Revista Educación

Una —agridulce— noche en el museo

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Me gustó más de lo que esperaba; me refiero a That Sugar Film, documental proyectado el pasado jueves en el Museo de la Ciencia y el Cosmos de Tenerife, dentro de su ciclo Ciencia y Biodiversidad. Obviamente, el azúcar omnipresente en el modelo alimentario que nos rodea iba a ser el protagonista de la noche, así que el director del museo, Antonio Mampaso, consideró que quizá el firmante de estas líneas podría aportar algo interesante al debate posterior.

La sala se llenó, signo del interés del asunto y de la capacidad de convocatoria de los organizadores, y el docu me gustó. De un lado, la parte más visual aunque menos interesante a mi juicio del filme: su protagonista, un actor australiano decide prestarse como conejillo de indias para alimentarse exclusivamente durante un tiempo a base de productos alimentarios como zumos de fruta, cereales de desayuno, comidas precocinadas, etc. (aunque nada de refrescos, chocolate o fastfood), con la particularidad de que ingerirá exactamente la misma cantidad de calorías que con su alimentación anterior, basada mayoritariamente en alimentos.

Una —agridulce— noche en el museo

 Un servidor y el director del Museo, en el coloquio final

Como puede preverse, apenas unas semanas después el equipo médico que lo controla comienza a desaconsejarle que siga con el experimento, pues diferentes indicadores de su salud están empeorando. Lo esperable.

En paralelo se desarrolla la mejor parte del documental: diferentes historias y testimonios de personas que se han topado de frente con el problema de la alimentación procesada, que tiene al azúcar (pero no sólo) como punta de lanza: pequeñas comunidades indígenas australianas que sufren severamente el brusco tránsito nutricional sufrido desde su modo de vida anterior; un dentista que recorre con una consulta ambulante ciudades y pueblos americanos para paliar los destrozos dentales causados por el abuso inmisericorde de bebidas azucaradas por parte de niños y jóvenes; o los testimonios de algunos reputados científicos, ingenieros alimentarios y periodistas de investigación que pude reconocer, quienes, en conjunto, ofrecen una lectura fundamentada y actualizada de esta realidad, que nos atañe a todos.

[Entre ellos, destacaría a Michael Moss, Premio Pulitzer y referente de The New York Times, autor de Salt, Sugar, Fat, monumento descriptivo sobre el funcionamiento de la gran industria alimentaria de nuestro tiempo, cuyas primeras líneas (“El 8 de abril de 1999, en Mineápolis había un aire de tormenta. De una larga hilera de limusinas…”) se graban a fuego, como lo hicieran una vez aquellas en las que Aureliano Buendía, frente al pelotón de fusilamiento, rememorase la tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Una de las cosas más destacables del libro de Moss es que nadie, ni uno solo de los protagonistas de los cientos de en ocasiones escalofriantes relatos literales que recoge, lo haya denunciado por falso testimonio, lo que habla por sí solo de alguien que, por fortuna para nosotros, hace bien, muy bien, su trabajo]

En fin, que tras los títulos de crédito de That Sugar Film hube de salir al pie del escenario, junto a Antonio Mampaso. Comenté que de aquellos barros estos lodos: trayendo a colación un reciente artículo científico sobre el hallazgo de la correspondencia de hace casi medio siglo entre varios científicos prominentes de entonces y la industria azucarera de EE.UU., que muestra que a cambio de lo que hoy serían 43.000 euros se diseñó ad hoc un estudio que minimizó los riesgos de los azúcares para los problemas cardíacos; estudio que tuvo mucho peso para que en las recomendaciones de salud pública posteriores de la administración americana el azúcar no figurase, quedando las grasas en el ojo del huracán. Lo ocurrido de ahí en adelante, es historia.

Y comenté también que “el pulso” entre industria y salud pública sigue presente, quizá hasta más vivo que nunca: hace dos veranos el New York Times descubrió (y publicó) que la web de un instituto científico sin ánimo de lucro que defiende la tesis del balance energético (en toscos trazos, que no influye qué comas, sino cuánto comas y cuánto gastes, porque una caloría es una caloría, algo que el protagonista de nuestro docu podría refutar) estaba registrada a nombre de Coca-Cola (uno de los protagonistas se defendió en un primer momento con el relato naif de que ellos no sabían de webs y simplemente la compañía se ofreció). Se armó un gran lío; la empresa fue acusada de financiar de manera encubierta a científicos que se alineen con sus tesis, como la del balance energético, que deja caer todo el peso de posibles problemas de salud en el consumidor, que no es capaz de moderarse.

Ello culminó con un órdago de transparencia por parte de este gigante de la industria alimentaria, que prometió hacer públicas todas sus “colaboraciones” económicas con sociedades científicas, universidades e instituciones de salud en todo el mundo. Y lo ha hecho. Es elocuente echar un ojo, por ejemplo, a su financiación en nuestro país, lo cual no es malo per se ni habría de ser una mácula para las entidades financiadas, si no fuera porque existe literatura que relata que la mayoría de los resultados de los trabajos científicos con conflictos de interés con la industria alimentaria reman a favor de los intereses de la misma (algo de lo que sabe y mucho Marion Nestle, a quien eché de menos en el documental).

En fin, también conté algo de lo que modestamente hacemos por estos lares, y hasta dio tiempo a hacer en la sala una demostración casera de cuánto podría cambiar el punto de vista de un consumidor si el producto que coge entre sus manos le da una información cuantitativa (números y porcentajes, como nos ocurre ahora), o cualitativa (colores y símbolos); esto último sí que facilita elecciones con base científica, informadas y libres. Y para librar la batalla que nos rodea, ésa sí sería un arma cargada de futuro.

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