Revista Cultura y Ocio

Una última mirada | Ernesto Suárez

Publicado el 02 noviembre 2016 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Ernesto Suárez

(Publicado originalmente en Wattpad el 8 de septiembre de 2015)

1

Postapocalipsis
Mientras corría a lo largo de la calle, flanqueada por casas destruidas, recordaba el día en que había empezado el exterminio. No pudo evitar que una sonrisa apareciera en su rostro, una que se convirtió en una histérica carcajada al percatarse de lo ridícula que era la desgracia que estaban viviendo. Los otros la llamaban guerra, recordaba sin dejar de reír, y que la llamaran así no tenía ningún sentido. En una guerra cada ejército atacaba en igualdad de condiciones y eso era algo que él y los suyos no podían hacer. Atacar a los otros estaba fuera de la ecuación. Por ello habían optado por lo único que sí se les permitía, el huir en todas direcciones aún sabiendo que sólo estaban posponiendo lo inevitable.

Su inoportuno ataque de risa se cortó al escuchar una fuerte explosión. Aunque en el fondo no quería hacerlo, dejó de correr, se volteó hacia el sonido que había venido desde atrás de él y observó como una gigantesca columna de fuego se alzaba desde el centro de la ciudad, a un par de kilómetros de donde se encontraba. Permaneció largo rato, cual hipnotizado, observando como el fuego se desvanecía y se convertía en una columna de humo negro, tan alta que parecía perderse en la atmósfera. Una serie de pequeñas explosiones y gran cantidad de disparos lo hicieron reaccionar. Vio a varios de los suyos surgir de entre las ruinas que le rodeaban y correr por todas partes. Los vio abrirse paso a través de las nubes de polvo y de los escombros que constituían el nuevo paisaje de la ciudad que había amado. Fue entonces cuando decidió que no se les uniría, que quería dejar de huir, de sentir miedo y de aferrarse a una tonta esperanza de supervivencia. Ahora le tocaba descubrir si su amada estaría de acuerdo con él y decidiera quedarse a su lado.

2

Cerró la puerta y apoyó su espalda contra ella. Trató de ordenar sus ideas, de encontrar las palabras adecuadas para explicarle la decisión que había tomado. Temía que no aceptara y que quisiera seguir huyendo.

–¿Encontraste suministros? –Él se sobresaltó al escuchar su voz y la miró fijamente. Ella estaba de pie junto a los escombros de lo que había sido la escalera que llevaba al segundo piso, tenía sus brazos cruzados delante de su pecho y también le miraba fijamente–. ¿Algo?

–Nada –contestó–. Esta zona quedó totalmente destruida por los primeros bombardeos. No ha quedado nada.

Ella bajó su mirada un par de segundos, luego la levantó y se acercó a él.

–Estuve escuchando la última estación de radio que quedaba. Su señal se cortó hace media hora.

–¿Dijeron algo que valiera…

–Dijeron que habían arrasado con todos en Europa y con miles en América del Sur –le interrumpió ella.

–¿Ya no queda nadie en Europa?

–Nadie. Los exterminaron a todos.

Él no terminaba de creer esa noticia. Los ataques habían empezado seis días atrás y en menos de una semana lograron acabar con todos los que vivían en un continente.

–Vi a varios pasar corriendo frente a la casa. Gritaban que había que huir…, que estaban muy cerca…, que…, que…

–Yo también los he visto –acotó él, aún tratando de encontrar las palabras que necesitaba.

Otra fuerte explosión sacudió la casa en la que llevaban refugiados los últimos dos días. La ruinosa pared que separaba a la cocina del comedor finalmente se desplomó pero ninguno de los dos se inmutó ante ello. Continuaron mirándose fijamente, en silencio, escuchando como se acercaban los disparos.

–Ya no quiero seguir huyendo –dijo ella con firmeza, rompiendo el silencio que flotaba entre ambos.

–¿Qué dices?

–Digo que es estúpido seguir corriendo…, estúpido… –su voz se quebró un instante y usó otro para recuperar la compostura–. No importa hacia donde corramos…, no…, no hay a donde ir…, no hay…, no sé…

–Ya no digas nada –le interrumpió, segundos antes de atraerla hacia él y de abrazarla lo más fuerte que pudo. Ella cerró los ojos y le devolvió el abrazo–. Yo también pienso lo mismo. No tiene sentido extender nuestra agonía.

–¿En serio?

–Muy en serio.

–¿Crees que será rápido? –preguntó ella con voz entrecortada–. No crees que decidan torturarnos primero o hacer algo cruel, no sé, humillarnos antes de…, de…

–No lo creo –le aseguró, aunque era una posibilidad que también le preocupaba.

Una nueva explosión puso a temblar todo a su alrededor y escucharon como una parte de la fachada posterior, o tal vez toda, se desmoronaba. Permanecieron abrazados por unos segundos más, luego se miraron, se tomaron de las manos y se sentaron en el piso.

–¿Recuerdas el día en que nos conocimos? –preguntó ella con una sonrisa en el rostro.

–Por supuesto –respondió él, también esbozando una sonrisa–. Estabas en la cocina lavando todos los platos que habían quedado sucios de la fiesta de la noche anterior.

–Bueno, esa fue la primera vez que tú me viste a mí –dijo ella, mientras la casa se sacudía nuevamente–. Yo te vi primero a ti. Estabas en el jardín trabajando en los rosales que adornaban la fuente. Trataba de limpiar una olla cuando te vi a través de la ventana –rió un momento y él rió también–. Te veías tan serio y tan concentrado en esas rosas.

–Siempre me absorbía mi trabajo.

–Te veías tan especial –dijo ella, apretando las manos de él con un poco más de fuerza–. Fue en ese momento cuando experimenté el cambio, cuando descubrí que quería vivir a tu lado.

–A mí me pasó lo mismo cuando te vi.

Escucharon que los otros estaban afuera de la casa, gritando y haciendo mucho ruido, pero no se alteraron por ello.

–Los jefes no se alegraron mucho al enterarse de lo nuestro –dijo ella, aún sonriendo. Él se alegró al notar que ya no había miedo en su voz.

–Es verdad, pero al menos nos apoyaron –contestó él–. Gracias a ellos pude compartir contigo estos noventa seis años, los cuales han sido los mejores de mi vida.

–También han sido los mejores de la mía.

La puerta por la que él había entrado, junto con gran parte de la pared, estalló. Ambos fueron golpeados por una lluvia de piedras, astillas y vidrios que cubrió sus cuerpos de profundas heridas. Casi la mitad del cuero cabelludo de ella desapareció y el ojo derecho de él se salió de su órbita y cayó al suelo entre ambos; sin embargo, continuaron sujetándose de las manos, sonriendo y mirándose cariñosamente.

–Te amo PA237 –dijo él. Varias chispas empezaron a salir del lugar donde había estado su ojo.

–Te amo XL119 –respondió ella, mientras una sustancia azulada emanaba de su cabeza y cubría todo su rostro.

Dos soldados entraron a paso veloz y les apuntaron con sus ametralladoras modelo KP, armas especialmente diseñadas para el proyecto de aniquilación que sus superiores habían orquestado y que ellos ayudaban a ejecutar.

–¡No se muevan malditos! –gritó uno de ellos.

–¡No intenten hacer nada! –gritó el otro.

–No haremos nada –respondió él, con calma y sin apartar su vista de ella–. Saben que no podemos atacarlos. No era necesario que llegaran a esto.

–Tal vez –dijo un tercer soldado mientras entraba en la casa. Se detuvo junto a sus compañeros y contempló, con gesto de asco, como PA237 y XL119 permanecían sentados en el piso y con sus manos entrelazadas–. Pero su búsqueda de independencia resulta preocupante. No podíamos arriesgarnos a que pensaran que el mundo sería un lugar mejor si ustedes lo manejaran.

–Lo sería –respondió él.

El soldado recién llegado se les acercó, recogió el ojo, lo limpió un poco y lo encajó lo mejor que pudo. Él sintió dolor cuando el soldado hizo esto pero optó por no demostrarlo.

–Listo robotcito –dijo el soldado, sonriendo–. Sé que ya no te sirve pero al menos tu noviecita no tendrá que mirar un agujero. Eso se llama compasión –les dijo, antes de ponerse de pie y acotar con tono burlón–. Es un sentimiento humano pero no espero que lo entiendan.

–Lo entendemos perfectamente –dijo él–. Nosotros sentimos lástima por ustedes.

–Es un sentimiento humano –acotó ella–. Aunque no esperamos que lo entiendan.

Nadie dijo nada más y el tercer soldado se limitó a observarlos en silencio. Por un instante pensó en separarlos pero de inmediato desechó la idea. Luego dirigió su mirada hacia los hombres que les apuntaban, asintió con su cabeza, estos asintieron a su vez, y se alejó de ellos.

Los amantes apretaron sus manos con más fuerza, mantuvieron sus sonrisas y, un instante antes de ser destruidos por una ráfaga de balas capaces de atravesar blindajes de titanio, se obsequiaron una última mirada, la misma mirada amorosa, alcanzaron a darse cuenta, que se habían obsequiado el uno al otro el día que se conocieron.

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Archivado en: Cuento del mes Tagged: Ernesto Suárez, Exterminación, Guerras futuristas, Horror cósmico, Humanoides, Mundos apocalípiticos, Robots
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