Revista Cultura y Ocio

Un tríptico

Por Calvodemora
SombrasNos fascinan las sombras, las que están al fondo, las que inquietan más que la propia luz. De hecho todo el predicamento de la luz, su hegemonía moral, esa especie de bondad que se le atribuye cae con estrépito si miramos la historia de la literatura, la del cine o los mismos evangelios. Los pasajes con los que aprendemos a ver el mundo son los entenebrecidos, los que nos hacen recorrer el mal o el sucedáneo más a mano que pase por ahí. Es el malo el que esperamos siempre en las películas. El bueno, el pobre bueno, refuerza la idea que se nos ha inculcado sobre el triunfo del bien. Pero luego vemos la realidad y advertimos que lo que vende y a lo que nos acercamos con mayor morbo (ah qué palabra más hermosa es morbo) es lo roto, lo fracturado, todo lo que no está bien. En el infierno se está mejor, decía mi amigo M. Igual estamos ya dentro. Lo que venga después, todo lo que se nos ha contado, será una extensión, un bucle.
CallesEl otro, paseando mi pueblo, pensé que las calles me pertenecían igual que me pertenece la casa en la que vivo o los libros que me esperan en las baldas. Son posesiones de distinto rango, no se pueden considerar que responden al mismo tipo de preguntas, ni dan el mismo tipo de respuestas. La calle me pertenece de un modo elemental. No hace falta que la haya paseado o que haya vivido en ella alguna experiencia remarcable. Basta con cruzarla una vez, con ir de un lado a otro y detenerse a pensar en la relación que tenemos con ella. En este improvisado hilo argumental, la ciudad también es mía. Cualquier ciudad que haya visitado. Están hechas para que yo las pasee y las ame o las odie. Justo lo que hace uno con las cosas de las que es dueño. Hay días que las abraza y días en que las aparta. No sé qué relación exacta tengo con la ciudad en la que vivo. Sé que los años me han hecho sentirla cerca, admitir que tengo más recuerdos suyos que de ninguna otra en la que haya vivido. O casi. 
ConversacionesFinjo que converso conmigo mismo. Parrafadas insulsas, parlamentos huecos, historias que no terminan, pasajes censurables, ideas sublimes. No hay día en que no desee hablar en voz alta en lugar de hablarme hacia adentro. Pensar es un hablarse sin ruido. De pequeño recuerdo que tenía enormes conversaciones antes de conciliar el sueño. Movía los labios, hablaba sin que nadie pudiese oírme. Me sentía bien. Hablar era, en cierto modo, una actividad furtiva, una especie de pequeño acto delictivo. No quería ser descubierto. Ahora me cohíbo como entonces. La edad, debe ser. No sé cuál es la idónea para poder ejercer ese acto hermoso de intimar con uno y salir airoso, feliz, convencido de que no hay nadie con quien podamos hablar tan libremente. Escribir es una forma de solucionar todas estas cosas que os estoy contando. 

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