Revista Salud y Bienestar

"Una esperanza de vida" de Ramón L. Morales CAPÍTULO 33

Por Ana46 @AnaHid46


En la noche anterior de la operación, estando a media luz en el cuarto, recé y dejé todo a la voluntad de Dios.
“Señor, te pido que todo salga bien, que mi papá y yo despertemos de la cirugía sin complicaciones, que nada malo suceda. Pero, Señor, si dispones de otra cosa, dame las fuerzas de aceptarlo y de seguir adelante... o de que los demás acepten tu voluntad.”

Miré a través de la ventana; la noche estaba tranquila, brillante. Las estrellas titilaban a su propio ritmo. Dentro del hospital había poco ruido, poca actividad. La ciudad se mostraba palpitante y jubilosa. El cielo oscuro parecía envolverlo todo, como protegiendo cada edificio y casa del paisaje urbano. Las luces artificiales brillaban cortando la tranquilidad del nocturno silencio que nos envolvía.
“¡Qué serenidad se percibe! El cielo es hermoso, las estrellas son magnificas… mañana es el momento. ¿Hoy será mi última noche?, ¿tendré la oportunidad de ver el amanecer un día después?, ¿de poder pensar en un futuro?, ¿de poder sentir el calor del sol en mi cuerpo? —suspiré profundamente—. La respuesta es muy sencilla: no lo sé… no lo sé…”

Después de unos minutos me acosté y me dormí como hace mucho no lo había hecho, con una tranquilidad y una paz enormes. Siempre pensé que cuando se llegara esa noche no dormiría, pero no fue así. En cuanto cerré los ojos comencé a soñar, no recuerdo qué, pero sí que descansé como si nada sucediera a mí alrededor. El sol ya iluminaba por completo cuando me despertaron los ruidos de varios hombres. Subieron a mi padre a una camilla y se lo llevaron.
—Ahorita venimos por ti.
Dijo una enfermera y después salieron de la habitación. Me quedé solo por unos minutos. Sentía la fuerza con la que latía mi corazón, parecía querer romper la envoltura que era mi pecho y salir corriendo.
“Ahora sí va la buena. ¿Qué se sentirá cuando te ponen la careta para dormirte?, ¿se soñara? A lo mejor ni me hace la anestesia por los nervios, ¿qué se sentirá ir contando hasta diez y que te vayas desvaneciendo? A lo mejor se siente como si anduvieras medio borracho. Casi sería mejor que me dijeran: tomate estos tres litros de tequila y luego te acuestas en la plancha de operaciones.”

Especulaba mientras miraba a la puerta de ingreso.
Momentos después volvieron a entrar unos enfermeros y me subieron a la camilla, me cubrieron con una manta de pies a cabeza y comenzamos a andar.
No supe que camino tomamos, no recuerdo si subimos o bajamos, sólo que mi vista estaba fija en la manta azul que me envolvía.
Al llegar al quirófano me descubrieron y pude ver, aunque por pocos segundos, como era el lugar: muy limpio y blanco, casi impecable, con un par de lámparas reflectoras y, alrededor de mí, varias personas cubiertas ya de la cara, listos a hacer su trabajo.
—Por allá esta tu papá, ha estado muy tranquilo, ¿lo puedes ver?
Me dijo un doctor o enfermero señalando hacia mi derecha, a través de un ventanal de cristal, que hacía las veces de puerta que mantenía separados, a la vez que comunicados, los dos quirófanos, al voltear vi a mi padre acostado sobre su costado derecho dándome la espalda.
“Híjole, se le ven las nachas. Ahora sé de donde heredé mis nalgas planas.”
—Recuéstate sobre tu izquierda y encórvate.
Ordenó la anestesióloga quien comenzó a colocar el bloqueo. Al ver lo que sucedería respiré profundo, sabía que no me iba a gustar lo que ella haría; me colocaría otra raquea. Nuevamente sentí calambres en las piernas, una vez más derramé algunas lágrimas, pero afortunadamente esta vez no fue tan difícil como cuando me colocaron el catéter de la diálisis.
Al terminar me dijo que me acostara bocarriba.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó una voz masculina.
—Bien.
A mi alrededor escuché pequeños golpes de metal contra metal y algunos murmullos. Vi máquinas y monitores encendidos, listos para ser usados. Sobre mí se encendió la lámpara, su sonido, como el vuelo de una abeja, me llenó los sentidos por un segundo. Desvié la vista para evitar el fuerte brillo que lograba cegarme.
— ¿Estás nervioso?
Asentí como respuesta.
—No te preocupes, todo va a salir bien.
—Sí —susurré
—Voltea la cara hacia arriba —Seguí la orden mientras los sonidos electrónicos de las máquinas continuaban, mientras los murmullos se extendían y los tintineos metálicos parecían no acabar—. Muy bien. Relájate. Cierra los ojos.
Obedecí. Percibí el resplandor de los reflectores a través de mis parpados. De pronto, toda esa cacofonía se volvió un silencio absoluto......
 …y la oscuridad me envolvió por completo.

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Próximamente: Capítulo 34
Ana Hidalgo


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