Revista Sociedad

Una interpretación dinámica y relacional de la pugna sociopolítica

Publicado el 20 junio 2014 por Ssociologos @ssociologos

Los nuevos conflictos sociales, con un nuevo carácter y mayor dimensión, en un contexto de crisis sistémica, exigen a las ciencias sociales un nuevo esfuerzo interpretativo. Aquí, primero, se analiza críticamente la inadecuación de la teoría de la estructura de oportunidades políticas por su enfoque determinista (no económico sino institucional); segundo, se señala la interacción entre oportunidades y amenazas políticas con los procesos ‘enmarcadores’, y tercero, se explican los criterios y el camino hacia una interpretación dinámica y relacional de la pugna sociopolítica.

protesta social Una interpretación dinámica y relacional de la pugna sociopolítica

1. Inadecuación de la teoría de la estructura de oportunidades políticas

Desde la teoría de la estructura de oportunidades políticas, de gran influencia en el mundo anglosajón, y en la formulación inicial de Tarrow (2012 –publicado por primera vez en 1994-), la respuesta popular y su orientación vendrían determinadas causalmente por las ‘oportunidades’ de la estructura política.

La cuestión relevante es que el movimiento social surge cuando hay motivos (desigualdad, agravios…) considerados masivamente como injustos (juicio ético), demandas con arraigo social y actores diferenciados de las ‘instituciones’ al no canalizar esas aspiraciones el sistema representativo o político ordinario (Antón, 2011, y 2013). Es cuando sectores significativos de la población apoyan otra acción democrática complementaria o distinta a la simple representación o delegación de los partidos políticos de la democracia liberal y su sistema participativo en las urnas; lo consideran insuficiente o contraproducente (en la media que gestionan en contra de sus compromisos sociales y electorales), o es directamente un régimen tiránico o autoritario.

Es decir, la acción colectiva aparece cuando la estructura de oportunidades políticas está bloqueada, no ofrece suficientes garantías u oportunidades políticas por la vía ‘ordinaria’ de la mediación institucional para alcanzar unos objetivos; el sistema representativo (o la democracia) es incompleto y se generan nuevos representantes que exigen reconocimiento y demandas concretas. Luego, el poder institucional (y económico) puede ser facilitador o represor, y la capacidad del movimiento respecto del poder y su legitimidad y aliados, mayor o menor. Su actitud conciliadora condiciona en el doble sentido: puede activar (incentivos) o desactivar (si la gente piensa que ya está conseguido todo o se va a resolver por las promesas o los compromisos institucionales). Igualmente, a veces, la represión al movimiento no lo destruye sino que, si es fuerte ese autoritarismo, puede ser contraproducente para el poder y llevar a un fortalecimiento del movimiento y una deslegitimación de las instituciones (es lo que pasó en los días posteriores al 15-M-2011).

Por tanto, el poder debe evaluar las distintas formas de control social; está condicionado por la imposición de sus objetivos pero sus medios para la neutralización del movimiento y la estabilidad de su hegemonía política, son dobles: concesiones (limitadas) y represión (más o menos contenida o indirecta). Es decir, lo que permite desarrollar el movimiento no es la actitud del poder (facilitadora o represora), sino su fuerza (apoyos, legitimidad, recursos, repertorios de acción…) y su equilibrio respecto del poder en ese momento.

Compartimos distintas ideas de ese texto: Los marcos interpretativos como la injusticia son recursos de movilización poderosos; los significados se construyen desde la interacción social y política; fue a través del proceso de lucha como la retórica heredada de los derechos se transformó en un nuevo marco para la acción colectiva; es en la acción colectiva donde los antagonistas descubren qué valores comparten. 

La cuestión a profundizar es qué interacción existe entre marcos interpretativos (significados) y acción colectiva y cómo, por qué y cuándo se genera ésta, y cuál es el papel del proceso ‘enmarcador’ y/o la situación y la percepción de injusticia junto con la existencia de actores. El origen del conflicto no está ‘determinado’ por la estructura socioeconómica, pero tampoco por la estructura política (de sus oportunidades). Viene de la ‘experiencia’ (Thompson, 1977; 1979, y 1995) de la población, de su situación y su percepción como injusta, y así se forman las demandas y la acción colectiva frente a los poderosos. Aquí, en el desarrollo de la acción colectiva –a igual profundidad y persistencia de la desigualdad y de acuerdo con la dimensión moral sobre su carácter injusto-, sí influye las expectativas de éxito derivadas de las oportunidades políticas. El riesgo es que del determinismo estructural socioeconómico se puede pasar al determinismo estructural institucional y político, dejando al margen la situación concreta de discriminación y descontento y su rechazo como injusta, ‘motivo’ de la protesta. Así, el ‘determinismo institucional’ se compensa con el ‘constructivismo del marco’, en el sentido de que la situación concreta de la gente tampoco influye en la construcción del carácter injusto de la situación y la elaboración de las demandas, es decir, los agentes se la pueden inventar –como realidad virtual o imaginada-. Pero la injusticia como marco interpretativo sigue estando subordinada y es secundaria respecto de la estructura de oportunidades políticas.

En definitiva, en el texto no hay una buena conexión o interacción entre ‘realidad’ (desigualdad… injusta), construcción de conciencia (marco, demandas) y disponibilidad y desarrollo de la acción colectiva. Es la relación causal que el autor, junto con McAdam y Tilly, trata después (2005) y que luego comentamos; aunque como se verá se sigue centrando fundamentalmente en la interacción o relación de la estructura de oportunidades políticas y sus incentivos (o individualismo de la elección racional) con la acción colectiva, dejando al margen su papel no solo en su origen (el por qué) sino en su desarrollo. No obstante, la ‘experiencia’ también pesa al definir los motivos y el alcance de las reivindicaciones para comparar la coherencia del tipo de acción y valorar los resultados –eficacia-. Aunque hay que destacar el mayor peso de las mediaciones de los sujetos, las percepciones o marcos y las relaciones de fuerza. Por tanto, a similar acción colectiva si la estructura de oportunidades políticas son más favorables (hay más oportunidades) la participación popular por expectativa de beneficios o éxitos sería mayor. Pero la dimensión de esa acción colectiva no depende solo (o fundamentalmente) de esas oportunidades.

Por otro lado, se dice que los movimientos sociales surgen más en las democracias limitadas (en las dictaduras lo reprimen y en las democracias participativas o avanzadas las instituciones admiten mejor las reformas y la representación popular). En ese contexto ‘intermedio’, existe la posibilidad de acción colectiva legal o semi-legal con medios públicos y rechazo institucional a las demandas y actores. Pero se desconsidera que en las dictaduras o con dinámicas autoritarias los procesos de inicio (malestar profundo, deslegitimación…) son diferentes a los típicos movimientos sociales occidentales y luego los movimientos democráticos pueden cristalizar de forma rápida (no espontánea), como las revueltas árabes o frente a los regímenes del Este. En parte es también el inicio previo a la movilización del 15-M, ante la prolongada incertidumbre desde comienzos de la crisis y la deriva antisocial y autoritaria de la clase gobernante.

Por tanto, no es la dosis de apertura o bloqueo del régimen político la que genera el movimiento de protesta (progresista), sino la fuerza y la legitimidad del movimiento social y la debilidad (ilegitimidad, aliados…) del poder, aunque éste presente una forma autoritaria que le permita detener durante un tiempo la protesta. En consecuencia, la causa de la movilización popular (progresista) no es la forma del régimen sino la relación de fuerzas entre los actores; es decir el conflicto entre unos gestores (de recortes sociales y democráticos), con un deterioro de su representatividad y legitimidad, y unos agentes representativos que encauzan las demandas ciudadanas existentes en ese momento. Esa interacción (lucha, acuerdos, equilibrios…) permite incrementar o debilitar la acción colectiva y/o la integración-represión y condiciona su proceso y sus resultados.

2. Oportunidades políticas, amenazas y procesos ‘enmarcadores’

La teoría de la estructura de oportunidades políticas ha sufrido modificaciones, sobre todo, para darle una dimensión más dinámica y relacional. El propio Tarrow, junto con McAdam y Tilly (2005), ha elaborado una versión menos unidireccional, combinando las ‘oportunidades’ con su contrario, las amenazas o las agresiones del poder, y ampliando el papel de los procesos ‘enmarcadores’. Es decir, se revaloriza la cultura que influye en la percepción de los distintos agentes y la ‘atribución de significado’. Se puede completar con otro texto colectivo (McAdam et al, 1999).

Tilly (2005; 2007, y 2010) es quizá el historiador más significativo en el estudio de los movimientos sociales y la contienda política (Funes, 2011), y quién ha desarrollado y matizado más este nuevo paradigma interpretativo, conocido como “proceso político”. Se trata de un modelo histórico estructural en el que cabe la influencia de las dinámicas culturales, pero que pone el acento en la idea de que la acción colectiva ‘depende’ del tipo de autoridades y estructuras del poder político a las que se enfrentan los sectores disconformes. En esta formulación más esquemática podría admitirse la expresión ‘depende’ o, en otros casos, ‘condiciona’ o ‘influye’, al no ser demasiado rígidas (como ‘determina’). El problema es que la relación es demasiado unidireccional: es el poder político el que conforma el tipo de protesta social. No considera la relación mutua en términos de ‘pugna sociopolítica’, en una relación de fuerzas determinada donde el poder modifica y es modificado por el otro oponente, cuya influencia se basa en el apoyo social.

En la introducción del texto del año 2005, P. Ibarra ya señala: La mayor crítica que se hace a ‘Dinámica’ es la dificultad de establecer secuencias lógicas y claras de ‘concatenación causal’ entre los mecanismos y los procesos. Los mecanismos comunes serían muy pocos y muy generales para explicar las dinámicas y habría que volver a un análisis concreto. Aquí, desde el hilo conductor de explicar el actual proceso de la protesta social en España, vamos a exponer algunas reflexiones sobre los límites de esas aportaciones respecto de esas relaciones causales, sobre la interacción y la pugna entre los distintos sujetos, sus bases de apoyo y su conexión con la situación material y de poder, la cultura o conciencia social y la experiencia de las distintas capas de la sociedad, todo ello visto desde una perspectiva histórica y crítica.

No obstante, para el análisis no se trata sólo de tener en cuenta las ‘condiciones’ sino por qué y cómo se origina la acción: injusticia real y percibida (condición y subjetividad) y motivación de un actor para la demanda, creando nuevas oportunidades y produciendo el reajuste del equilibrio (correlación de fuerzas) de las relaciones sociales y de poder. Su búsqueda es la de mecanismos causales ‘institucionales’ (del poder, la estructura de oportunidades políticas) y así no explican los ‘procesos’, al no abordar la fundamentación de los motivos de los agentes o movimientos sociales como factor motor de la acción colectiva, reivindicativa, expresiva y transformadora de las condiciones y la relación de fuerzas inicial. El análisis empírico de los mecanismos y su relación con los procesos es fundamental, a condición de que se expresen los sujetos agraviados, la ausencia de buena representación o cauces institucionales y la necesidad de buscar otros ‘medios’, la acción colectiva, a través de la pugna sociopolítica o ‘contienda política’, para defender sus objetivos.

Para elaborar una teoría social más dinámica habría que desarrollar el ‘proceso’ de conformación de, por un lado, los motivos y sujetos y, por otro lado, el bloqueo de las autoridades, que hacen conveniente o necesaria la protesta social para reivindicar las demandas insatisfechas y rechazar las desigualdades, las injusticias y los recortes o contrarreformas. No solo se encadenan ‘mecanismos’ (como la polarización social, la intermediación y la aparición de nuevos sujetos), característicos de la acción colectiva. Se interrelacionan distintos componentes: a) situaciones desiguales u opresivas; b) percibidas como injustas a partir de una cultura o unos valores; c) gestión o responsabilidad del poder, así como el mayor o menor bloqueo institucional, con oportunidades y/o amenazas; d) actores sociales; e) demandas populares de mejoras, igualdad, liberación…; f) acción colectiva con su tipo, estructura de movilización, repertorios… Es decir, con la doble interacción de esos elementos externos e internos, así como materiales y culturales, se puede construir un modelo más dinámico y relacional.

En ese texto se explican bien dos aspectos: interacción social (relacional) y construcción social (frente al determinismo). Pero se parte de los ‘procesos generales de cambio’ y se llega a la ‘escala de incertidumbre percibida’, que influyen en la ‘atribución de amenaza/oportunidad’, como elemento central que genera la ‘apropiación y la acción colectiva’ de ambos: miembro y desafiador que sólo interactúan en la acción colectiva e indirectamente en la ‘escalada de incertidumbre percibida’. Con esa idea, la causa principal del movimiento sigue siendo la amenaza/oportunidad (ahora atribuida desde la subjetividad). Pero hay que contar con un ‘actor’, potencial o en desarrollo, más o menos pasivo y consciente, pero realmente existente: la población distribuida en distintas capas sociales y con situaciones, comportamientos y sensibilidades diversas. Es decir, hay que contar con lo previo y conectado con la acción colectiva: gente y agentes, injusticia, demandas, asociacionismo, comportamientos cívicos, bloqueo institucional…

Por otro lado, hay cierta confusión entre dos caras del concepto oportunidad: ‘posibilidad’ o ‘incentivo’ del medio –acción colectiva- para alcanzar el fin –reivindicativo o éxito-, según criterios de ‘eficiencia’. La motivación para la acción, su alcance y su desarrollo no nace de la oportunidad (o la amenaza). Puede haber oportunidad pero si no hay injusticia percibida, agentes ni bloqueo institucional, es decir, si el sistema representativo resuelve las demandas o no hay demandas al no existir motivos, la gente no tiene razones para la movilización (que siempre conlleva costos adicionales): valen los cauces establecidos y ni se plantea si hay oportunidad política para la acción colectiva. Por tanto, la configuración del poder y las expectativas u oportunidades institucionales de alcanzar el éxito condicionan el tipo y la duración de la ‘resistencia’ cívica o la movilización social, pero solo explican parcialmente su por qué, su cuándo y su cómo.

Este enfoque ‘político’, dominante entre los estudiosos de los movimientos sociales, ha servido para interpretar los grandes procesos de movilización social, en particular, el de los derechos civiles en Estados Unidos, en los años sesenta, y los nuevos movimientos sociales, en los años sesenta y setenta, en el mundo anglosajón y, con matices, en la Europa continental. En ese ciclo ‘progresista’ iban de la mano el avance de los derechos civiles, políticos y sociales, así como las mejoras económicas, laborales y del Estado de bienestar. Las instituciones políticas, con la presión de los movimientos sociales, mantenían alguna contención hacia las reformas democráticas y las acciones ciudadanas, pero con ciertas concesiones. Aun así, los principales movimientos de protesta, en particular el movimiento de los derechos civiles contra la segregación racial y el movimiento contra la guerra de Vietnam, tuvieron que desencadenar prolongados, duros y discontinuos procesos de movilización, recompensados finalmente por avances significativos en sus objetivos.

Igualmente, en Europa (también en EE.UU.) el movimiento feminista se puede considerar que ha sido el que ha conseguido más mejoras para las mujeres, en términos de igualdad y libertad, con una gran transformación en las relaciones sociales, interpersonales y con cambios profundos de las mentalidades (Touraine, 2005, y 2009). No obstante, todavía siguen enquistadas fuertes desigualdades, discriminaciones y posiciones de subordinación en variados campos que afectan de forma desigual a distintos segmentos de mujeres: reparto desigual del trabajo doméstico y familiar, discriminación en el mercado de trabajo, prepotencia de muchos hombres y desconsideración en variadas estructuras sociales y familiares… Por tanto, siguen existiendo motivos y demandas para la acción colectiva en pos de mayor igualdad y más libertad y autonomía de las mujeres. El cambio cultural es imprescindible aunque, especialmente para muchas mujeres más subordinadas, es insuficiente, como luego veremos, el avance a través de la exclusiva afirmación personal y necesitan de la acción colectiva para transformar esas dinámicas opresivas o de subordinación.

Ese paradigma del proceso político con ‘incentivos’ era algo funcional para interpretar esos movimientos en aquel contexto ‘favorable’. No obstante, el papel central dado a las ‘oportunidades’ (o amenazas) que ofrece el poder político para la configuración de la movilización social, no es adecuado para analizar el actual movimiento de protesta social progresista.

3. Una interpretación dinámica y relacional del conflicto social

La realidad del actual proceso de indignación y acción colectiva manifiesta que las ‘oportunidades’ políticas son escasas: por un lado, gran poder institucional y cohesión de los poderosos (económicos y políticos, estatales, europeos y mundiales) en torno a la austeridad y la gestión política autoritaria con incorporación y aval, con matices, de los gobiernos dirigidos por socialdemocracia europea; por otro lado, ausencia de un amplio movimiento social anterior o de agentes y recursos significativos –salvo parcialmente el sindicalismo y un extenso y fragmentado asociacionismo-. Por tanto, el poder se reafirma, precisamente, en no hacer concesiones a la ciudadanía indignada. Pretende consolidar el incremento de las políticas regresivas, aumentar su hegemonía institucional y el incumplimiento de sus contratos electorales por la clase política gobernante, es decir, el ‘cierre’ institucional y la neutralización de la oposición ciudadana. Pero esa dinámica, impositiva y sin concesiones, supone ausencia de oportunidades político-institucionales para la protesta colectiva; no favorece supuestos incentivos (utilitaristas) a corto plazo ni alimenta expectativas de conseguir avances reivindicativos inmediatos. Y aun así, la gente indignada se ha fortalecido en sus convicciones y ha salido a la calle: tenía suficientes motivos y demandas para ello, a pesar de tener enfrente a un adversario poderoso y la dificultad de obtener ya un gran cambio (de políticas, políticos y condiciones de vida).

Se pueden citar algunos resquicios institucionales por donde se ampliaron condiciones favorables: momentos (el 15-M-2011) con gran impacto mediático al influir en la campaña electoral; cuestionamiento de la actitud de ‘resignación’ con la experiencia del ‘sí podemos’ de las expectativas levantadas por Obama y, en otro sentido, por las revueltas árabes; el propio sistema democrático que impedía una represión generalizada y un estado de emergencia, sin afectar a su legitimidad; menor oposición frontal del aparato socialista a la movilización social progresista a partir del año 2012… No obstante, la dimensión y la orientación del movimiento no se pueden achacar a las ‘oportunidades’ en el campo institucional, sino todo lo contrario, a las ‘amenazas’ o agravios, a la importancia del problema socioeconómico y democrático y la responsabilidad de las élites dominantes por su agravamiento.

Ante el autoritarismo de la gestión de los poderes económicos y políticos y la responsabilidad institucional y sus graves consecuencias, fue la propia ciudadanía, ya indignada por el reparto injusto de los costes de la crisis, junto con su articulación asociativa, la que generó la activación de sus reservas sociopolíticas y sus capacidades movilizadoras para ponerse a la altura de semejante desafío del poder político (y financiero). Y fue posible por la pervivencia de una cultura cívica, social y democrática de la mayoría de la población que, frente al bloqueo de la estructura política y la no mediación o imposición de su clase gobernante, consolidó su indignación inicial, señaló a los responsables del poder económico e institucional y, frente a ellos y el bloqueo de los cauces político-electorales, legitimó la acción colectiva de la ciudadanía más activa.

Esa falta de oportunidades políticas y esa gestión institucional regresiva y poco democrática, explican algunos rasgos del movimiento: su desconfianza en la clase política, incluido el aparato socialista, su apuesta por la movilización social, su autonomía de la esfera institucional-electoral… y su gran componente democrático y democratizador. En la sociedad no ha vencido la pasividad, la resignación o la despolitización; tampoco el populismo derechista o xenófobo; sino que se ha generado la reafirmación democrática, pacífica y de transformación progresista. Por tanto, la estructura de oportunidades políticas no se puede considerar la ‘causa’ determinante de la conformación de la indignación y la protesta. Como se decía, existe otro componente institucional-cultural que también ha aportado consistencia al movimiento, visto ahora desde la configuración de su apuesta por un cambio más global: la realidad político-cultural del ‘sí podemos’ frente al sometimiento o la resignación (cuya expresión se refuerza con el movimiento de apoyo a la victoria de Obama y hasta las revueltas árabes o la solidaridad internacional), que ha contribuido a superar el fatalismo, el aislamiento y la desesperación. Pero esa actitud subjetiva tampoco es su causa principal; debía ser encarnada por una ciudadanía activa.

Por tanto, no son válidas las dos grandes interpretaciones deterministas, la economicista o marxista y la político-institucional o de la estructura de oportunidades políticas. Las insuficiencias de la primera reforzaron en distintos ámbitos intelectuales la interpretación de la segunda. Pero, en el momento actual, ambas han demostrado también sus limitaciones.

En las élites académicas y asociativas suele existir una inclinación hacia alguna de esas tres corrientes interpretativas (incluyendo la cultural), o bien una combinación de fragmentos de ellas. Hemos visto que, por separado, no aciertan al analizar la complejidad y la multicausalidad de este proceso. También es insuficiente la simple combinación de los dos ejes: estructura (económica y política) y conciencia social (cultura y marcos interpretativos). En ese sentido, como se ha avanzado, las últimas elaboraciones de significados especialistas (McAdam, McCarthy y Zald, 1999; McAdam, Tarrow y Tilly, 2005, y Tilly, 2010), han progresado en esa interrelación de las oportunidades políticas y los procesos enmarcadores, así como en una valoración dinámica y relacional.

Sin embargo, sus interpretaciones de los movimientos sociales y la contienda política son anteriores a esta fase de crisis económica y gestión política regresiva con un fuerte bloque de poder institucional y financiero y un nuevo y masivo movimiento popular igualitario y democrático. Estamos en un proceso que ha combinado la agresión socioeconómica y el autoritarismo político del poder con una indignación profunda, asentada en una arraigada cultura democrática y de justicia social, y una ciudadanía activa y un tejido asociativo capaz de articular grandes movilizaciones sociales. Además, esos criterios teóricos todavía muestran insuficiencias. Algunos de ellos están influidos por su inicial estructuralismo (no económico sino político). Tilly (1991), quizá el más multilateral y riguroso de todos ellos, pone las bases para un nuevo paradigma interpretativo. Cuestiona las grandes teorías explicativas y el simple empirismo, ambos con esquemas del pasado, y propone un paradigma de alcance ‘medio’ para analizar grandes estructuras, procesos amplios, comparaciones enormes. Pero reconoce su dependencia de esa visión estructuralista. Otros autores, dentro de los textos colectivos citados, vienen más de la tradición culturalista (constructivista o idealista) que luego comentamos.

Esta mezcla de corrientes de pensamiento no es nueva y es más fructífera que cada doctrina por separado, que destaca un elemento estructural o cultural y subordina los demás. Se ha producido también en la tradición de la izquierda. Ya en los años sesenta, Althusser, que sistematiza el estructuralismo marxista con gran influencia en los partidos comunistas, frente al determinismo económico del que se acusaba, trató de incorporar la importancia de los llamados ‘aparatos ideológicos’, aunque haciendo abstracción de los sujetos reales. Y todavía antes, Gramsci, Lenin y el propio Marx, intentaron relacionar estructura económica, oportunidad política y hegemonía ideológica, junto con voluntarismo político. Esa tradición marxista señalaba, de acuerdo con el determinismo histórico (de raíz hegeliana), que derivado de las contradicciones del capitalismo se pasaría inevitablemente al socialismo. Además, afirmaba que la ‘lucha de clases’, con la acción del proletariado y sus aliados, además de ser reflejo de esas contradicciones en la estructura económica, suponía otro plano paralelo de acción política impulsadora de la historia y garantía de la segura victoria de las clases subordinadas. El fracaso de ese pronosticado proceso histórico, confirmado por el hundimiento del Este soviético, ha desacreditado esa teoría de la inevitabilidad del progreso hacia el socialismo y su supuesta fundamentación científica.

Como dice Negri (2006: 156) hay que discernir lo que vale y lo que no vale de la tradición de la izquierda para elaborar un ‘programa postsocialista’, considerando que lo que sigue vivo en la tradición socialista es principalmente el deseo de democracia e igualdad que ha animado las políticas socialistas desde sus orígenes.

Para el análisis concreto se puede rescatar la conveniencia de investigar esa interrelación entre las condiciones socioeconómicas y la conciencia social, así como la importancia de la acción sociopolítica transformadora de las clases populares. Lo que es ideología irreal es la idea del triunfo inevitable del socialismo y la hegemonía de las clases trabajadoras, porque estaría inscrito en las contradicciones del presente sistema capitalista. El futuro es más indeterminado y no se puede hacer paralelismo con el triunfo del capitalismo (o las revoluciones democráticas ‘burguesas’) sobre el Antiguo Régimen. Tampoco se puede afirmar la imposibilidad histórica de un régimen político y social, más igualitario y democrático que el actual modelo europeo. Para avanzar hacia una democracia social y económica más progresista, el papel sociopolítico de las fuerzas sociales de las capas subordinadas es más importante y decisivo en su pugna frente al poder oligárquico, económico y político, de las clases dominantes. No se trata solo de cambiar el régimen político, sino transformar la estructura del poder económico y político, el régimen social y otras estructuras desiguales u opresivas hacia una sociedad más igual, democrática y solidaria. Es decir, los objetivos son mucho más ambiciosos, el poder más fuerte y la fuerza social progresista, sin tanto apoyo económico, debe desarrollar más su capacidad movilizadora y articuladora, con amplia legitimidad social y su expresión política e institucional.

No obstante, las corrientes sociológicas actuales (Giddens, 1991) todavía discuten sobre la interacción entre estructura y agencia (o acción). El punto a superar es la insuficiencia del doble eje, estructura-cultura, señalado precisamente por E. P. Thompson (1981) en su crítica al determinismo althusseriano. Se trata de introducir el factor principal que engloba y concreta ambos ejes: el sujeto. Partir de su realidad material, su práctica social y su subjetividad, así como su capacidad de acción (agencia), su experiencia y su comportamiento frente a las injusticias (estructurales o inmediatas), con una perspectiva histórica y relacional, tal como explico en otra parte (Antón, 2014a, y 2014b).

La cuestión es que el factor socioeconómico, la situación material de la gente, sigue siendo un elemento importante y se ha hecho más presente (Piketty, 2014); también es fundamental la gestión política regresiva e impositiva de las élites e instituciones dominantes, como revulsivo o motivo del descontento popular. Es decir, si no hay agravamiento y malestar socioeconómicos (o por otra gran subordinación u opresión social), así como implicación antisocial y antidemocrática de los gobiernos, no hay objeto para (esta) indignación.

En otros procesos, en contextos históricos favorables, la existencia de mayores oportunidades políticas con mayores expectativas de conseguir resultados reivindicativos inmediatos, constituyen incentivos adicionales para la participación. Ha sido también la experiencia del movimiento sindical europeo en las décadas ‘gloriosas’ de progreso económico, laboral y de derechos sociales. Pero, en esta fase, el poder era y es muy fuerte (aunque con débil legitimidad social) y con gran determinación en su gestión regresiva y la acumulación de poder y riqueza, y el éxito en términos de conquistas reivindicativas muy difícil. Esa gran desigualdad de poder puede generar frustración, como de hecho sucede entre sectores más cortoplacistas o con menor compromiso público. Pero dada la profundidad y la persistencia de los problemas ‘reales’ y su enquistamiento, para la mayoría de la sociedad sigue siendo positiva y legítima la protesta social progresista, la reafirmación de su legitimidad y fuerza social… para reequilibrar, precisamente, la correlación de fuerzas. La valoración de sus ‘resultados’, en sentido más amplio y multilateral, está sometida a la pugna interpretativa de los distintos agentes políticos, sociales y mediáticos. Afecta a la legitimidad de cada cual, a la consolidación o el debilitamiento de la motivación para continuar la protesta, erosionar su poder y garantizar los cambios.

El significado de su ‘eficacia’ se debe medir añadiendo otros parámetros diferentes a los ‘incentivos’ por la obtención (improbable o difícil) de reivindicaciones inmediatas: por un lado, la erosión y la deslegitimación de las medidas antisociales y sus gestores, que frenan y evitan una agresión mayor; por otro lado, el empoderamiento cívico y democrático de la propia gente y sus agentes sociopolíticos, que permite prolongar y fortalecer la pugna para avanzar hacia el cambio progresista y democrático. Son ‘resultados’ también concretos, inmediatos y efectivos, aunque en esta etapa solo en unos pequeños casos, aunque significativos, han estado acompañados de éxitos en el plano reivindicativo (marea de la sanidad y huelga de la limpieza de basuras, ambas en Madrid, y algunas movilizaciones contra los desahucios…). Es cuando esos pequeños éxitos reivindicativos ganan una gran fuerza simbólica, como demostración de que también ‘si se puede’ obtener algunas reivindicaciones concretas.

No obstante, los grandes procesos movilizadores, incluido las huelgas generales, a pesar del amplio respaldo popular y la legitimidad de sus objetivos, que llegan a dos tercios de la población, no han podido conseguir frutos reivindicativos inmediatos. Su fracaso en ese plano reivindicativo se combina con su éxito expresivo, de reconocimiento social y de legitimidad ciudadana, también concretos y operativos pero más difíciles de evaluar y consolidar. Pero la movilización y la fuerza social son imprescindibles para evitar en el presente una mayor involución social y cultural de las capas subordinadas y asegurar en el futuro la conquista de objetivos transformadores. Sería entonces el momento de plasmarlos en acuerdos, con garantías y reconocimientos institucionales. Sin embargo, se necesita un cambio de perspectiva para valorar los llamados incentivos, junto con avances en la valoración de la dimensión social, cultural y representativa de la acción colectiva.

En definitiva, lo que genera la respuesta popular (progresista y democratizadora), así como su dimensión y su carácter, es la capacidad y la disponibilidad de la propia gente descontenta que vive el sufrimiento o se solidariza contra él y desea cambiarlo. La frustración por la colaboración de sus ‘representantes’ institucionales y el discurso legitimador (no hay alternativas) no ha llevado a la resignación ciudadana (aunque haya tendencias hacia ello). Todo lo contrario, juzgada esta problemática desde sus valores democráticos y de justicia social, sectores relevantes de la sociedad la califican por su carácter injusto e indigno y ven necesaria la oposición y la movilización social para revertirla. Esa conciencia social o esa cultura progresista es también clave para explicar el amplio desarrollo de esta corriente indignada y la movilización y la legitimidad de la ciudadanía activa. Pero caeríamos en un determinismo cultural (o idealismo) al pensar en ella como ‘el’ factor generador del movimiento. La desconsideración por lo material, por el peso de las estructuras y los condicionantes políticos y económicos, no nos lleva tampoco a buen camino y hay que buscar su interacción. El idealismo y el voluntarismo, sin anclaje en un análisis realista de esos factores, las relaciones y los equilibrios de las fuerzas sociopolíticas en presencia y su capacidad para su transformación, puede ir acompañadas de confusión, frustración y, finalmente, convertirse en pasividad  o dinámicas individuales reactivas.


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