Revista Cultura y Ocio

Un viaje, en otoño, a Berlanga de Duero. Primera parte: de Retortillo a Barcones

Por Almargen

Un viaje, en otoño, a Berlanga de Duero. Primera parte: de Retortillo a Barcones

Arco medieval en Retortillo de Soria

A veces. un viaje surge de manera imprevista. Así ocurrió un sábado del pasado octubre a sugerencia de un buen amigo: se trataba de viajar, en grupo (seríamos nueve los que decidimos meternos en faena) hasta Berlanga de Duero partiendo del valle del Lozoya y de recorrer unas tierras no por conocidas menos propicias a la sorpresa y a la novedad. Salimos muy de mañana del valle para avanzar hasta la carretera que, partiendo de la autovía hacia Burgos (la antigua Nacional I), lleva hasta Soria pasando por San Esteban de Gormaz y el Burgo de Osma, entre otros pueblos afincados en nuestra más remota memoria heredada del Medievo. La mañana era fría y soleada y los campos, que, dominados aún por el amarillo del verano, comenzaban a verdear, mostraban una belleza serena y solitaria. Por carreteras secundarias o terciarias, en las que en la mañana del sábado nadie transitaba, llegamos, para tomar café, a uno de los pueblos (casi aldeas) que desde hace unos años conforman la llamada Ruta del Cid: Retortillo de Soria.

Retortillo es un pueblo de calles desiguales, con muchos edificios abandonados pero que aún mantiene a un puñado de vecinos y en el que se conservan, con dignidad, las huellas de un esplendor casi nobiliario. Eran las diez de la mañana. Caminamos entre muros con escudos y blasones tras atravesar el arco que abre el pueblo a la carretera y sólo encontramos un bar abierto. Era la cafetería de la Residencia de ancianos, una isla donde varios vecinos y algún viajero como nosotros combatían el frío e intentaban sacudirse la soledad de aquellos parajes. Miré por la ventana y pude avistar esa austera belleza que recuerda los cuadros de Caneja hechos al trigal y a la llanura. Revisamos los mapas, tomamos con calma los cafés y antes de volver a la ruta, decidimos deambular hasta la vieja plaza principal del pueblo (no anoté el nombre).  Fue un paseo corto por calles empedradas en el que pudimos comprobar el abandono de numerosas viviendas: "La vida es dura", pensé, "los jóvenes no aguantan los inviernos y los viejos se hibernan cuando llegan los vientos del norte al comienzo del otoño". Es triste, desasosegador, ver los edificios deshabitados, muertos (nadie se interesa por ellos y sus antiguos habitantes ni están ni se les espera). A las once de la mañana cruzábamos el arco para reanudar la marcha hacia Berlanga.


Un viaje, en otoño, a Berlanga de Duero. Primera parte: de Retortillo a Barcones

Alamedas amarilleando más allá del trigal en barbecho

Carreteras terciarias donde aún es posible ver cómo cruzan, fugaces y asustadas, liebres que saltan desde algún matorral. Carreteras que frecuentaron buhoneros y mercachifles desde tiempos ancestrales y que hoy sólo recorren extraños hijos de la tierra que regresan o turistas raros como nosotros, amigos de la piedra y de los paisajes solitarios. La carretera, estrecha, deja la pronvincia de Soria para adentrarse en una Guadalajara desconocida: no es la Alcarria, ni la sierra de los pueblos negros, ni la de los extensos bosques del Alto Tajo. Es la falda meridional de la Sierra Ministra, una Guadalajara de paisajes pelados, de pequeñas estepas de vegetación rala que, a veces, se convierten en pequeños montículos que la carretera ha de sortear. avanzando por cerradas curvas o adentrándose por un cañón entre rocas: allí perdimos la cobertura telefónica, no vimos coche alguno en kilómetros a la redonda y pude recordar los libros viajeros de los escritores de varias generaciones  por aquellas tierras, revivir su desconcierto ante la soledad del paisaje. Pensé en Ridruejo y su libro Soria, en las caminatas de Castilla a pie de Josep Maria Espinás,  en la geografía en declive que nos describe Julio Llamazares en sus Cuadernos del Duero, en la Soria de Ernesto Escapa y en un casi olvidado Jorge Ferrer Vidal, autor de un maravilloso Viaje por la frontera del Duero (editado en la colección Austral hace más de veinte años y hoy descatalogado, a la espera de que alguna editorial valiente lo reedite), lecturas de un tiempo de descubrimientos y pasiones viajeras por los más recónditos pueblos de nuestra geografía.  
Aquella sensación no tardó en desvanecerse cuando, en la margen derecha de la calzada, vimos avanzar, como perdido, a un perro (probablemente, abandonado por su dueño) que trotaba carretera adelante quién sabía si buscando el coche que lo había llevado hasta allí, y algo más atrás y a paso lento y cansado, un caminante de edad indefinida y rostro sin afeitar con una mochila al hombro. Cuando salimos del cañón, una inmensa alameda, amarilleando, se desplegó ante nosotros y el verdor de una vega, todavía no vencido por el otoño, nos anunciaba nuevo pueblo o aldea: Miedes de Atienza.
Cruzamos Miedes no sin dejar atrás un paisaje hospitalario de huertos e invernaderos. La carretera, que seguía siendo de tercera, habría de llevarnos a otro pequeño pueblo de la "ruta del Cid", Bañuelos,  todavía la provincia de Guadalajara. Lo dejamos atrás y a los pocos kilómetros, entre álamos y fronda, vimos asomar la piedra dorada de los primeros edificios de Romanillos de Atienza, otro lugar insólito del norte de la provincia en el que nos aguardaba una sorpresa junto a la carretera que cruza su casco urbano: el templo parroquial, una iglesia románica cuyo capitel silense, según los expertos tiene un gran valor. Su belleza la acrecentaba el nido del campanario, ocupado por dos cigüeñas de un blanco inmaculado. 

Un viaje, en otoño, a Berlanga de Duero. Primera parte: de Retortillo a Barcones

Templo parroquial de Romanillos de Atienza

En las afueras, cuando enfilamos de nuevo hacia la provincia de Soria, nos llamó la atención, a lo lejos, una pareja joven, que, por la perseverancia con recorrían el prado con la mirada  y por la cesta de mimbre que lleva la mujer en la mano, no era difícil adivinar que andaban a la busca de la seta de cardo.
Un kilómetro apenas separa Romanillos de Barcones, el primer pueblo soriano que nos salió al encuentro tras dejar Guadalajara. Aquel tramo lo hicimos despacio, dejándonos llevar por la contemplación de un paisaje de leyenda, en el que no hay que hacer un especial esfuerzo para imaginar al Cid y a su cortejo avanzar en el horizonte. Recordé el poema de Manuel Machado aprendido de memoria en el colegio ("por la terrible estepa castellana, / polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga") y detuve el coche para hacer alguna fotografía y contemplar un horizonte sin límite, en el que se alternaban amplias extensiones de tierra en barbecho e interminables choperas que parecían revelar la existencia de nutridos arroyos o manantiales de aguas abundantes.
Pronto dejaríamos la provincia de Guadalajara y nos adentraríamos, otra vez, en tierras machadianas. Pero a esa segunda etapa, con la que cerraríamos la jornada, me referiré en un próximo post. Terminemos como terminaban las viejas novelas por entregas: continuará.

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