Revista Opinión

Una nación LGTB

Publicado el 16 noviembre 2017 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Una nación LGTB

Las relaciones entre países y personas lesbianas, gays, transexuales y bisexuales (LGTB) han revestido complicaciones y particularidades a lo largo del siglo pasado y las dos últimas décadas. Partícipes de todas las formas de nacionalismo -patriótico, tradicionalista, secesionista-, los ciudadanos LGTB han sido sujetos de estrategias territoriales con compañeros de cama singulares.

El avance del homonacionalismo

Nacionalismo banal

En 2007 Jasbir K. Puar acuñaba el término homonacionalismo para referirse a un entramado de actos y relaciones basados en la forma adecuada de ser un homosexual respetable que contribuyen a la construcción de una imagen positiva del país -a menudo, frente a sus enemigos-. En el siglo XXI, los derechos LGTB se han convertido en una herramienta diplomática y un estándar de civilización ajustado a la "narrativa del progreso occidental", que reproduce las divisiones entre oeste y este, norte y sur, primer mundo y tercer mundo, a partir de una supuesta excepcionalidad occidental u occidentalidad. Así, por ejemplo, Canadá ha construido su excepcionalidad frente a Jamaica y Japón frente a China.

El gran representante de este pannacionalismo occidental es, sin lugar a dudas, Estados Unidos, en particular a partir del 11S y, recientemente, con la matanza del Pulse, que sirvió para que políticos y medios de comunicación insistiesen en un discurso de "nosotros contra ellos", en el que el otro es presentado como un salvaje al que es preciso civilizar. Esta superioridad civilizadora -Rudyard Kipling la llamó "la carga del hombre blanco"- esgrime la excepcional tolerancia estadounidense como fantasía necesaria que justifica el intervencionismo y el enfrentamiento contra las sociedades islámicas, siempre con la idea subyacente del "gran reemplazo" que se está produciendo actualmente en Occidente.

Para ampliar: Ensamblajes terroristas. El homonacionalismo en tiempos queer, J. K. Puar, 2007

Otro de los grandes frentes del combate es el encabezado por el Estado de Israel contra Palestina, particularmente a través de una estrategia denominada pinkwashing, consistente en un lavado de imagen con el respeto a las personas LGTB en el país como bandera. El uso irreflexivo de este concepto ha conllevado su demérito y consideración de antisemita, pero lo que trata de visibilizar es una instrumentalización de los derechos LGTB y el turismo rosa telaviví para ocultar la ocupación israelí de Palestina y la persecución contra los palestinos e israelíes LGTB. A su vez, el llamado pinkwatching o 'vigilancia rosa' -esto es, la denuncia sistemática del pinkwashing israelí- ha sido utilizado como propaganda antiisraelí y mascarada de la opresión palestina contra sus ciudadanos LGTB.

Por su parte, Europa ha adoptado el mismo discurso homonacionalista en su promoción de los derechos humanos -y, de paso, de la imagen tolerante de la europeidad-. Su exportación de una imagen determinada de la homosexualidad, lejos de ayudar a las personas LGTB de otros países y continentes, ha contribuido a naturalizar ideas monolíticas que estigmatizan a dichas personas y recrudecen su discriminación, especialmente en países con un importante pasado de homoerotismo, como Arabia Saudí o Japón. Tal es así que algunos de estos países han desarrollado estrategias homonacionalistas en negativo, es decir, en las que la excepcionalidad nacional radica en la intolerancia e incluso la inexistencia de personas LGTB dentro de sus fronteras. Es el caso de los Balcanes, Polonia, Rusia o Singapur.

De esta manera, hay un doble movimiento homonacionalista en Europa. Por un lado, los países exsoviéticos dibujan una estampa perversa de los "eurosodomitas de Gayropa" que apuntala su excepcionalidad como bastión último de los valores tradicionales y naturales. Por otro lado, a raíz de la ampliación de la UE hacia el este, Europa occidental exige la despenalización de la homosexualidad y justifica su intervención en aras de la europeización con los derechos LGTB como valor europeo -lo que podría denominarse homocolonialismo-. Este choque entre europeísmos o concepciones del carácter europeo es perceptible no solo en los discursos políticos y mediáticos, sino en estrategias de poder blando como Eurovisión o los Juegos Olímpicos.

Estos últimos en particular, junto con otros eventos deportivos como las Copas Mundiales de fútbol, han servido para presentar al mundo la mejor cara de cada país a la vez que ejercían una represión contra parte de su población. Así, es posible hablar de un genuino pinkwashing sudafricano, especialmente durante la Copa Mundial de 2010, en la que se persiguió a las prostitutas a la vez que se daba una imagen nacional de tolerancia sexual, como también sucedería en los Juegos Olímpicos de Río y Londres. Asimismo, tanto Reino Unido como Canadá durante los Juegos de Invierno aprovecharon su condición de anfitriones para alentar las solicitudes de asilo de personas LGTB; mientras tanto, Canadá sigue sin haber resuelto la cuestión indígena en su propio territorio.

Pero posiblemente la mejor expresión de esta supuesta apertura occidental sea la celebración del Orgullo LGTB. En la competición por colgarse la medalla de la tolerancia, casi todos los países y partidos políticos occidentales han politizado la manifestación como medio de lavado de imagen y creación de marca nacional. La consecuencia generalizada ha sido la despolitización del mensaje reivindicativo y la desarticulación de la interseccionalidad fundacional del movimiento LGTB. Muestra de este aburguesamiento y banalización es la mercantilización del Orgullo como fuente de fiesta, turismo y merchandising.

Conservadurización LGTB

Actualmente, debido al abuso del término y su simplificación, homonacionalismo ha pasado a designar asimismo al acercamiento entre personas LGTB y la derecha conservadora, una deriva nada extraña considerando que esa "forma adecuada de ser un homosexual respetable" entraña un profundo conservadurismo. De hecho, durante décadas los derechos de las mujeres han ocupado el lugar que hoy habitan los derechos LGTB. En este sentido, puede hablarse también de un purplewashing y un feminacionalismo, evidenciado en las alianzas con la derecha del feminismo antipornografía -un debate que encontraría eco en el nipón-.

Para ampliar: "Among us, against us: right-wing feminism", Pat Califia Public Sex, 2000

En el caso de las personas LGTB, el caballo de Troya llegaría también de la mano de este debate -en concreto con la parlamentaria lesbiana Elaine Noble-, la crisis del sida y la lucha por el matrimonio igualitario. Como diría en una entrevista el periodista gay Gabriel Rotello, "los hombres gays necesitan entrar en una era de conservadurismo sexual que dure décadas".

Este alineamiento esconde el mismo colonialismo sexual basado en la moralidad que se ha venido analizando. La raza se convierte en signo del otro: "nosotros defendíamos la igualdad entre los sexos y la libertad de las mujeres, mientras ellos (inmigrantes, musulmanes) eran a priori sospechosos de sexismo". El lugar ocupado durante el miedo rojo por los comunistas es ahora territorio arabo-musulmán, el terrorista por defecto -frente al ciudadano patriota, sujeto de derechos-. Curiosamente, esta estrategia es reversible: la sexualidad también puede ser signo del otro. En 2004 George W. Bush, quien había defendido antes las uniones civiles entre personas del mismo sexo, se opuso virulentamente al matrimonio igualitario, lo que le permitió congraciarse con miembros de las iglesias afroestadounidenses.

Debido tanto a su alineamiento natural con la izquierda política como a la persecución estatal generalizada, los movimientos LGTB se han posicionado históricamente en contra de cualquier ideología nacionalista. Con el actual debilitamiento de la izquierda, el nacimiento de populismos de extrema derecha y la diversificación del voto LGTB ante cierto consenso de mínimos en Occidente en cuanto a sus derechos, se ha comenzado a apreciar una fragmentación y deriva de parte del voto rosa hacia ideologías conservadoras y, en muchos casos, xenófobas. Pero esto, como ya se ha visto, no es en realidad una tendencia completamente nueva.

De hecho, el conservadurismo LGTB tiene una amplia trayectoria, incluso si solo se consideran sus manifestaciones más acerbas. Es conocida la aversión de Heinrich Himmler hacia Ernst Röhm, cofundador y comandante de las SA nazis, por su homosexualidad -acabaría acusado falsamente y ejecutado durante la Noche de los cuchillos largos-, así como las revelaciones de una relación entre el ultraconservador austríaco Jörg Haider y su sucesor. En España, se ha documentado la existencia durante los años 70 de un colectivo de ultraderecha denominado Guerrilleros de la Gran Generación Gay, si bien parece tan dudoso como la existencia de una "división LGTB" dentro de la Liga de Defensa Inglesa -sí la hay dentro de otros partidos europeos de ultraderecha, como la Unión Democrática del Centro en Suiza-.

Diversos partidos políticos europeos de extrema derecha poseen un programa que incluye los derechos LGTB e incluso cuentan con representantes de la comunidad. Marine Le Pen, por ejemplo, ha promovido o incorporado durante su mandato a un 60% de personas homosexuales, incluido un modelo de revistas para gays -también ha recibido la aquiescencia del modelo gay Matthieu Chartraire-. Trump y Jimmie Åkesson, líder de los Demócratas de Suecia, cuentan con el respaldo respectivo de dos editores gays: Milo Yiannopoulos, de Breitbart, y Jan Sjunnesson, de Samtiden. Incluso partidos con escaso peso como el español Vox están adaptando su mensaje a la nueva retórica de la ultraderecha.

Esta alineación de la población LGTB con posturas conservadoras -y, en concreto, con aquellas claramente xenófobas- no está exenta de complicaciones. El doble discurso de la asimilación encierra la trampa de la invisibilidad y la promesa de una traición, como muestra el actual incremento en Europa de las agresiones por LGTBfobia. Asimismo, conlleva la discriminación hacia otras personas LGTB, en especial hacia las comunidades diaspóricas. Por último, encuentra fundamento en una caracterización interesada del islam como una religión intrínsecamente homofóbica a la vez que ignora convenientemente las doctrinas de otros cultos mayoritarios, como el cristianismo o el judaísmo.

¿Existe un homoterrorismo?

La Historia del movimiento LGTB no solo proporciona ejemplos de alianza con la derecha; la izquierda política -sobre todo a través de los frentes de liberación homosexual- y el anarquismo han sido los aliados LGTB por excelencia. De hecho, grupos de defensa como la Patrulla de las Panteras Rosas y activistas como Susan Saxe fueron calificados de "terroristas", ante lo cual cabe preguntarse -más allá de usos maliciosos del término- si existe o ha existido una actividad de verdadero homoterrorismo.

Incluso entre los movimientos revolucionarios y los colectivos definidos como radicales, el antibelicismo ha sido un rasgo común dentro del activismo LGTB. Más allá de la violencia autodefensiva y contestataria, solamente una organización podría recibir el dudoso honor de considerarse homoterrorista: el Ejército de Insurrección y Liberación Queer, más conocido como TQILA.

Fundada hace tan solo unos meses, esta guerrilla LGTB -presagiada en 2013 en la novela Guerreros del arcoíris- venía a sumarse a la lucha independentista en el Kurdistán sirio, una empresa de gran atractivo para la izquierda occidental. El suceso saltó enseguida a los titulares y muchos se preguntaron si Occidente no estaría más que fantaseando con lo que parecía mera propaganda. Por su parte, las Fuerzas Democráticas Sirias negaron cualquier vinculación con la facción -en parte también porque semejante autonomía cuestionaría su liderazgo en la lucha- y su grupo matriz fue pronto expulsado de la operación por su oportunismo mediático.

La existencia de TQILA parece factible, aunque se trate de un proyecto más modesto de lo que su portavoz pretende hacer creer. Pero lo verdaderamente interesante es cómo el Partido de los Trabajadores de Kurdistán se vende así mediante sus marcas blancas en la zona como refuerzo del Sunistán y aliado progresista occidental frente a Irán y sus simpatizantes en una auténtica estrategia de pinkwashing -y también de purplewashing- que oculta la desprotección contra la LGTBfobia en Rojava y sus violaciones sistemáticas de los derechos humanos.

Aunque la calificación de este grupo como terrorista es problemática, arroja luz sobre un asunto planteado anteriormente desde el feminismo: si grupos oprimidos como las mujeres y las personas LGTB pueden ser terroristas. El debate sobre la posible existencia de un terrorismo feminista tampoco está cerrado todavía, pero de lo que no cabe duda es que resolver que la violencia es "inherentemente patriarcal" no parece una respuesta aceptable.

La busca de un lugar: el nacionalismo LGTB

La existencia o percepción de una "opresión común" -especialmente durante la época fascista en Europa- también ha favorecido una complicidad entre el movimiento LGTB y los nacionalismos regionales o periféricos, con los que comparte características. Es por ello que el Frente de Liberación Gay de Cataluña eligió el catalán como lengua vehicular y emplea la senyera -bandera catalana- en su logo. A su vez, tanto Cataluña como País Vasco se han presentado a menudo en el marco de sus reivindicaciones independentistas como regiones excepcionales, alejadas de la imagen de España y próximas al cosmopolitismo europeo y norteamericano, una suerte de patrias soñadas para las personas LGTB.

Esta idea romántica tiene un largo recorrido en la literatura con la supuesta homofilia de la Antigua Grecia y ha llevado en numerosas ciudades a la constitución de guetos de facto. Con el debilitamiento del concepto de Estado nación y el avance de las nuevas tecnologías, incluso han surgido proyectos de naciones no territoriales, como Esona. En otros casos, las propuestas han sido más literales al definir, inspiradas en el sionismo, a la comunidad LGTB como un pueblo con una cultura específica, costumbres compartidas y hasta -en un momento y lugar determinados- su propia lengua.

Esta convicción, asentada sobre las reivindicaciones del colectivo Nación Queer, llevaría en 1969 a iniciativas como la Nación Stonewall, que proponía una migración masiva al condado estadounidense de Alpine con el objetivo de lograr una mayoría electoral de personas LGTB. La idea causó pánico en la población y no despertó grandes apoyos dentro del movimiento, pero sembraría la semilla para iniciativas similares, desde las comunas lesbianas de Las Furias en Washington hasta la banda itinerante de las Van Dykes. En 2007 el activista Garrett Graham publicaría un plan y la Constitución de un supuesto Estado LGTB - ya sugerido dos décadas antes por el escritor William S. Burroughs -, pero lo cierto es que para entonces ya existía por lo menos una nación semejante: el Reino Gay y Lésbico de las Islas del Mar del Coral.

Hace tan solo unos meses, el senador australiano Eric Abetz, miembro del conservador Partido Liberal, cuestionaba la presencia de la bandera arcoíris en instituciones públicas al tratarse de "la bandera de una nación hostil [...] que ha declarado la guerra a Australia". Aunque se trataba de una maniobra política evidente, no decía nada falso: en 2004 el primer ministro John Howard y el líder liberal Mark Latham aprobaban una enmienda por la que se incorporaba a la ceremonia la mención expresa de la prohibición del matrimonio entre personas del mismo sexo y varios activistas LGTB declararon su secesión y la toma de posesión de un archipiélago deshabitado de 3.095 km².

Basándose en el derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos, convirtieron el territorio - según ellos, sin reclamar- en la primera micronación LGTB de la Historia -la segunda si se da crédito a la supuesta República Gay Paralela- y declararon la guerra a Australia; ante la falta de respuesta, el reino quedó constituido. Militarmente neutral, con un sistema de Derecho anglosajón, el euro como moneda -muestra de la diplomacia homonacionalista europea- y una economía basada en el turismo, la pesca y la filatelia, el "reino más pequeño del mundo" adoptó la forma de una monarquía constitucional para evitar, conforme a la ley australiana, un encausamiento por traición a la Corona.

Desde el inicio de la aventura en 2004, el Parlamento australiano ha desestimado 22 propuestas de ley sobre matrimonio igualitario - legalizado durante cinco días en 2013-. La población se encuentra dividida: ante el rechazo de un referéndum, estos últimos meses se ha realizado una encuesta postal voluntaria entre manifestaciones bajo el lema "Straight lives matter" -'Las vidas hetero importan'-. Según su web oficial, la respuesta afirmativa conlleva la disolución definitiva del reino el 17 de noviembre de 2017, si bien su emperador, Dale Parker Anderson -quien se declara descendiente, entre otros, del "rey gay" Eduardo II de Inglaterra-, ya había abdicado en 2014.

Muere así la primera nación LGTB de la Historia, pero deja en el aire la duda de si la estrategia de desterritorialización del homonacionalismo, que aliena incluso al nacional, traerá consigo nuevos propósitos de territorialización -como el del emperador Dale I- o reterritorialización -caso de TQILA-. A pesar de que la micronación australiana no llegó a ser reconocida por ningún Estado -de hecho, recibió el rechazo de proyectos similares-, parece haber inspirado movimientos en zonas como Somalia o Barcelona. En cualquier caso, resulta evidente que la solución a la LGTBfobia no puede ser un gueto nacional; la lucha por los derechos de los discriminados no es un estandarte que ondear, sino una bandera de todos que todavía está por plantar.


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