Revista Cultura y Ocio

Una historia sencilla - Leila Guerriero

Publicado el 04 octubre 2022 por Elpajaroverde

Me imagino que pocos de vosotros sabréis situar la localidad de Laborde en un mapa. Supongo que la mayoría no tendréis ni idea de lo que es el malambo. Dudo mucho que a alguno de vosotros le digan algo nombres y apellidos como los de Gonzalo Molina, Sebastián Sayago o Rodolfo González Alcántara. Yo, por supuesto, declaro mi ignorancia al respecto hasta que leí el libro que os traigo hoy.

A Leila Guerriero, autora de dicho libro, le llama la atención un discreto artículo publicado en 2009 en un suplemento cultural de un diario argentino. La reseña versa sobre el Festival Nacional del Malambo y el periodista que la firma se refiere a los malambistas como a una especie de cuerpo de élite dentro de las danzas folklóricas. Leila se queda pensando.

Supongo que todos los libros de Leila Guerriero (hasta la fecha solo he leído dos: este y Los suicidas del fin del mundo) comienzan con una pregunta. Constato que todos ellos terminan sin una respuesta. «Yo estoy ahí para mirar. Y miro», nos cuenta Leila Guerriero, y la observadora sagaz que es la periodista argentina nos cuenta lo que ve. También nos narra lo que responden los protagonistas anónimos a sus preguntas, si bien esas respuestas a veces están llenas de lugares comunes y no responden, por tanto, a las preguntas de Leila. Al menos así lo siente ella. Claro que todos, casi siempre, preguntamos desde nuestro yo, y eso hace que, cuando inquirimos al otro para conocerlo y comprenderlo, inconscientemente estemos esperando una respuesta que contente a ese yo que pregunta.

Una historia sencilla - Leila GuerrieroEn 2011 Leila Guerriero viaja a Laborde, una ciudad de la que no había escuchado hablar hasta que leyó dos años antes el artículo que os he mencionado, en busca no sabe muy bien de qué. Laborde se encuentra al sudeste de la provincia de Córdoba, Argentina, a quinientos kilómetros de Buenos Aires, y cuenta con una población de alrededor de 6000 habitantes. Allí, casi recién estrenado el año y en pleno verano austral, se celebra anualmente el Festival Nacional del Malambo.

El malambo es una danza infernal y sus ejecutores son una especie de semidioses. Es un baile tradicional que rinde culto al espíritu gaucho, el cual en la imaginería popular «se lo supone valiente, leal, fuerte, indómito, austero, curtido, taciturno, arrogante, solitario, arisco y nómade».

Hay más certámenes de malambo celebrados en la Argentina, pero Laborde es algo así como la meca de los malambistas. Sus normas son muy estrictas. Prima el respeto a la pureza y la tradición. No hay concesiones al espectáculo ni al efectismo. Para bailar en Laborde, además, hay que asistir mucho más preparado que a cualquier otro festival.

«Si existen en la Argentina otros festivales en los que el malambo es uno de los rubros en competencia —el festival de Cosquín, el de la Sierra—, Laborde —donde este baile es protagonista excluyente— tiene un reglamento que lo hace único: establece, para la categoría de malambo mayor, un máximo de cinco minutos. En los demás festivales, el tiempo aceptable es de dos y medio o tres.Cinco minutos son poca cosa. Una ínfima parte de un viaje en avión de doce horas, un soplo en una maratón de tres días. Pero todo cambia si se establecen las comparaciones correctas. Los corredores de cien metros libres más rápidos del mundo tienen sus marcas por debajo de los diez segundos. La de Usain Bolt es de nueve segundos cincuenta y ocho centésimas. Un malambista alcanza una velocidad que demanda una exigencia parecida a la de un corredor de cien metros, pero debe sostenerla no durante nueve segundos sino durante cinco minutos. Eso quiere decir que los malambistas que se preparan para Laborde no sólo reciben durante el año previo al festival el entrenamiento artístico de un bailarín, sino también la preparación física y psicológica de un atleta. No fuman, no beben, no trasnochan, corren, van al gimnasio, ejercitan la concentración, la actitud, la seguridad y la autoestima».

El de Laborde, además, tiene otra particularidad. Se trata de una regla no escrita: quien gana en Loborde no volverá a competir, ni allí ni en ningún otro festival, en otra competición de malambo solista. Laborde para sus campeones es, pues, su último baile. Tal vez a eso fuese a lo que Leila Guerriero fue allí, a «entender por qué esa gente quería hacer tamaña cosa: alzarse para sucumbir».

«Pero gané», le cuenta un ex campeón. «Claro que ganar Laborde te corta las piernas. Podés seguir compitiendo en otros rubros, en malambo combinado, en pareja de danza, pero no como solista. Venimos a ganar sabiendo que vamos a perder. Y encima a Laborde lo conocemos los que venimos a Laborde, afuera nadie sabe qué es». ¿Qué clase de gloria es esa? La categoría reina de Laborde es el malambo mayor. La media de edad de los participantes de esa categoría es de veintitrés años. Y después, ¿qué? ¿Cómo enfrentar el resto de la vida cuando el momento más álgido se produce a los veintitrés años, cuando a partir de esas edad se pasa a ser una vieja gloria? Eso, suponiendo que se gane. Si no es así, toca prepararse para volver el próximo año. Son chicos humildes que provienen de familias con muy pocos recursos económicos. Y estamos hablando de una preparación que se asemeja a la de un deportista de élite. El esfuerzo ha de ser titánico tanto en lo físico como en lo psicológico y lo económico. Supongo que, tras varios años sin ganar, solo queda asumir el fracaso. Y después, ¿qué? Sigo suponiendo, no me queda otra. Nadie cuenta las historias de los perdedores.

Después de todo, ¿Rodolfo sabe que su historia vale igual si no sale campeón? Pero ¿su historia vale igual si no sale campeón?

Una historia sencilla - Leila Guerriero

Predio del primer Festival Nacional de Malambo, 1966. Fotografía de OlimpoLaborde bajo licencia CC0 1.0.


El premio por ganar en Laborde es una sencilla copa hecha por un artesano local. No hay dotación económica ni ningún otro premio. Claro que el verdadero premio es un bien intangible. Es el prestigio, es el respeto, es la consagración. «El Festival Nacional de Malambo de Laborde es el equivalente a cualquier campeonato mundial de cualquier cosa: un certamen de insuperable calidad. Y, quienes lo ganan, los mejores del mundo». Claro que ese mundo ignora lo que es el malambo, dónde está Laborde y quiénes son sus campeones.

No obstante, quien gana en Laborde gana algo más. Su vida cambia. Es llamado como jurado para las próximas convocatorias. Pasa a preparar a futuros aspirantes y, por supuesto, un campeón de Laborde cobra mucho más que otro profesor. Eso, para unos hombres jóvenes de medios tan modestos, sin duda ha de suponer un gran premio. Pienso que esto ha de servirles como acicate en su ardua preparación, en su sacrificio (aunque el verdadero sacrificio, como reconocerá uno de esos campeones, «lo hacen quienes nos acompañan: porque acompañan un sueño que no les pertenece»). Sin embargo, si se les pregunta por qué quieren ser el campeón a pesar de que ello suponga el fin de su carrera, todos esos muchachos aluden al honor que eso supone, a esa cúspide tras la cual solo queda la caída libre. Leila no comprende.

La segunda noche (el festival se celebra de noche) que la periodista pasa en Laborde ocurre lo siguiente o, mejor dicho, vive lo siguiente:

«Entonces escucho, en el escenario, el rasgueo de una guitarra. Hay algo en ese rasgueo —algo como la tensión de un animal a punto de saltar que se arrastrara al ras del suelo— que me llama la atención. Así que doy la vuelta y corro, agazapada, a sentarme detrás de la mesa del jurado.Ésa es la primera vez que veo a Rodolfo González Alcántara.Y lo que veo me deja muda.Por qué, si él era igual a muchos. Usaba una chaqueta beige, un chaleco gris, una galera, un chiripá rojo y un lazo negro como corbatín. Por qué, si yo no era capaz de distinguir entre un bailarín muy bueno y uno mediocre. Pero ahí estaba él —Rodolfo González Alcántara, veintiocho años, aspirante de La Pampa, altísimo— y ahí estaba yo, sentada en el césped, muda. Cuando terminó de bailar, la voz opaca, impávida de la mujer, dictaminó:—Tiempo empleado: cuatro minutos cincuenta y dos segundos.Y ése fue el momento exacto en que esta historia empezó a ser definitivamente otra cosa. Una historia difícil. La historia de un hombre común».

Una historia sencilla - Leila Guerriero

Gonzalo Molina, el Pony, Campeón Nacional
del Malambo en 2011. Fotografía de Pore1991
bajo licencia CC BY-SA 3.0.

Ese es el momento en el que este sencillo librito deja de ser la historia de los malambistas de Laborde para comenzar a ser la historia de Rodolfo González Alcántara.
«Un hombre común con unos padres comunes luchando por tener una vida mejor en circunstancias de pobreza común o, en todo caso, no más extraordinaria que la de muchas familias pobres. ¿Nos interesa leer historias de la gente como Rodolfo? ¿Gente que cree que la familia es algo bueno, que la bondad y Dios existen? ¿Nos interesa la pobreza cuando no es miseria extrema, cuando no rima con violencia, cuando está exenta de la brutalidad con que nos gusta verla —leerla— revestirla?»

No. Sí. Respondo ambas cosas. No, porque es cierto que muchas veces no nos interesa. Sí, porque a mí me interesa todo lo que me cuenta Leila Guerriero, la cual, con esa elección justa de palabras que la caracteriza, me coge desde la primera frase y no me suelta hasta la última.

Leila comienza a encontrarse con Rodolfo más allá del predio en el que se celebra el ilustre certamen. A sorprenderse tontamente cuando lo ve vestido con jeans en lugar de con la vestimenta con la que se sube al escenario. A saber de su vida, de su familia. A preguntarse, o más bien querer preguntarle, «dónde está, dónde dejaste al monstruo que te come sobre el escenario: dónde lo tenés» cuando Rodolfo responde con generalidades, mientras, sin embargo, ese hombre bueno que de su infancia recuerda felicidad y hambre, le sale en ocasiones con cosas como esta:

«—A mí lo que más me cuesta es subir al escenario y decir: «Esto es mío.»—¿Por qué?—Porque es inmenso. Y yo le tengo miedo a la inmensidad. Tengo pánico a lo que no tiene fin. Recién el año pasado pude mirar el mar. Pararme frente al mar y mirar la inmensidad y no tenerle miedo».

«Vos te subís al escenario y no te tenés que quedar con nada. Vos te vaciás, y el que está abajo se lleva todo», le explica un campeón de otro año a Leila Guerriero, y ella no podrá evitar preguntarse si acaso fue eso lo que le pasó, que ella estaba abajo y se llevó todo lo que Rodolfo González Alcántara dejó sobre el escenario aquella noche que lo vio bailar por primera vez. «¿Empiezo, quizás, a entender algo?», se pregunta más tarde, adentrada ya en el ambiente de Rodolfo y en la consecución de su objetivo: ser campeón en Laborde.

Sea por esto último, sea porque la de Laborde es una competición de élite, sea porque toda historia, por sencilla que sea y por común que sea su protagonista (en este caso por anónimo que sea su héroe más allá del restringido circuito del malambo) no deja de tener su épica, el caso es que el tramo final de este libro es como el emocionante visionado de un peliculón deportivo en el que los rápidos acontecimientos finales se viven como a cámara lenta y sin la pérdida de ningún detalle. Leila mira, Leila registra y Leila cuenta.

«Ésta es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile», comienza este libro. Esta es una de esas historias que nos cuenta Leila Guerriero, que pone sus ojos donde pocos los ponen y nos cuenta lo que ve como pocos lo hacen.

«Laborde me dio todo y hoy se lleva todo. Todo queda acá».


Ficha del libro:
Título: Una historia sencilla
Autora: Leila Guerriero
Editorial: Anagrama
Año de publicación: 2013
Nº de páginas: 152
ISBN: 978-84-339-9767-8

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