Revista Cultura y Ocio

Una muerte mecanografiada

Publicado el 26 enero 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

‘Una muerte mecanografiada’ es el vigésimo relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Lo habían hecho. Sin ninguna de aquellas entrometidas enredando, con sus insulsos «clic, clac, cluc» de serie. El encargo se encomendó solo a tres de los sujetos que traqueteaban a las afueras del vecindario: no era un barrio muy extenso, y allí, de un modo u otro, todos se conocían, así que lo mejor era intentar llevar el asunto con el máximo celo.

Fue un viernes noche, cuando el interventor de las grandes manos dormía, o había salido a tomar una cerveza entre amigos. Lo habían estudiado al detalle con anterioridad, diseñado con ternura incluso, con mimo, sin dejar nada al azar. Sería corto, breve, fulminante; un entrar y salir donde la conmoción y el asombro de la víctima jugarían un lugar fundamental en la misión.

Una muerte mecanografiada

Se encargó la tarea a tres individuos de dudosa fama: O., L., y el más esquivo de todos ellos, el señor Ñ. El montante se dividiría en dos: T., el mayor beneficiado del cambio de roles frente a la damnificada, había accedido a ofrecer unas merecidas vacaciones a los tres esbirros y, además, el mismo crimen les legaba a todos ellos un indiscutible desahogo. Entonces, ¿cómo imaginar lo que iba a suceder a continuación?

Mas la faena salió bien. Ella agonizó en el suelo, defenestrada a varios metros del escritorio, ofreciendo al mundo un último gemido, resquebrajada y moribunda; rota. Sin saber ni haber conseguido leer en el rostro de sus verdugos cómo alguien se había decidido a destruir todo lo que ellos eran juntos; el crimen quedaba en la familia, y ese era un infausto consuelo.

Tras el fratricidio, los ánimos se fueron calmando camino hasta Barra horizontal, entre la Quinta y la Sexta. Al llegar al vecindario, T. se negó a formalizar una justa retribución; confiado, no tardó en intentar cambiar los términos del acuerdo, algo que cabreó sobremanera a O., quién lo arrolló súbitamente, incrustándolo contra un vecino cercano que estaba allí detenido desde el inicio de la charla. Tres contra uno, y se unió al funesto destino de la anterior víctima en menos de lo que costaría escribir esta línea.

Cuando surgió la figura del celador de las grandes manos, ya había dos cadáveres. Él, sin concebir qué demonios había ocurrido allí, solo lanzó una demanda al aire:

—Y, ahora, ¿cómo cojones sigo escribiendo?


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