Revista Cultura y Ocio
Fotografía: Lee Jeffreis
Uno está hecho a sus manos, ni piensa en ellas, las usa tan sólo. La historia entera del mundo reside en el manejo que les hemos encomendado. Las del pasado eran manos fértiles, manos que explicaban en qué ocupaba el tiempo quien las hacía moverse, manos que decían más que las palabras, manos que rivalizaban con el rostro en expresar el duro o el placentero transcurrir de una vida. Siempre las manos que saludan o las que mesan una barba o se cierran para disimular o aliviar el dolor. También las del placer, las que viajan por el cuerpo de quienes amamos y buscan y escarban y hacen que gima o que se combe. Las manos que escriban el futuro serán manos más enjutas, tendrán dedos más filamentosos, dedos pensados para que percutan una tecla o para que rocen un icono en una pantalla. En ocasiones me fijo en las manos de los demás. En eso, en que lo ajeno recabe más atención que lo propio, se pierde un tiempo maravilloso que bien se podría emplear en actividades de más provecho. En todo caso hago que mi imaginación se descarríe y conjeturo con la posibilidad de que esas manos (o un rostro o la evidencia íntegra de un cuerpo) cuenten una historia, narren (a su modo) la rutina de su dueño, si pasea mucho o no lo hace en su absoluto, si se emplea con ternura en acariciar o si están tensas porque amagan un golpe continuamente o han sufrido indecibles avatares, penurias que no han sabido disimular y se escapan en las arrugas, en todos esos pliegues que parecen estar siempre a punto de desgajarse de la piel que los mantiene y caer dramática o patéticamente al suelo. El juego que practico es baladí, no exige un método científico, no aporta nada, quizá únicamente bosqueja una distracción para cuando acaba el lunes y tan sólo apetece sentarse frente al teclado y hacer que los dedos (filamentosos o anchos, largos o menguados) bailen sobre las teclas y suena la música de las palabras. Ese es uno de los juegos en los que más advierto el peso que están tomando mis vicios, la dependencia que me han impuesto. Al final siempre se acaba hablando de las mismas cosas.