Revista En Femenino

Una de miedo (por Isa)

Publicado el 29 octubre 2015 por Imperfectas
Una de miedo (por Isa)
El día había transcurrido con normalidad en el pueblo. A principios de septiembre ya empezaba a notarse el descenso de las temperaturas y los días eran cada vez más cortos. Como cada domingo, el mercado ambulante había ocupado la plaza central de Valdencina, y el suelo estaba lleno de desperdicios de verduras y de animales, que tras toda la jornada al sol impregnaban el aire de un tufo dulzón.
Mi tía María se afanaba en barrer las mondas de frutas y los restos de comida adheridos al suelo de piedra, mientras Fermín, el sacristán nuevo, arrojaba serrín para facilitar su tarea. Faltaba poco para las ocho de la tarde y tenían que dejar limpia la plaza para montar el cine de verano, la última sesión de la temporada. El alcalde, aficionado a las películas del oeste, había cedido y esta vez pondrían una de miedo, que eran mis favoritas.
Una gran tela blanca, hecha con retales de sábanas cubría la fachada del ayuntamiento, y desde el campanario de la iglesia, que estaba justo en frente, Fermín preparaba el proyector con los rollos de celuloide ordenados y numerados.
Poco a poco, los vecinos fueron apareciendo en la plaza con sus sillas. La primera fue Altagracia, la viuda del quiosquero, que además llevaba una mesita desde donde despachaba los cucuruchos de pipas de calabaza saladas y las almendras garrapiñadas. A mi hermano Pablo le gustaban las almendras y yo prefería las pipas, pero la tía María solo nos daba una moneda, así que habíamos llegado a un acuerdo con la viuda y nos rellenaba el cucurucho de una mezcla de las dos cosas.
Nosotros nos sentábamos delante, en el suelo, con el resto de los niños. Justo detrás de nosotros se sentaban los adultos, por edad, los viejos delante y los jóvenes detrás.
Casi todo el pueblo se concentraba en la plaza para el cine, salvo mi tío Emilio. Él permanecía solo, fiel a su barra, y embriagaba el domingo de vino en la taberna, hasta que los hombres se iban a fumar y a despedir con alcohol la semana tras la película. Su mujer, mi tía María, en cambio, no se perdía una. Desde que Fermín había llegado al pueblo con su proyector y su aspecto de joven poeta, todos los domingos de buen tiempo le ayudaba en su tarea y le llevaba limonada al campanario para aliviar el calor.
Aquella noche, cuando ya estábamos sentados y callados, con el crujir de las pipas como única banda sonora, la película empezó. Era de vampiros. La música envolvía el ambiente, y subía de intensidad cada vez que Drácula se cobraba una víctima. De repente, un relámpago nos iluminó desde el cielo y un trueno seguido de un alarido de mujer retumbó en la plaza. La tormenta era inminente, y tanto que lo fue. Un diluvio abrumador nos empapó de pronto y todos tuvimos que correr a refugiarnos a la taberna del tío Emilio. Nos extrañó que él no estuviera allí, pero algunos aprovecharon para arramplar con el vino y el aguardiente para templar el cuerpo remojándolo también por dentro.
Los niños fuimos los primeros en salir de la taberna atestada cuando cesó la lluvia, al cabo de algo menos de una hora, aunque yo tenía la sensación de que llevaba allí dentro mucho tiempo. La calle se había convertido en un caudaloso río en el que refrescarnos tras el bochorno sufrido en el cubículo del bar. Mi hermano fue el primero en ver que su camisa estaba roja. El agua manchaba. Seguimos el curso del río que había formado la lluvia. Corrimos hacia la plaza de donde manaba ese manantial rosado. Un reguero de sangre brotaba del ventanuco del campanario.

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