Revista Cultura y Ocio

Una cena inesperada – @Demenziado

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Tato siempre fue el más activo de todos, de hecho, en la tripita de mamá ya demostró sus dotes innatas para la gimnasia: daba patadas por los tres, hacía el pino y saltaba a la comba con el cordón umbilical. Al principio había espacio de sobra para sus cabriolas y no resultaba demasiado molesto, pero según fuimos creciendo y el espacio se volvió más reducido, la cosa se hizo más complicada. Teníamos las piernas llenas de moratones y debíamos movernos continuamente para evitar las caídas de Tato cuando hacía mal sus ejercicios. Creo que a mamá le molestaba tanto como a nosotros, porque cuando papá le preguntaba si “el del medio” seguía dando patadas, suspiraba muy hondo y el corazón le latía más rápido de lo habitual. Cuando papá le decía que tendrían que llamarlo Ronaldo y apuntarlo en la escuela de fútbol, mamá se ponía a llorar mimosa y no paraba hasta que papá no la abrazaba y la llamaba “tontita”, “gordita mía” o bien le decía que aún estaba muy guapa y que la quería muchísimo.

El colmo fue cuando a Tato le dio por perfeccionar su técnica de hacer el pino allá por el noveno mes de embarazo. Se empeñó en hacerlo con una sola mano y acabó cargándose aquella especie de bolsa tan cómoda en la que estábamos. Encima se derramó todo el líquido amniótico… ¡con lo calentito que se estaba en la tripita de mamá!. Afortunadamente encontramos una salida a tiempo que, aunque era un poco estrecha, nos permitió alcanzar el exterior.

Siempre he pensado que a mamá le sentó muy mal que rompiéramos la dichosa bolsa, porque no paró de gritar hasta que salimos y luego un señor con bata verde nos pegó repedidas veces en el culete hasta que empezamos a llorar. Tato se hizo el fuerte y aguantó los golpes como un campeón, hasta que otro señor muy feo con bata blanca lo miró muy de cerca con su cara de perro, unas antenas en las orejas y el bigote más peludo del mundo. Tato se asustó tanto que se la cara se le puso de todos los colores del arco iris, antes de empezar a berrear con todas sus fuerzas. Papá también debió asustarse con la cara de aquel señor porque le dio por llorar como a nosotros y no hacía más que darle besitos a mamá.

Creo recordar que ese fue el primer castigo que nos ganamos por culpa del trasto de Tato. Al contrario que Tato, Toto era el más tranquilo de los tres y también el más listo. Mientras Tato hacía sus ejercicios matutinos, pegaba bien la oreja a la barriguita de mamá para escuchar las cosas que decían los mayores. Así aprendió los ríos de Europa, los colores del arco iris, las alineaciones del Atleti, los ingredientes de una ensalada y a decir hola en inglés. ¿Era “jelou” o era “gudbai”?, bueno eso ahora da igual, el caso es que desde que oyó hablar a papá por primera vez de un tal Kasparov y de lo bien que éste lo pasaba con una máquina ajedrecista, no pensaba más que en salir de la tripa de mamá para aprender a jugar a aquel juego. Por eso creo incluso que se alegró cuando Tato echó a perder la bolsa con sus ejercicios. Era la excusa perfecta para salir al exterior y aprender de una vez por todas las reglas del ajedrez, ese juego del que hablaba maravillas papá.

Recuerdo que Toto y yo aprendimos a gatear casi a un tiempo. Por ese entonces ya Tato sabía dar pasitos y hacer la voltereta. Lo cierto es que se estaba muy cómodo en la cuna o sentado en el sillón viendo los dibujos animados, pero aquello no satisfacía las ansias de sabiduría de Toto y a mí, el más expedicionario del grupo, me aburría un poco aquella rutina. Nuestra primera incursión la hicimos un día que mamá nos dejó sentados en el sillón frente a la tele. Se distrajo leyendo las revistas del corazón, y Toto y yo aprovechamos para escurrirnos al suelo y gatear hasta el periódico. Cuando mamá se dio cuenta llamó a papá y a los abuelos y los tíos, que vivían en el piso de arriba, para que viesen aquello. Toto se había interesado por las páginas de crucigramas, concretamente con los jeroglíficos. Yo, mientras, me entretenía rompiendo las hojas que a Toto no le interesaban. Nos sacaron fotos a los dos juntos, porque Tato, hiperactivo desde el embarazo, se había quedado por primera vez dormido en el sillón. Desde aquel momento, las incursiones hasta el revistero se repitieron cada mañana para desgracia de papá… Mis páginas preferidas para trocear eran las de deportes.

Aquella tarde marcaría para siempre el rumbo de nuestras vidas: Toto, el egiptólogo de la familia, descifró con facilidad el jeroglífico; Tato, el futuro campeón de gimnasia, bajó del sillón con un salto espectacular; y yo afronté con decisión mi primer caso como detective privado: “La desaparición del frasco de los Chupetes”.

Como dicen siempre los abuelos a los papás primerizos, lo mejor para que los bebés no se aficionen a chucherías es no dárselas a conocer hasta que crecen… Pero aunque los papás acepten el consejo y lo lleven a la práctica, siempre hay algo con lo que no cuentan: Las eterna “Vecina del Tercero”. La nuestra era una de esas marujas encantadoras de redecilla y rulos, vestido de flores y delantal blanco. Esa misma tarde se acercó a hacer una visita a los “chiquitines” del cuarto, con la mercancía prohibida camuflada en uno de sus bolsillos. Tres chupetes con sabor a cola que al primer despiste de nuestros padres acabaron en nuestras bocas. Con el primer chupetón, los tranquilos bebés sufrimos una transformación irreversible: Habíamos conocido el fruto prohibido, el terror de las familias numerosas: las chucherías.

Nuestra mirada inocente no volvería a ser la misma desde entonces…

La vida de nuestros padres también cambió radicalmente. Tres chupetes marcaban un antes y un después, una línea divisoria entre las tardes de tranquila siesta y las de llanto, pataleos y visitas desesperadas de papá al quiosco de la esquina.

Lo primero que aprende un niño es que por alguna extraña razón, el llanto consigue obrar maravillas. ¿Que no me quieren dar un chicle?, venga a llorar; ¿que no nos compran nada en el hipermercado?, venga a llorar, ¿que estoy aburrido y no sé qué hacer?, pues venga a llorar. Cuando uno es hijo único tiene poco que hacer con las lágrimas, cuando son dos los caprichosos, el llanto en estéreo puede obrar maravillas, ahora bien, cuando son tres los interesados, el “Dolby Sourround” de los lloros se vuelve irresistible.

A esta técnica recurríamos nosotros cada vez que queríamos un chupete como aquellos tan ricos de nuestra simpática vecina. A la primera mueca que hiciera presagiar un concierto por nuestra parte, ya teníamos a mamá recurriendo al frasco de los chupetes. Un frasco de cristal, transparente, lleno de chupetes de todos los colores y sabores, cuya mera observación ponía nuestras glándulas salivales a trabajar. Un frasco de cristal fruto de veneración para nosotros, que un día, sin más, desapareció de la cocina.

Lo malo de ser un bebé es que no puedes ir solo a ninguna parte, por dos poderosas razones: La primera, es que tus papás no te dejan ni a sol ni a sombra; y la segunda, es que aunque les hayas dado esquinazo, las casas están llenas de obstáculos infranqueables. Por fortuna hay días en que se olvidan puertas abiertas y puedes aprovechar para ir explorando sigilosamente la casa, hasta que algún adulto te encuentra y te coge en brazos. Precisamente, gracias a mis incursiones clandestinas en la jungla hogareña, la agilidad de Tato para superar las barreras físicas más inverosímiles y la ayuda intelectual de Toto, puede confeccionar a los pocos meses de empezar a gatear un mapa bastante detallado de toda la casa ―que Toto, por supuesto, se encargó de dibujar en su inseparable libreta de rayones―.

Solamente una zona se había resistido a mis planes de asalto, una única habitación clavada como una espina en mi orgullo de explorador precoz, un solo obstáculo que evidenciaba mis limitaciones como bebé. Por eso cuando desapareció el frasco de los chupetes, mi lógica infantil me dijo que éste sólo podía estar en “el cuarto de los trastos”. El trastero, como lo llamaba mamá, pese a ser la habitación más pequeña de toda la casa, daba cabida a toda clase de objetos. Según Toto, que sabía mucho porque todas las mañanas leía el suplemento cultural del periódico de papá, el trastero no podía ser otra cosa que un agujero negro como los que había en el espacio. Había leído tiempo atrás un artículo relativo a los últimos avances en la investigación de los agujeros negros y tanto le cautivó el tema que todo lo relacionaba con aquel extraño fenómeno. Un día, incluso, lo descubrió mamá tirando la chupa repetidas veces en un caldero porque se le había metido en la cabeza que era un agujero negro y por eso tenía que tragársela. No hubo manera de hacerle ver que el agujero era negro porque mamá había quemado las judías la semana anterior. Su conclusión era que el agujero negro no se había tragado la chupa porque era demasiado pequeño y que había que buscar uno mayor.

Debo admitir que cuando Toto me explicó su teoría de que el trastero era un agujero negro de grandes dimensiones no le di demasiado crédito,  de hecho, durante un tiempo me burlé abiertamente de él, pero después de varios días de atenta vigilancia comencé a darme cuenta de que el intelectual de la familia sabía muy bien lo que decía. El trastero se había tragado en menos de una semana la bicicleta vieja de papá, la tabla de planchar,  un carrito lleno de compra, seis pares de zapatos, cuatro cajas de juguetes para bebés, toda nuestra ropa, tres paquetes de pañales, dos cañas de pescar, diecisiete anzuelos, un cuadro de la abuela, unas botas azules, un cubo agujereado, una docena de archivadores, una lavadora nueva, y una colección de discos de Julio Iglesias. Todo ello descontando un congelador que el agujero negro debió escupir cuando dormíamos, porque fue a parar a un rincón de la cocina. ¡Menudo apetito tenían los agujeros negros!.

Lo único que no se comía el trastero era a las personas, porque mamá y papá entraban y salían de allí varias veces al día. La hipótesis de Toto era que no soltaban la manivela de la puerta, y que por eso no se los tragaba. Pero se ve que papá olvidó eso de agarrarse bien fuerte a la puerta para no caerse en el agujero, porque un día salió cojeando del trastero, echando pestes de las bombillas y maldiciendo a las instalaciones eléctricas. Al día siguiente vino a visitarnos un señor con barba vestido con un mono azul, que después de estar un buen rato en el trastero salió muy contento diciendo que todo funcionaba “a la perfección”. Imagino que a papá no le pareció tan perfecto, porque estuvo toda la tarde malhumorado y hablando mal de los electricistas, especialmente de los que atracaban a mano armada a los padres de familia numerosa, o algo así.

Le pregunté a Toto, sinceramente intrigado, que por qué salía ahora luz del agujero negro, si se suponía que los agujeros negros tenían que ser bien negros. Pero no sólo no me contestó, sino que se puso de tan mal humor como papá y se pasó el resto de la tarde con el ceño fruncido haciendo extraños palotes en su libreta. Por la noche, justo después del baño y mientras nos preparaban el biberón, aprovechando que nos habían dejado en el sillón, Toto sacó su libreta del pañal y nos hizo señas para que nos acercásemos. Había ideado un complejo plan para fugarnos de la cuna y averiguar de una vez por todas qué secreto escondía el cuarto de los trastos.

Como formaba parte del plan, esa noche apuramos hasta la última gota del biberón sin rechistar y, en contra de lo habitual, no nos peleamos en el sillón, ni nos tiramos del pelo. Antes de que mamá terminara de limpiar la cocina, ya estábamos durmiendo como angelitos. Precisamente eso: “angelitos” ―suspiro incluido―, fue lo que dijo mamá cuando nos vio a los tres tumbados en el sillón, fingiendo dormir a pierna suelta.

Como siempre, Tato estuvo a punto de estropearlo todo porque se puso a roncar como un hipopótamo. Sólo cuando lo pellizqué en una pierna para avisarle y me respondió, ligeramente sobresaltado, con un puntapié, advertí que se había dormido de verdad. Aguanté la patada con estoicismo, sin derramar una lágrima y pronto papá nos acostó uno a uno en la cuna. “Angelitos”, repitió ―suspiro incluido―, y se fue a la sala a ver una película en la tele con mamá. Los angelitos fingimos durante un cuarto de hora más y acto seguido nos dispusimos a ejecutar el plan de Toto. El primero en salir de la cuna fue Tato, que saltó la reja con gran agilidad, igual que había visto hacer por la televisión a los campeones olímpicos. Su ayuda fue decisiva para que Toto y yo, algo más entrados en carnes, pudiéramos escurrirnos por los pies de la cuna hasta el suelo.

La luz del pasillo estaba apagada, así que no tuvimos problemas para gatear sin ser vistos hasta la puerta de la sala. Allí comenzaba lo verdaderamente arriesgado de nuestra misión: pasar por detrás del sillón donde estaban recostados papá y mamá, gatear hasta la mesa del comedor, escurrirnos por debajo de las sillas y salir nuevamente al pasillo, justo enfrente del trastero. Si acaso nos descubrían o la puerta del comedor estaba cerrada, nuestra fuga habría sido un fracaso y en el futuro difícilmente podríamos volver a repetirla. Pero si alcanzábamos nuestra meta, todos nuestros desvelos se verían recompensados y por fin descubriríamos qué se escondía detrás de la puerta del trastero: ¿Sería el frasco de los chupetes?, ¿un terrible agujero negro dispuesto a engullirnos?, ¿o acaso sería una simple habitación como las demás?.

Cuando llegamos ilesos al trastero, aún teníamos estas preguntas en mente, y algunas otras que se nos acababan de ocurrir por el camino: ¿Por qué papá y mamá estaban acostados en el sillón?, ¿por qué aquellas risitas histéricas de mamá?, ¿por qué se quitaron la ropa y subieron ligeramente el volumen de la tele?, y sobre todo, ¿por qué el malo de la película esperó más de diez minutos para matar al bueno?, ¿acaso era tonto?, ¿no sabía que los amigos del bueno de la película estaban a punto de llegar?, ¿qué podían pillarle con las manos en la masa y darle una buena paliza?… Desde luego, a los mayores y los malos de las películas no hay quien los entienda.

Los espavientos de Toto me hicieron dejar temporalmente de lado mis dudas existenciales, para así poder centrarme nuevamente en la misión. Con la oscuridad reinante en el pasillo no había reparado en un detalle de suma importancia: alguien había olvidado la puerta del trastero abierta. Sentí un escalofrío desde la coronilla hasta la punta de los pies. Mi mente detectivesca se preparaba para entrar en acción. Como Tato y Toto no se decidían a entrar, temerosos de que el agujero negro se los tragara enteritos y sin masticar, asumí el mando de la misión y me dispuse a entrar de una vez por todas en el trastero.

El ansiado secreto estaba por fin al alcance de nuestra mano. Me acerqué gateando sigilosamente a la puerta y empujé hacia adentro con suavidad. Las bisagras chirriaron y los pelos se me pusieron de punta. Pedí silencio a todos y aguardamos expectantes a ver qué sucedía en la sala. Escuchamos algo parecido a unos gemidos apagados, ruido de muelles y los anuncios de la tele. Respiramos aliviados porque nadie nos había escuchado.

Entramos un poco temblorosos en el trastero, esperando ver la boca enorme de un agujero negro devorador de bebés, pero sólo encontramos un montón de trastos apilados sin demasiado orden. Había un ventanillo por el que entraba una luz tenue, más que suficiente para ver lo que nos rodeaba. Pese a todo, Tato se dio un golpe en la cabeza contra una caja.

Más tranquilo, me adentré con confianza en el trastero a fin de reconocer el terreno. Tato se había quedado atrás rascándose el chichón y observando cómo Toto, con una voluntad inquebrantable rayana a la cabezonería, buscaba debajo de los zapatos viejos el dichoso agujero negro. Justo en ese momento pude verlo en la primera repisa de la despensa, semioculto detrás de las botellas de refresco y las latas de conservas, justo enfrente de nosotros. Hice un gesto para llamar la atención de mis hermanos, que se acercaron hasta donde yo estaba. Sentados en el suelo, con el culito protegido del frío pavimento gracias al pañal, nos quedamos largo tiempo mirando absortos aquel objeto transparente, fruto de veneración para nosotros: habíamos encontrado el frasco de los chupetes.

Tato fue el encargado de encaramarse a la despensa y hacerse con el botín, siguiendo al pie de la letra las indicaciones de Toto para abrir el frasco sin romperlo. Cuando regresó con los chupetes los repartimos a partes iguales y los guardamos en el pañal. El camino de vuelta, pese a la euforia, se nos hizo mucho más largo. Papá y mamá habían apagado la tele y aunque seguían acostados en el sillón, cualquier ruido podía delatar nuestra presencia. A pesar de todo, nuestra incursión nocturna terminó en un rotundo éxito y cuando mamá se acercó a darnos el beso de buenas noches, ya estábamos durmiendo en la cuna a pierna suelta. Demasiadas emociones para una sola noche.

Me habría gustado permanecer despierto para ver la cara de mamá al descubrir nuestras manos repletas de aquella inesperada cena, pero ningún bebé es perfecto, por muy aventurero que éste sea.

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