Revista Cultura y Ocio

Una sensación extraña

Publicado el 24 septiembre 2017 por Benjamín Recacha García @brecacha

Una sensación extraña

Llevo días dándole vueltas a este texto. Reflexiones, ideas sueltas, algún párrafo en mi cabeza, noticias y artículos de opinión que me hacen matizar lo que pensaba o reafirmarme en ello…, pero sobre todo sensaciones, sensaciones extrañas que no recuerdo haber tenido nunca. Va a ratos. Hay momentos en que me inquieta lo que está pasando pero más lo que puede pasar, y otros en que miro alrededor y todo está más o menos como siempre. La gente hace su vida cotidiana y me digo que la tormenta pasará y seguiremos más o menos igual. Ojalá.

He escrito ojalá, sí. Me chirría bastante. No me tengo por una persona conformista ni conservadora, pero es que lo que está ocurriendo en Catalunya estos días es preocupante. Los registros policiales en edificios públicos, imprentas, medios de comunicación; la intervención de las cuentas de la Generalitat; las detenciones… Con el PP en el gobierno, la aventura independentista estaba cantado que era una práctica de alto riesgo, sabiendo de antemano, como todo el mundo sabía, que el acuerdo para un referéndum era imposible.

Los impulsores del “procés” se liaron la manta a la cabeza y con Carles Puigdemont al frente se han atrevido a mantener el pulso (parece que) hasta el final, cosa que no hizo Artur Mas. Sabiendo que la ultraderecha española (el PP) lleva el gen del franquismo bien implantado y que jamás aceptará unas tablas si puede vencer por aplastamiento. La derecha española sólo es demócrata cuando gobierna; la democracia es un estorbo para sus propósitos.

Por eso me sorprende tanto que el procés no tuviera prevista esta reacción furibunda que, pese a todo, tengo la desagradable impresión de que aún está siendo muy contenida. La semana que viene, si el Govern no da el paso atrás definitivo, puede ser terrible.

Resulta sorprendente y desconcertante. Si no lo tenían previsto, es de gobernantes irresponsables; y si lo tenían, es de locos. No sé qué estúpidos cálculos electoralistas podían estar haciendo Puigdemont, Junqueras y compañía para pensar que “sacrificar” a decenas de trabajadores, empurados por su participación en los preparativos del 1-O, era un precio que valía la pena pagar.

El referéndum del 1 de octubre ya es lo de menos. No creo que quede nadie con dos dedos de frente que siga defendiendo que el resultado de lo que acabe pudiéndose hacer ese día será vinculante. Y si el PP fuera un partido democrático con intención de preservar la democracia y la convivencia, dejaría la cosa como está y no echaría más leña al fuego. Pero no lo es.

Han ganado. El 1-O será otra gran movilización independentista, y ya. Probablemente sea el punto de partida a un nuevo proceso electoral que continúe alimentando al procés. O no. Y eso es lo que me inquieta.

Si el gobierno español decide insistir en su exhibición de fuerza, judicial y policial; si continúa empeñándose en demostrar el poder del estado para aplastar al “secesionismo”, nadie sabe qué puede desencadenar.

Los ánimos están caldeados en Catalunya. Hasta ahora el procés ha sido un movimiento cívico, festivo e indiscutiblemente pacífico. Incluso durante estos últimos días ha mantenido el orden y la disciplina. Manifestaciones y concentraciones programadas, actos lúdico-reivindicativos con su correspondiente escenario, megafonía y toda la parafernalia. Miles de personas indignadas, que están viendo atropellados sus derechos nacionales y civiles, y que, sin embargo, se mantienen obedientes ante las instrucciones de sus líderes (Govern y las entidades soberanistas Òmnium Cultural y, sobre todo, ANC, el enorme lobby independentista al que no se le escapa un detalle sobre todo lo que tenga ver con el procés).

Los únicos que se salen un poco de este absurdo modelo de revolución ordenada y obediente son los militantes de la CUP. Para la izquierda anticapitalista el escenario de relativo caos (que no violencia) en el que estamos entrando tímidamente es la oportunidad de desbordar el procés. Estos últimos días ha salido a la calle mucha gente joven, y otra mucha que, sin ser independentista, se ha movilizado como reacción al ataque contra las libertades perpetrado por el gobierno central. Prohibir actos en los que se iba a debatir sobre el derecho a la autodeterminación, prohibir el debate de ideas… Insólito y escandaloso…, pero no sorprendente.

El viernes por la noche estuve en Barcelona. Pasé junto al edificio de la Universitat de Barcelona en Gran Via, frente a la plaza Universitat, que llevaba varias horas ocupado por los estudiantes en defensa del referéndum. Había bastante movimiento. Muchas esteladas y mensajes en trozos de papel y cartón que los jóvenes colgaban en árboles y vallas. Seguramente la inmensa mayoría de los que estaban allí tenían la sensación de estar viviendo un momento histórico, como el miércoles los miles de personas que se concentraron junto a la sede de la CUP en respuesta al intento de registro policial. Incluso las decenas de miles que pasaron todo el día frente a la conselleria d’Economia mientras era sometida al registro de la Guardia Civil (también allí se instaló un escenario con megafonía).

Lo que quería explicar es que mientras los estudiantes, con esa sensación de estar protagonizando una revolución, se hacían suya la universidad, a veinte metros la vida nocturna de Barcelona era exactamente la misma que la de cada noche. Montones de turistas paseando, cenando en las terrazas, entrando y saliendo de los hoteles, personas de todo tipo charlando en los parques, los skaters exhibiendo su habilidad con el monopatín, gente corriente yendo o volviendo del trabajo, y, por supuesto, el mismo tráfico de siempre. Es decir, que si te alejabas veinte metros del edificio universitario la revolución se había esfumado.

La noche del miércoles en todos los pueblos de Catalunya se escucharon sonoras caceroladas espontáneas como protesta por la operación policial contra la Generalitat. Desde entonces se repiten cada noche a las diez. En Caldes de Montbui, el pueblo donde vivo, en el que el sentimiento independentista es muy mayoritario, si la cosa sigue así pronto no quedará una sola cacerola sana. Es inevitable recordar aquel no a la guerra de Irak y la emocionante reacción colectiva a las mentiras del PP respecto a los atentados del 11 de marzo de 2003 en Madrid.

Si el procés fuera un movimiento revolucionario, lo que ha ocurrido esta semana habría activado el desborde definitivo. Se ha oído hablar de huelga general, pero dudo que se produzca. Para la izquierda que ve en la independencia la oportunidad de construir un estado más justo, el escenario revolucionario es la única oportunidad; que la gente se haga definitivamente suyo el movimiento, al margen de gobernantes y entidades que dictan las instrucciones a seguir. Pero que ocurra es imposible. No descarto que pase algo, que si el PP intensifica la represión la cosa se descontrole por un tiempo.

Y eso es lo que realmente me inquieta, porque el procés, insisto, la masa que lo sostiene es, sobre todo, gente de orden. Votantes de la antigua CiU y de ERC, burgueses y socialdemócratas. La izquierda transformadora y revolucionaria es una minoría que, si se llega al caso, tendrá una capacidad limitada de mantener el pulso a la represión policial, pero acabará cediendo a la misma velocidad que la inmensa mayoría de sus compañeros de viaje regresará a la seguridad del hogar, a golpear cacerolas cada noche.

El procés es un ejemplo espectacular de capacidad de movilización en torno a una reivindicación patriótica, nacionalista, en oposición a otra nación, la española. Es, básicamente, una cuestión de símbolos. Quizás me equivoque, pero cuando la cosa se ponga verdaderamente fea (y del PP hay que esperarse lo peor), a quienes luchan por una Catalunya independiente como la herramienta para crear una sociedad más justa los dejarán con el culo al aire.

Ojalá durante estos días haya margen para el diálogo, no con el PP, del que no se puede esperar nada, ni con Ciudadanos, que si pudiera soltaría ya a los miles de policías y guardias civiles que el gobierno ha destinado a Catalunya y aloja en un crucero decorado con motivos de los Looney Toones, pero sí con el resto de fuerzas políticas. Ojalá el PSOE fuera valiente y anunciara una moción de censura (lo sé, es tan improbable como que el PP reniegue de su origen franquista), y ojalá los partidos independentistas entraran en razón y, por mucha razón que crean tener, aplazaran sus legítimas reivindicaciones para evitar la tentación del gobierno a recurrir a toda la fuerza de que dispone (que es mucha) para escarmentar a los catalanes.

Ah, y ojalá los medios de comunicación hicieran gala de la responsabilidad de la que adolecen los líderes políticos de uno y otro bando, y dejaran de avivar el fuego con gasolina. Pero claro, esos medios, en estos tiempos aciagos para el debate y el intercambio de ideas, ya no son de comunicación, sino de propaganda.

«Europa no lo permitirá y parará los pies a Rajoy». Cuánta inocencia. Europa, en el peor de los casos, como mucho, hará algún comunicado, anunciará alguna sanción de pacotilla, y pelillos a la mar. Sobre el papel de Europa, recomiendo vivamente este artículo de Rafael Poch, corresponsal de ‘La Vanguardia’ en París. Brillante y contundente.

Me gustaría que el procés fuera un proceso realmente revolucionario, que fuera el desencadenante de una verdadera transformación en el resto de España, que desembocara, por ejemplo, en la Tercera República. Pero no lo es, y mira que hay gente a la que aprecio que lo cree de verdad, que piensa que es una oportunidad a la que no podemos renunciar, pero es que hay tantas cosas que chirrían… Una revolución tiene que ser sobre todo social, que su desencadenante sea la voluntad de transformar una realidad manifiestamente injusta a partir de valores como la solidaridad, el altruismo y la justicia social. Pero lo que pasa en Catalunya no va de eso, sino básicamente de sueños nacionalistas y resentimiento. No voy a profundizar en el tema, porque ya he escrito varios artículos sobre ello.

El caso es que me apena la situación a la que hemos llegado, y me conformaría con que eso fuera todo, y que la inquietud por lo que pueda pasar acabe esfumándose. Por ahora, sin embargo, la sensación extraña sigue ahí.

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