Revista Diario

Una tarde de Diciembre

Por Bitacoradeviajes
Era una tarde gris. Diciembre nos imponía un día de lluvia. Tormenta de verano que, caprichosa y frenética, se desahogaba sobre Buenos Aires con furia guerrera. Sin embargo, como toda tormenta de verano persistió sólo por algunas horas, dejando tras de sí enormes charcos de clara agua, un fresco aroma a tierra mojada que invadía el ambiente y una tupida alfombra de flores amarillas que descansaban en las veredas después que las ráfagas de viento las robaran de los añosos árboles que, en cadena, se sucedían cuadra tras cuadra.Cecilia y Fermín se conocían poco.Habían conversado algunas veces y sabían que tenían algunos gustos e intereses en común.Se agradaban y, por eso, esa tarde gris y lluviosa de diciembre habían acordado visitar juntos una exposición.¡Qué inescrutable resulta el destino! ¡Qué genio pícaro y travieso manipula las fichas de una partida que desconocemos, pero nos vemos obligados a jugar de todos modos!La exposición – por razones totalmente ajenas a Cecilia o Fermín – no se realizó y ambos se vieron forzados a tener que adoptar posturas más cercanas e intimistas de las que (seguramente) se habían propuesto e imaginado para la ocasión.En mente habían tenido: exposición y regreso con comentarios sobre la experiencia compartida; incluso, no irían solos, pero los demás convocados faltaron a la cita.Entonces, allí estaban esa lluviosa tarde de diciembre, tratando de asumir con cierta naturalidad lo que el destino les había impuesto, aprovechando esa desventura para adoptar caminos menos distantes que les permitieran relacionarse.Se encontraban cerca del puerto y podían verse, a lo lejos, las siluetas rojizas de las grúas de carga, recostándose sobre el cielo gris plomo que ya no descargaba su ira; por el contrario, mostraba algunos claros por los que se asomaban intensos azules y unos rayos tímidos de sol.La imagen, en cierto modo, era intimidante: la luz se proyectaba con interesantes reflexiones que destacaban el intenso color azul del cielo en rabioso contraste con el tupido manto amarillo de las veredas, enmarcadas por manchones verdes de pasto y las copas de los árboles; así como el rojo óxido de las grúas - viejos esqueletos mecanizados - que con líneas estilizadas completaban el paisaje urbano.Cecilia, embriagada por el dulce perfume que despedían las flores, pensó que la postal que el momento les regalaba era hermosa.Sin embargo, conservó ese pensamiento para sí porque no quería parecerle cursi o empalagosamente romántica a Fermín.Al fin y al cabo, recién se estaban conociendo y – aunque no le importaba ser una romántica perdida – no quería empañar la tarde con una frase inoportuna.Finalmente, ambos optaron por viajar al centro y pasear juntos un rato, dejando tras de sí algunas dudas e indecisiones.  Recorrieron las galerías comerciales, caminaron por la peatonal y, cansados de vagar sin rumbo, decidieron entrar en una cafetería.Sucesivas rondas de cafés y croissants los fueron acercando y les sirvieron de puente para unir sus orillas.Desde sus historias hasta sus creencias, fueron abriendo los corazones para mostrarse ante el otro tal cual eran, sin máscaras ni posturas.Estaban solos; nadie los conocía, lo que les hacía sentir que podían ser ellos mismos sin preocuparse porque el otro los juzgase.Cecilia pensó que Fermín era hermoso. Sus ojos brillantes, pícaros e inquisidores querían saber todo sobre ella.Su boca, inquieta mariposa, aleteaba entre cada palabra, permitiéndole entrever sus dientes que como bellas perlas brillaban con destellos sutiles cada vez que sonreía con picardía ante algún comentario propio o ajeno.Sus manos, protectoras y masculinas, gesticulaban con movimientos medidos y precisos.Cecilia sintió que Fermín era, sencillamente, muy guapo.La conversación saltaba vigorosa de tema en tema y la tarde desaparecía para darle paso a una noche de película con un cielo impecablemente negro y poblado de miles y miles de estrellas.Fermín, entretenido con la charla, pensó que Cecilia era muy linda.Sus ojos casi negros lo escrutaban todo con un dejo mezcla de romanticismo y melancolía.Fruncía la frente o arqueaba las cejas en interesante dibujo, acompañando sus palabras y eso le imprimía un aire interesante.Su cabello largo y colmado de rizos que caían sobre los hombros y su espalda le aportaban el marco perfecto a su carita de nena curiosa que quiere una respuesta para todo.Su boca pequeña daba lugar a una sonrisa brillante que inundaba de risas el aire y alegraba el corazón de quien la escuchaba.  Fermín pensó que Cecilia era bella, muy bella.Cuando el reloj marcó las nueve, ambos creyeron que era hora de regresar y se encaminaron a la estación para tomar el próximo tren.Ninguno de los dos quería que el paseo terminara.Pero, no hicieron comentarios sobre el tema y, en su lugar, llenaron de palabras, risas y direcciones de e-mail el tiempo que les llevó el viaje.Al llegar a destino, sintiendo que las horas se habían esfumado con la rapidez que el rayo descarga toda su potencia sobre la tierra, no sabían cómo decirse adiós.Fermín acompañó a Cecilia hasta la puerta de su casa y continuaron allí una interminable despedida hilvanada con "Nos vemos", "Arreglamos otra salida", "La pasé muy bien", "Me gustas mucho"...Sin decir una palabra, se miraron a los ojos por unos segundos, se tomaron de las manos y se dieron un tierno beso.Cecilia se sonrojó con infantil vergüenza; Fermín sonrió con tierna condescendencia y ambos sintieron aletear mariposas en sus estómagos.Se quedaron así, frente a frente, tomados de las manos y mirándose a los ojos por unos segundos más, dejándose llevar por las sensaciones.Esa tarde gris de Diciembre nada había salido como lo habían planeado: un guiño (o capricho) del destino desbarató sus planes.  Sin embargo, las cosas no habían podido salir mejor.Esa noche, Cecilia soñó que Fermín caminaba sobre una alfombra de flores amarillas y Fermín no pudo dormir, pensando en Cecilia…

Una tarde de Diciembre
 

©Silvina L. Fernández Di Lisio 
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