Revista Cine

Una despedida elegante: Pasaje a la India (A Passage to India, David Lean, 1984)

Publicado el 07 noviembre 2016 por 39escalones

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En el cine, como en cualquier otro aspecto de la vida, la injusticia campa a sus anchas. Solo así es posible que el maestro David Lean permaneciera prácticamente tres lustros apartado de las pantallas, precisamente en un momento, finales de los setenta y principios de los ochenta, en que el cine comercial se infantilizaba a marchas forzadas rebozándose en el fenómeno del blockbuster y los grandes genios de antaño que todavía estaban en edad de rodar películas (Billy Wilder, Josep L. Mankiewicz o el mismo Lean), prematuramente amortizados por unas modas y unos gustos en los que ya no parecían encajar, disfrutaban de largos periodos de jubilación de veinte años o más. Después de la mala acogida a su anterior y ya lejana película, La hija de Ryan (Ryan’s daughter, 1970), David Lean tardó lo suyo en poner en pie un nuevo proyecto, que a la postre sería el último, pero que brilla a la altura de sus capacidades como cineasta.

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El visionado de Pasaje a la India evoca de inmediato tres palabras: elegancia, sensibilidad y belleza. Como en sus más reputadas producciones, la maestría de Lean se asienta sobre una mezcla de objetivos y distancias: al mismo tiempo que busca obsesivamente bellos encuadres para la construcción de majestuosos planos generales, conserva una minuciosa atención por el detalle, por la perfección de decorados y estancias, por la adecuada colocación y la atribución de un significado simbólico a los objetos, por las prendas del vestuario, y, especialmente, por los rostros y la pertinente plasmación de las emociones de sus personajes expresada de manera no verbal o con la menor cantidad de palabras posible. A ello no es ajeno que en esta película, al contrario que en sus más reconocidas superproducciones, Lean abandonara su querido Cinemascope. El paisaje, el entorno, la minúscula importancia del ser humano y de sus presuntos grandes conflictos en comparación con la colosal magnificencia de la naturaleza quedan en esta ocasión por debajo del auténtico motor de la película, las ideas, siempre presentes en el cine de Lean pero continuamente subordinadas al inmenso poder de la imagen. En Pasaje a la India, sin embargo, sucede justo al revés, y es la imagen la que sustenta formalmente un concepto previo que domina la película de principio a fin: el conflicto cultural y racial y la lucha de clases generada por el sistema colonial. David Lean cede en su planteamiento de cine-espectáculo para construir una película pequeña, minimalista, por más que los exteriores y el grandioso trabajo de dirección artística conserven el estilo que encumbró al cineasta británico.

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Basada libremente en la novela de E. M. Forster, por más que Lean economice eliminando algunas de las perspectivas del texto y con ello termine por limar algunas de las motivaciones íntimas de sus personajes, la historia gira en una doble vertiente: al mismo tiempo que parece bendecir el final del sistema colonial británico, con una buena dosis de inquina y mordacidad dedicada a quienes lo sustentaron y mantuvieron, se erige en una película de misterios e investigación, e incluso brevemente coquetea con el drama judicial. Todo ello acompañado, desde luego, por la mirada de Lean a la India, ese país que no es ni esa Gran Bretaña reducida que los blancos edificaron a su medida en las exclusivas zonas ocupadas (y excluyentes de la población nativa que no perteneciera al servicio) ni el parque temático de exotismos que muchos viajeros esperan encontrar en ella. La puerta a la entrada de la historia es precisamente el deseo de la señorita Quested (Judy Davis) por descubrir la auténtica India en el viaje que realiza junto a su suegra (Peggy Ashcroft) para contraer matrimonio con su prometido, un magistrado destinado en Chandrapore. Estas múltiples visiones y actitudes de los británicos hacia la India se dividen entre los distintos personajes: mientras Mrs. Moore, la suegra, asiste alegre y libre de prejuicios al descubrimiento de un mundo ignorado por ella, deseosa de aprender y satisfacer su curiosidad, de introducirse en la auténtica vida india asumiendo hasta donde puede las costumbres y las formas de pensar y de sentir de la población autóctona, Fielding (James Fox), el bienintencionado gran señor blanco, expresa de manera mucho más horizontal el tema de fondo de la película, la pervivencia del sistema colonial y la idea (para los blancos) de una tutela amable de un pueblo inferior. Desde luego, la gran paradoja se da en el personaje de Davis: aunque no puede dudarse de la sinceridad de sus intenciones cuando manifiesta su voluntad y su deseo de conocer la “auténtica” india, es decir, la realidad del país alejada de la imagen que los británicos hacen de ella a imagen y semejanza de la metrópoli y de una panoplia de exotismos, no es menos cierto que es justamente la entrada en relaciones con verdaderos indios como el doctor Aziz (Victor Banerjee) lo que siembra en ella la suspicacia, una íntima y repentina aversión hacia los nativos a los que poco antes buscaba con una curiosidad casi científica.

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Por el contrario, en los personajes indios de mayor peso en la película, Lean vuelca dos formas de ver puramente británicas. Mientras el gurú Godbole que interpreta Alec Guinness personaliza el exotismo y la presunta espiritualidad del país, algo descafeinada dado el sorprendente papel cómico que Lean le reserva, el doctor Aziz de Barnejee expresa en la evolución de su personaje dos sentimientos presentes en India en relación a la ocupación británica: incialmente servil de una manera inconsciente, crecido y criado en esa superioridad europea que él da por supuesta de hecho, sin cuestionársela ni analizar qué pueda haber en ella de discurso interesadamente inducido para mantener con mano férrea al país dentro del imperio, pasa, después del suceso que implica el giro central del guión, a abrazar la causa independentista, a rechazar la amistad, la admiración, el sincero afecto con que había obsequiado a los personajes ingleses con los que había tenido un contacto más íntimo. Que el episodio capital para esta metamorfosis, como le ocurre a la señorita Quested de Judy Davis, sea la presunta violación que ha tenido lugar en la visita a las cuevas de Marabar, supone una acertada metáfora, aunque termine por resultar falsa, de lo que implicaba la relación colonial entre Londres y la India, así como un afortunado hallazgo de guión para la polarización de los sentimientos de la ingenua visitante y del súbdito indio súbitamente consciente de su condición de siervo amable y acomodado.

Con todo, es la visión crítica del fenómeno colonial, la desigualdad racial y de clases que provoca, la que triunfa en el filme, especialmente cuando los personajes no hablan. Son varios, a veces incluso cómicos, los momentos en los que la población nativa, incluidos aquellos que sirven en los clubes de oficiales o en los casinos de los blancos pudientes, resulta invisible para sus colonizadores, o es descartada después de un desdeñoso vistazo por damas de alto copete u oficiales u hombres de negocios que hacen el caldo gordo en el país. La película oscila así entre la presentación del fenómeno colonial como expresión de una idea de superioridad racial y la idea, algo más amable pero en el fondo igual de perniciosa, de cierta contemplación condescendiente de los indios por aquellos ocupantes que los tratan con mayor familiaridad y cercanía. Estas dos visiones confluyen en la escena del juicio, que desemboca por tanto en una sátira del colonialismo, en la que un juez nativo administra la justicia del imperio, acusa a un compatriota a causa de la denuncia de una mujer blanca que es la que termina por reconocer sus mentiras y declarar la verdad.

La última película de David Lean conserva así todo su meticuloso cuidado por el diseño de una película grande y hermosa, pero el caudal de ideas que la recorre es tal vez el más rico y complejo de todas sus grandes producciones. Para el espectador, además de mantenerle en una continua ambivalencia, deseable en estos tiempos de cine de buenos y malos, de valores y principios políticamente correctos destinados a una audiencia contentadiza, supone un tesoro de belleza, poesía y elegancia. Las imágenes de las aguas de los anchos ríos indios o de las cumbres de Marabar resultan tan inolvidables como la enérgica partitura de Maurice Jarre, que contrasta con la delicadeza y la placidez de esta bellísima película.


Una despedida elegante: Pasaje a la India (A Passage to India, David Lean, 1984)


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