Revista Educación

Una historia, una música

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Una historia, una música

Esta entrada debía haberse publicado justo un día antes de mi cumpleaños, el 21 de diciembre. Sin embargo, la edad, la vida loca y el despiste congénito al que me enfrento impidieron que ocupara su lugar en la fecha prevista. Ese día, quería hacer un repaso a mi principal compañía de los XX años de mi existencia (nótese que no me gusta cumplir años). Como, según el dicho, todos los santos tienen octava, recupero hoy una historia en música. Faltan muchos, muchísimos, la mayor parte, pero me quedo con los que recuerdan un momento de mi vida.

Mi adolescencia en un pueblo de La Mancha fue todo lo inestable que puede ser esa etapa de la vida. Sin personalidad definida, la lucha entre imitación de comportamientos que llevaban a otras personas al éxito y la rebeldía propia fue una de las constantes. En la música también. Entonces, mi pobre padre, mi principal proveedor de cintas o discos, intentaba encontrar aquello que pudiera gustarme y que variaba según los días. Lo que no sabía es que luego él tendría su propia canción, esa que me rompía cada vez que la escuchaba subida a un avión en las idas y venidas de lo que iban a ser los últimos meses con él dos horas al día en un frío hospital.

El primer grupo que me sacó de mis estudios de Conservatorio fue Hombres G. Ese fue uno de esos casos de imitación. Tampoco he sabido muy bien por qué me enganché pero ahí estaba, repitiendo una a una todas sus canciones y esperando que me dejaran ir a su próximo concierto. Junto a ellos, comenzaron a entrar The Cure; Morrisey (solo pero también con The Smiths); Radio futura, que lo escuchaban los mayores; Metallica, AC DC... Dejé Bon Jovi y similares para otros, que siempre había que diferenciarse. La Kalobra, el bar más cool de Mora, fue el sitio de aprendizaje y ahí fue cuando entró U2 y se quedó para siempre, concierto tras concierto, y aunque no haya aquí una muestra, siempre han estado conmigo.

No mucho más tarde llegó la universidad y, con ella, Pamplona, una ciudad con identidad musical propia. Allí, descubrí uno de mis enganches, Los Fabulosos Cadillacs, aunque el piso en el que vivía sonaba a U2, Guns & Roses, Aerosmith, copla y algún que otro vallenato y salsa colombiana, que éramos un territorio resultante de la mezcla entre dos catalanas, una vasca, una colombiana y una manchega. Cuando llegaba nuestro principal visitante, Depeche Mode conquistaba el salón. Juntas todas, nos escapamos al velódromo de Anoeta a ver a nuestro adorado Bono y lo intentamos con Lenny Kravitz, pero se quedó sin voz. Hubo más conciertos, hubo más grupos y hubo más cambios de gusto, cinco años dan para mucho.

Un poco más tarde apareció Muse, que conquistaron terreno a base de su conocimiento musical y con mucho de espectáculo en sus conciertos. Junto a ellos, mucha electrónica, mucho rock industrial, mucho indie de todo tipo y mucho de todo, de todo. No sería capaz de hacer una lista porque me quedarían centenares, investigaba oía y hablaba mucho de música.

Y en medio de todo ello, algo se quedó conmigo y cada 22 de diciembre, sin remedio, vuelve a sonar en mi cabeza desde que no está quien me compraba los discos, quien llegaba con un grupo nuevo que le había recomendado un compañero de trabajo de 20 años. Aparece eso que sonaba en los aviones camino del hospital, aparece The drugs don't work y se queda conmigo unos días. Esa canción nada tiene que ver con él o conmigo, pero es su canción porque es la descripción de la ausencia.


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