Revista Cultura y Ocio

Una casa de Hopper

Publicado el 17 enero 2017 por Molinos @molinos1282
Una casa de HopperHasta aquella noche no pensó que la casa dónde había vivido 4 años se parecía a las que aparecían en las  vistas ¿furtivas? ¿Imaginarias? de los cuadros de Hopper. 
Deseo poder volver a vivir allí. Se sintió extraña de sí misma, una sensación que nunca había tenido. Quería volver a esa casa, sintiéndose como cuando tenía veintiocho años pero sabiendo lo que sabe ahora.  
Desde la calle hay que recorrer un pequeño pasillo para llegar al portal, el edifico está retranqueado para poder tener un espacio que no llega a ser un jardín pero en el que cuando ella vivía allí había un gran árbol cuyas ramas llegaban hasta su piso. Ahora hay uno más pequeño, mucho más pequeño, que quizás tarde los ochenta años que su antecesor necesitó para alcanzar las alturas. 
El portal es pequeño y en el angosto hueco hexagonal de la escalera, en algún momento, se encajó un ascensor tan minúsculo que empujaba a abrazarse, a tocarse, a besarse.  En el descansillo de su piso, el cuarto, los suelos eran de losas hidráulicas y había dos enormes puertas verdes exactamente iguales. La suya era la izquierda. 
Su casa era gris. No un gris de tristeza y amargura, ni un gris de suciedad y paso del tiempo. No era un gris que desdibujara sino un gris que hacía reír, bailar y sentirse elegante. Así se sentía ella: elegante, feliz y con mucha suerte porque aquella casa le encantaba. Tenía un gran dormitorio con paredes, moqueta y ventanas grises. El gran ventanal de madera que se asomaba al árbol del jardín,  tenía delante un banco de madera en el que puso cojines para sentarse a leer. No lo hizo muchas veces porque aquella madera antigua ya no encajaba bien y dejaba pasar un viento helador. Pintaron el cabecero de su cama de amarillo violento y llenaron la estantería que tenía encima de libros que fueron comprando y regalándose mutuamente. Ella necesitaba subirse encima del cabecero para alcanzar el último hueco, allí solo guardaba libros que ya había leído pero por alguna razón siempre parecía tener motivo para trepar a buscarlos. Los techos altos era otra de las cosas que le encantaban de aquel piso, tumbarse en la cama y ver el techo tan lejos, dejándola espacio para pensar sin interrumpirla, espacio para mirar sin tropezar. Le gustaba el tono de luz que con las cortinas, también amarillas, se filtraba en la habitación cuando estaban en la cama. Lo hacía todo fácil. 
El pasillo era largo y atravesaba la casa haciendo medianera con los inquilinos de la derecha, marcaba el límite de su espacio y terminaba en un salón también  grande y gris, con una viga metálica atravesándolo por la mitad, como si estuviera ensartado. Aquel pilar metálico parecía ser lo único que lo mantenía unido con el resto del edificio. A veces pensaba que podría hacerlo girar sobre esa viga y desplazarlo hacia fuera, sobrevolando el enorme patio de manzana al que se asomaban las ventanas del salón. 
Al fondo estaban el baño y la cocina. El suelo resplandecía con baldosas de un color rojo brillante contra el que chocaban los baldosines negros del baño y los blancos de la cocina. Todo tenía enormes ventanas al patio. 
Cuando desayunaba de pie, su tazón de cereales y su café con leche, antes de irse a trabajar veía la vida empezar en ese patio: los coches llegando al taller, las luces de las oficinas en el edificio lejano que ocupaba la otra punta del patio y las cuerdas de la ropa de tender ocupándose y desocupándose. 
En aquel patio había una academia de baile de salón. Cada mañana pensaba que debería fijarse por la noche, cuando estuviera preparando la cena, para ver qué tipo de gente acudía a ella.  Se acordó de aquella academia once años después, mirando su casa desde la calle, una noche cualquiera en la que volvió a pasar por delante y pensó en Hopper.   
Nunca vio a nadie entrar en aquella academia.

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