Revista Cultura y Ocio

Una semblanza de Luis Alberto de Cuenca

Por Agora

Una semblanza de Luis Alberto de Cuenca
Mi memoria de Luis Alberto de Cuenca se remonta, creo recordar, a 1987. Yo estaba entonces en el ecuador de mis estudios de licenciatura, y planeaba ya el qué y el cómo para un doctorado futuro. Me interesaba de manera especial el pensamiento político del Renacimiento, pero también —y de modo más apasionado incluso— el estudio riguroso de Tolkien y su obra. Sobre este último asunto no había encontrado, hasta entonces, otros ánimos más allá del mío y los míos, y el aliento de unos pocos amigos. Poco después mis pasos se encontrarían con los de José Miguel Odero, mi maestro, y él se encargaría de llevar a buen puerto mi ilusión y tantos esperanzados afanes.
En 1987 todo aquello estaba por llegar. Mi sorpresa derivó en alivio y alegría cuando leí en la prensa una entrevista con (por entonces, para mí, “un tal”) Luis Alberto de Cuenca, salpicada de elogiosas referencias a la así llamada literatura “fantástica”. Aquel joven filólogo hacía honor a su vocación, borrando la tantas veces difusa (y a menudo necia) dicotomía entre alta cultura, y cultura popular. Me llevó años descubrir las raíces del desprecio con que, en general, el mundo académico se mantiene en un alejado desdén de la literatura imaginativa, y la tremenda confusión que arrastra el término “fantasía”. Pero la lectura de aquellas opiniones audaces y sin complejos supuso un aldabonazo para mis balbuceos investigadores. Cuando se comienza a hollar una senda escarpada, el impulso inicial y la compañía adecuada se revelan, a menudo, parte de la feliz conclusión del regreso a Ítaca; del propio viaje que se traduce a la postre en el sentido y el lugar de la aventura, en el sentir de Kavafis.
No sé si ya por entonces él ocupaba su plaza en el CSIC; imagino que sí. Lo que desconocía era que, con el tiempo, llegaría a conocerlo y a contarlo en el número de mis amigos. Algunos de los jalones de ese venturoso camino fueron la lectura del prólogo a la edición en español de Sir Gawain y el Caballero Verde (Siruela, 1991), obra a la que yo había llegado a partir del excelente ensayo y traducción realizada por Tolkien y E.V. Gordon en 1926. En aquellas páginas, que afianzaron en mí una ya firme simpatía, Luis Alberto dejaba constancia de su admiración y reconocimiento por el talento y la obra el autor inglés con argumentos que iban más allá de los gustos personales. Pero fue durante el tiempo en que desempeñó el cargo de director de la Biblioteca Nacional cuando, en compañía de un gran amigo, viajé a Madrid con la intención de pedir su consejo, y pude al fin conocerlo personalmente. Creo recordar que corría el año 1997. Queríamos emprender un plan de traducciones ambicioso, desde las recopilaciones de cuentos infantiles editados como libros de colores por Andrew Lang (textos que luego publicaría, fragmentariamente, Siruela) hasta algunos clásicos medievales, y también Evelyn Waugh, Chesterton o C.S. Lewis. Mucho de lo que entonces planeamos mi amigo y yo aún espera su momento, si es que algún día llega a ver la luz. Lo que sí obtuvimos sin dilación fue su cariñosa y entusiasta acogida, algo que —recuerdo vivamente— me chocó quizá por el contraste con que otras puertas habían permanecido entornadas, si no testarudamente cerradas. Luis Alberto se arrellanó en el sofá que adornaba su hermoso despacho en la Nacional (uno de esos lugares en los que te gustaría quedarte encerrado), escuchó nuestro entusiasmo juvenil —creo que se dejó contagiar por él—, y nos puso en la pista de este o aquel amigo, a quienes (claro que sí), podíamos acudir de su parte, y que prestarían oídos a nuestro impulso.
Antes de aquel día, podría decir, había empezado esa azarosa senda que han de recorrer los que construyen en la distancia algo más que una camaradería. Nos veíamos esporádicamente, y las cartas o el teléfono servían de andamiaje para esa hermosa tarea conjunta que es la amistad. Poco después de fallecer su padre, Luis Alberto viajó a Murcia para un recital de poesía organizado por la obra cultural de Cajamurcia. Acudí a escucharlo pero, sobre todo, acudí para dar un fuerte abrazo a mi amigo, y decirle que él y su padre estaban en mi oración y recuerdo. Fue una tarde conmovedora, como lo son los encuentros donde la belleza y la sombra de la muerte nos recuerdan que somos estirpe de Adán, pero también y sobre todo, linaje de Dios.
En sus años como Secretario de Estado de Cultura me resultó más difícil coincidir con él, pero nos manteníamos al día a través de ese bendito invento que es el correo electrónico. Fue tan amable de escribir cartas de recomendación para mis solicitudes como lector en Estados Unidos, y no dejaba de alentar mis pasos y avances. Después de doctorarme con una tesis sobre la poética de John Ronald Tolkien a través de un estudio pormenorizado de El Señor de los Anillos, defendida en 2001, y con la avalancha que se produjo poco después a causa de las exitosas películas de Peter Jackson, Luis Alberto no dejó de jalear mi trabajo universitario, y (entre otras cosas) accedió muy amable y generosamente a prologar esa tesis cuando fue publicada por Minotauro en 2004. Coincidimos en aquellos años en programas de radio y, aquí y allá, nuestros pasos se solapaban de vez en cuando sobre el telón de fondo de la Tierra Media.
Mi último encuentro con él sucedió hace ya demasiado tiempo, en 2009. Luis Alberto acudió a Granada a un nuevo recital de poesía, esta vez auspiciado por el Centro Cultural Nuevo Inicio. Al concluir la velada de hermosos ecos y palabras medidas, mi esposa y yo fuimos a cenar con él, y la conversación fluyó por los amables territorios de la confidencia y la crítica constructiva. Con todo, creo recordar que hablamos de ese tema que se cuenta entre los escasos verdaderamente importantes: nuestros hijos.
Hasta aquí mis recuerdos, la trama entretejida de vivencias sobre la que descansa una amistad. Sin embargo, más allá de esa memorias más o menos nítidas permanece una convicción: la de haber sido acogido desde el inicio no desde la superioridad o la actitud de quien ya ha recorrido gran parte del camino, sino desde el talante a veces divertido y siempre amable del que se sabe acompañante y atizador de ilusiones. Al menos para quien esto escribe, Luis Alberto nunca fue un lejano maestro, frío e impenetrable como el mármol, sino siempre un amigo bueno, “en el buen sentido de la palabra”. Como poeta de línea clara que es, creo que ahí radica una característica que debemos apreciar más que nunca en estos tiempos de incertidumbre y sombras: la lealtad y el compromiso con la palabra dada; y por encima del currículum y los méritos tasados, la sencilla certeza de que somos compañeros de destierro, amantes y esperanzados montaraces en la senda del tiempo y, más allá, del Tiempo. Por eso, más aun en la hora del merecido homenaje que se le rinde desde estas páginas, quiero escribir, sin que nadie más que él las lea, estas líneas claras: no hay metáfora más hermosa que la verdad; y, parafraseando a Cervantes, la humildad es la verdad en la senda de los hombres “destinados a morir”.
En la esperanza de un pronto reencuentro, te abrazo, amigo mío.
Eduardo Segura,Granada, a 4 de octubre de 2011Fotografía Toñy Riquelme

Volver a la Portada de Logo Paperblog