llevarse a la cama sea como sea, lo que multiplica su presencia a su alrededor a cada instante y con ello los celos de Robert, que ama a su esposa a pesar de todo, aunque de una manera patológica, obsesiva, posesiva.

La película, cuyas líneas generales resultan más que atractivas, falla no obstante en la concreción de las mismas. En primer lugar, no hay ninguna química en la pareja protagonista -una Sophia Loren que empezaba a rentabilizar sus éxitos en el cine italiano (y su físico) en producciones internacionales con capital norteamericano y un Anthony Perkins, en la cima tras Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), al que le llovían ofertas para interpretar, como en este caso, personajes psicológicamente inestables- lo cual explicaría su separación, pero no los motivos por los que llegaron a quererse alguna vez, sin que tampoco las interpretaciones (mejor él que ella, como si fuera un primo parisino de Norman Bates…) brillen especialmente ni aporten matices  o enriquezcan con sugerencias lo que de planos e inconsistentes tienen los personajes en el guión. Por otro lado, el personaje de David, el supuesto salvador-redentor de la protagonista, resulta tan irritante en sus maniobras de acoso y derribo hacia la mujer y tan petulante en su desenvuelta actitud de sabelotodo que dudosamente el espectador puede identificarse con él, simpatizar con sus objetivos y sus medios de conseguirlos. El resto de personajes, excepto el niño de los vecinos, carece de dimensión real, siendo una presencia difusa, parte de la puesta en escena del horror y de la amenaza que va ganando terreno en la segunda parte del film, con la presencia de la oscuridad, de las sombras, de las calles de París sembradas de tráfico y vehículos de la policía, de la música asfixiante y los espacios cerrados, hasta confluir en el clímax final, bien tratado por Litvak, bien resuelto, pero con una conclusión desastrosa en un epílogo postizo, forzado, increíblemente torpe. El mayor problema del guión radica en la deslavazada psicología del personaje de Lisa: espantosamente tratado su reencuentro con el esposo que creía ya muerto, al que se limita a acompañar al sofá y prepararle un whisky y algo de cenar después de tenerlo por muerto varios días e incluso haberlo enterrado, sin que la experiencia le suponga ningún trastorno momentáneo, ningún bache anímico ni emocional, no está mejor reflejada su final deriva tras la abrupta conclusión de su relación con Robert, inexplicablemente de vuelta en París y sometida de sopetón a todos los vaivenes psicológicos que en ningún momento de los cien minutos anteriores de película ha sufrido.

Con todo, el filme vale un visionado al menos por las notas positivas relacionadas con la intensidad de la trama, la pericia narrativa y técnica de algunas fases y la calidad profesional de quienes intervienen en ella, aunque el regusto final que deja es a obra incompleta, con un aire de provisionalidad, de falta de trabajo de montaje, de desarrollo argumental, de llevar la locura criminal, de manera consciente, hasta sus últimas consecuencias.


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