Revista Arte

Una mirada sobre Hopper desde 'La mujer muerta' y desde un viejo poema

Por Almargen



"Edward Hopper." José Manuel Rico

La pasada tarde entré en la habitación de José Manuel, mi hijo, buscando un libro. Tras encontrarlo, dediqué algunos minutos a revisar los cuadros que cubren las paredes del dormitorio, cuadros todos ellos pintados por él hace cuatro años, cuando tenía dieciséis y no había iniciado los estudios universitarios. De entre todos ellos (alguno ocupó la cabecera de este blog durante meses) redescubrí el retrato del pintor norteamericano Edward Hopper que, a partir de una fotografía en blanco y negro de Berenice Abbot, había pintado a finales de 2006. A la izquierda podéis ver el óleo de José Manuel, un cuadro inquietante que no deja de sorprenderme. Más abajo, a la derecha, la fotografía de Abbot. ¿Por qué Hopper? Porque es uno de mis pintores de referencia del siglo XX y porque es central (aunque sólo lo cite una vez) en la respiración de fondo de mi novela La mujer muerta. Uno de los ejes de la narración es la reflexión acerca del sentido del arte (la crisis creativa del personaje Gonzalo Porta es el pasadizo que a ella conduce) y sobre los limites entre el realismo y el informalismo. Para mí Hopper es un realista con bordes de irrealidad. Sus cuadros hablan de la soledad contemporánea, de un espacio limítrofe en el que lo real se relaciona y convive con el misterio. Como en los relatos de Carver, uno tiene la sensación, al contemplar sus obras, de que algo está a punto de ocurrir, que una inminencia extraña va trastocar, de manera inevitable, la vida de los personajes (casi siempre uno solo) pintados. En las artes plásticas, al igual que en la literatura (en poesía y en narrativa), esa es la opción que me interesa, con la que creo que es posible construir mundos en los que lo real y lo imaginario puedan convivir siguiendo una lógica interna que haga de la narración o del poema artefactos, en sí mismos, verosímiles y con capacidad de emocionar al lector y situarlo ante sus propios fantasmas. Así lo expresa el narrador de La mujer muerta:

"Gonzalo optó por no responder y se recluyó en sus pensamientos. Pensaba que había mantenido aquel equilibrio a costa de alejarse de otro: el que comenzó a construir casi veinte años antes en pos de un realismo distinto, algo tamizado por la búsqueda de una cierta deformación, una tendencia que tenía su origen en el descubrimiento de algunos expresionistas centroeuropeos, pretendía gotear de expresionismo su pintura figurativa, atormentar las formas y los contornos sin llegar a hacerlas irreconocibles, y recordaba también el descubrimiento del realismo americano del crack del 29, Hopper, Soyer, Shann, o el realismo crítico italiano, la causticidad desolada de Guttuso, o aquel texto recortado de una vieja revista en el que Schad escribía «es posible crear forma realista de expresión moderna."

Ese es el sendero que desde el día en que, en la ya remota adolescencia, escribí mi primer verso o intenté construir mi primer relato, he querido transitar o construir. Al igual que en la realidad cotidiana siempre hay esquinas imprevisibles, hechos inesperados que trastocan nuestra existencia hasta llegar, incluso, a darle la vuelta, creo en un arte realista de expresión moderna en el que los contornos se difuminen hasta derivar en zonas híbridas, en las que lo real convive con lo irreal (¿acaso la irrealidad no forma parte de nuestra existencia a través de los sueños, de los deseos más recónditos, incluso de las utopías?). Los bares solitarios con grandes ventanales abiertos a la ciudad nocturna, las gasolineras perdidas en lugares sin nombre, las mujeres asomadas a ventanas de habitaciones deshabitadas, la pudorosa desnudez de las putas avergonzadas y tristes, las oficinas asoladas por la noche o las oficinas proyectadas a la soledad de una urbe de tejados desnudos, las casas perdidas en medio del campo con las luces encendidas y el contorno sombreado de una mujer asomando en alguna ventana de la planta de arriba, las choperas junto a un río desconocido... Eso es Hopper. Y ese Hopper misterioso, que trabaja en la difuminación de los bordes, está en mis paisajes y pueblos de La mujer muerta: en las montañas solitarias y en los bosques misteriosos que rodean pueblos abandonados, en la imagen de un viejo automóvil contemplado en la lejanía, en las casas solitarias de una ciudad detenida en los años cincuenta, en los escaparates de la ciudad... Son, en verdad, escenarios distintos (la Norteamérica de los 40, 50 y 60 y la España de posguerra o el mundo rural del vértice norte del Madrid de los 80), en las antípodas, es verdad. Pero siempre tuve conciencia de que algo de la esencia de la mirada con que Hopper contemplaba el mundo vivía en mi novela. Y, desde luego, en la pulsión última de un pintor en crisis que busca reconciliarse con sus raíces, encontrar la siempre huidiza verdad del arte. Pero a veces más que la teoría ilustra la práctica. Hace muchos años, a principios de los 90, quedé fascinado contemplando una lámina en la que se reproducía un hermoso lienzo del pintor norteamericano: en él aparecía una gasolinera cerca de una casa por una de cuyas ventanas podía verse una misteriosa sombra. Intenté, con un poema, penetrar en el cuadro, explicármelo y explicarlo a la luz de mis propios fantasmas y querencias. De aquel esfuerzo surgió un poema que pasó a formar parte de mi libro Quebrada luz, publicado en 1996. Debajo del inquietante óleo de Hopper (¿qué nos amenaza detrás de los árboles?, uno se pregunta al contemplarlo) podéis leerlo. Quizá en él se contengan algunas claves de la novela que ahora reedito.

 

"Gasolinera". Edward Hopper. 1940

   Es una carretera solitaria. Un cable del telégrafo

poblado de vencejos. Una casa que, quizá, abandonaron   no hace mucho sus dueños. Un surtidor inútil, vencido por el 
   [polvo. Un fugaz automóvil, el silencio. La luz es amarilla. Como el trigo segado no hace mucho, sus cabellos gastados al fin se desvanecen contra un cielo donde el abismo alienta.    Hierve el asfalto. Mensajes invisibles de fugaces neumáticos crecen sobre el silencio.    Es una carretera prendida al amarillo de un sueño sin memoria. Cruza el águila el aire y la luz, con sigilo, lo retiene. En la casa, como fruto del tiempo detenido, tal vez llegando del fondo de los siglos, se pinta en la ventana la silueta sin rostro de un fantasma. Ha surgido de pronto. Es como si el tiempo ocupara un lugar al mediodía, un borroso lugar hecho a la soledad y hecho al silencio que, terco, amarillea la luz.    No existimos o sólo en el reflejo de la llanura, del cable del telégrafo, del fugaz automóvil o de la casa dejada a merced del fantasma sin rostro por sus dueños junto a una carretera perdida en un lugar desconocido. Pero es la soledad un universo. También el amarillo de la luz aquietada, lo negro del asfalto que hierve, el vuelo hecho sigilo del águila o la dura desolación de julio.    ¿Por qué la escena aturde? ¿Por qué el miedo nos deja su barniz, su desastre?   ¿Por qué, sobre la claridad, se impone la callada amenaza del vacío, el asedio de las cosas perdidas, la urdimbre gris del miedo, su trampa inabarcable? Es como si en el aire jamás la noche se anunciase, como si sólo nos marcara la extensa longitud que sobrecoge, como si sólo el horizonte, con su color de teja, y el desierto —un surtidor de polvo, una casa vacía y un fantasma detrás de los cristales—, fueran el aposento
de la pasión por detener las horas que es el arte.
  
   ("Hopper". Del libro Quebrada luz. 1996)

 


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