Revista Diario

Una de últimas noches (1)

Por Tiburciosamsa

Un clásico en Asia para becarios o gente que ha ido a trabajar a un lugar por unos meses es el de la última noche. De pronto uno descubre que ya sólo le quedan unas pocas horas en ese lugar tan exótico donde en unos pocos meses parece que hubiera vivido toda una vida. El tiempo se acaba y asustan las cosas que quedan por hacer. Por algún extraño motivo, la mayor parte de esas cosas que quedan por hacer tienen que ver con el sexo.

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Si el becario Manuel hubiera sido más rarito, lo habrían catalogado como especie aparte de la humana. Siempre andaba con secretismo y misterio. Si se hubiera encontrado en una escalera con un gallego, le habría dejado desconcertado, porque decidir si Manuel subía o bajaba la escalera era la menor de las cuestiones.

A Manuel le gustaban la papiroflexia (arte que no se explicaba porqué no suscitaba el furor de las multitudes), el bacalao al pilpil que le hacía su abuela (era entrar en un restaurante, que le trajeran la comida,- lo que fuera-, y empezar a añorar el bacalao al pilpil de su abuela) y las filipinas, único de sus gustos que compartíamos los demás. Lamentablemente, mientras que a Manuel le encantaban las filipinas, a las filipinas no les encantaba Manuel. Puede que fuera por las pecas, o porque tenía una mano tonta que, después de la tercera cerveza, se iba al primer culo que encontraba, o puede que fuera porque sólo sabía hablar de papiroflexia y del bacalao al pilpil de su abuela.

Manuel compensaba su falta de éxito como galán con una abundancia de pesos filipinos. Las chicas que no se ligaba por las buenas en las discotecas, se las mercaba en el L.A. Café. Le gustaba venir con ellas colgadas del brazo a las fiestas y mirarnos con lo que él se creía que eran ojos pícaros, como diciéndonos: “¿Habéis visto el pibón que me he ligado?”Para su desgracia, siempre se buscaba a los mayores putones, a las que todos los demás nos habíamos llevado alguna noche que estábamos demasiado bebidos, demasiado calientes, o ambas cosas. Por crueldad, nos inventamos un juego: a ver quién le hacía la contraoferta más interesante a la acompañante de Manuel y se la levantaba. Como Manuel era muy agarrado, no era difícil superar su oferta y así fueron bastantes las ocasiones en las que entró muy bien acompañado en una fiesta y salió solo, furioso y bebido.

La última noche de Manuel en Manila fuimos a cenar a “La Tienda” y luego fuimos al Café Havana de Greenbelt. Venía con nosotros Lina, una filipina gordita y poco agraciada, que trabajaba de gerente en uno de nuestros restaurantes favoritos. Lina reemplazaba la belleza que no tenía con un gran corazón y mucho sentido del humor.

Hubo un momento de la noche en el que estábamos sentados en un par de mesas del Havana. Nos habíamos enfrascado en qué equipo el mejor, si el Barcelona o el Real Madrid. Sólo Manuel y Lina no participaban en la conversación. Entre los dos se traían un conciliábulo de lo más interesante.

De pronto, una sonora carcajada de Lina hizo que girásemos la cabeza. “¿Sabéis lo que me ha dicho Manuel?” Manuel se había hecho un ovillo y se había puesto todo rojo. “Que ya que es nuestra última noche, nuestra última oportunidad, porqué no nos vamos a mi casa a echar un polvo.” Las risas fueron tantas, que Manuel aún debía tenerlas en los oídos cuando despegó el avión cuatro horas después.

Más tarde le pregunté a Lina: “¿En algún momento se te pasó por la cabeza aceptar la proposición de Manuel?”

Lina me dijo: “Mira, con mi físico, las proposiciones no me llueven y todas son bienvenidas. Pero me molestó que un tipo que nunca me había hecho caso, me viniese con el rollo de la última oportunidad. Manuel no me parecía feo y si se lo hubiese montado de otra manera, le habría dicho que sí. Y, ¿sabes?, las risas que nos echamos me compensaron por el polvo que no tuve.”

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Roberto era muy buena persona, lo que se puede entender como que tenía un gran corazón o como que era memo. Había venido a Manila con una beca de un año de duración y desde el primer día dejó claro que tenía novia en España, le iba a guardar la ausencia y no pensaba dedicarse a las marranadas que solían dedicarse los demás becarios. Todos pensamos que le duraría lo que tardase una filipina melosa en acercársele, pero fueron pasando los meses y Roberto se resistía como un titán. Ni Jun, el contable de la oficina, un mestizo divorciado y pasado de rosca, que tenía como pasatiempo malear a los becarios, pudo con él. “No me lo puedo creer. Ni aquel becario de Burgos que era numerario del Opus Dei me costó tanto como éste.”

Uno de sus últimos días en Manila habló con su novia española. Le dijo lo muchísimo que la había echado de menos. Ella también le había echado muchísimo de menos. Había sufrido tanto por la separación que había tenido que buscar consuelo en los amorosos brazos del mejor amigo de Roberto. Terminó diciéndole que le deseaba lo mejor y que esperaba que encontrase una buena filipina que se lo mereciese, porque era un hombre estupendo y la chica que estuviese con él sería afortunadísima. “Si soy tan estupendo, ¿por qué me dejas?”, musitó, pero la otra ya había colgado.


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