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Vanitas

Publicado el 24 marzo 2012 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
Recordando el inmortal número de Cabaret se puede pensar que es el dinero el que mueve al mundo, pero no es así. Tampoco sería el poder, la fama o, incluso si se me apura, el sexo. Al mundo únicamente lo mueve la vanidad, la vacua y fútil vanidad, tan cargada de insatisfacción que siempre pide más y más.
El mundo está gobernado por vanidosos sedientos de satisfacer instintos primarios acaudalando riquezas, acumulando poderes, llenando su ego hasta el punto de despreciar a sus semejantes y no sólo creerse superiores a ellos, sino que incluso se llega al desprecio ajeno. Cierto es que todos nacemos iguales en dignidad, pero no es menos cierto que la desigualdad es un hecho natural que diferencia e identifica a cada ser humano, dándole unas características propias e inalienables. Este hecho de la desigualdad afecta a la esencia personal, pero no a las características intrínsecas propias de la esencia creadora que hay en cada uno de nosotros, ese poso divino de ser semejantes al Creador, sólo distintos en nuestra condición imperfecta, herencia de nuestros primeros padres. Así pues, quienes se ciegan por la vanidad en el ejercicio del poder asimilan un concepto espurio de la naturaleza de la desigualdad y se colocan en un falso pedestal, elevándose sobre sus propios hermanos, usándolos como cimientos de su vacuidad, como simples rasillones que soportan el peso vano de la soberbia.
Políticos, banqueros, especuladores sin escrúpulos pueden venirnos a la mente en tiempos pasados y en los actuales. Vanidosos que asientan sus feudos acentuando las desigualdades entre los hombres. No es necesario clamar aquí y ahora contra la inmoralidad de este mundo establecido sobre un orden perversamente injusto y darwinista, los pseudoparaísos capitalistas y comunistas que se dividen el mundo, nacidos ambos del monstruo de la falsa razón cartesiana, de la ilustración y de la fisiocracia, espejismos que han querido situar al Hombre en el centro de todo y lo han convertido en la más absoluta de las piltrafas al negarle su esencia transcendente con vacías promesas de libertades, igualdades y fraternidades que los propios sistemas niegan. El hombre es un mero productor, si es que puede encontrar trabajo en el mundo desarrollado en estos tiempos tiempos de crisis, un sujeto explotado por la barbarie generalizada, un instrumento del que las democracias se sirven cada cierto tiempo para que ratifique la legitimidad en las urnas, y en las dictaduras un número más que aclama. Lo mismo me da una cosa que la otra: el individuo se ha convertido en un mero número, en un chip, en un código de barras del atroz sistema, cuando no, y en el peor de los casos, en carne de cañón, en víctimas propiciatorias del sistema inmolados en las aras de la vanidad por hambrunas, enfermedades o guerras. Así de triste, un mundo en el que un millar de familias controlan prácticamente la totalidad de las riquezas, un mundo en el que, para mantener el tren de vida de unas pocas naciones (que se está desmoronando) se oprime al resto de seres humanos, condenándolos a vivir en un corral trasero, en condiciones indignas, donde los pueblos desarrollados hacemos que se libren guerras, muy lucrativas por otra parte, exportando la violencia y las tensiones fuera de nuestras fronteras.
Éstas son las consecuencias de la vanidad humana, el orden mundial más injusto al que nunca se había llegado. La negación de la transcendencia, la deificación del hombre, la liturgia del consumismo hacen que los nuevos templos se abarroten en detrimento de los verdaderos. Pero todo tiene un fin y un límite y el propio sistema lo sabe, lo que no alcanzamos a comprender es cuáles serán sus respuestas a esta crisis generalizada y a los daños, sobre todo morales, que están afligiendo a la humanidad. No creo en la impasibilidad de las masas, y ante la toma de conciencia particular de cada hombre, algo deberá suceder. Sólo espero que cuando, cada cual, al mirar en su interior en estos momentos, escuche las palabras de Verdad y Vida que yacen en nuestro interior, el mensaje rotundo y transformador del Evangelio. Este mundo pasará, pero no Dios.
Y antes de seguir ahondando en esta tediosa reflexión, no puedo negar que yo peque de vanidad, porque lo hago como humano que soy y quisiera, aunque las fuerzas muchas veces flaquean, tener mis ojos únicamente puestos en Cristo Pobre y Crucificado. A Él y sólo a Él el honor y la gloria. Pero cuesta, y mucho, porque llevar la Cruz no es tarea fácil, pero el mismo Crucificado nos ama tanto que no sólo se entregó en la Pasión y Muerte, sino que cada día se encarna de nuevo y se entrega a nosotros generosamente en forma de Pan y Vino, en un incruento Sacrificio eterno muestra de Su Amor incomparable, ayudándonos a llevar la Cruz, Él, que cargó con Ella hasta el Calvario con el peso de todos los pecados del mundo, donde Lo clavaron y entregó Su vida, inocente Cordero, manso, obediente y amante hasta la muerte. Él, que siendo Dios se hizo hombre por nosotros, renovó la Alianza, cumplió en Su Persona las Escrituras, la Ley y los Profetas, fue humilde hasta la entrega cruenta por nosotros y despreció las tentaciones, y está siempre a nuestro lado intercediendo ante el Padre como Su Ángel, ofreciéndose por nosotros en la Santa Misa, confirmándonos continuamente con el Espíritu. Si Él despreció toda vanidad, cuánto más deberemos nosotros hacer lo mismo.
Y, hecho el paréntesis, continúo con la reflexión. La vanidad no mueve únicamente los grandes centros de poder, los mecanismos económicos o políticos. Pensemos que los realmente poderosos no los conoce la gran mayoría, ellos se esconden en sus refugios atesorando vanidades y únicamente vemos a sus títeres. La vanidad hace estragos por doquier, sembrando luchas intestinas y rivalidades en los más variados ambientes, desde el más poderoso de los partidos políticos a la más mínima asociación, todos ansían su cuota de vanidad. Pequeñas guerras en las que el Mal va sembrando su simiente, en las que los hombres se destrozan por una insignificante parcela en la que satisfacer su ego. Así la vanidad va diseminándose, camuflando frustraciones e insatisfacciones, haciendo crecer las intrigas, venganzas, extraños pactos de enemigos que, en cuestión de horas y votos pasan a ser más que hermanos y viceversa. Pudiera parecer que la lealtad y la fidelidad son virtudes en desuso, pero no, la lealtad y la fidelidad a uno mismo y a su vanidad desgraciadamente proliferan por doquier y llegan hasta los lugares más insospechados.
El Mal intenta llegar incluso a lo más sagrado, a las entrañas mismas del Bien, y aunque sabe que tiene la guerra perdida, intenta ganar batallas. Esas batallas no las libra con los perdidos, porque ya los tiene ganados, sino con los más fieles. Es atrevido decir esto, pero el Mal llega a camuflarse, incluso, detrás de la Cruz. Cuando en la Cruz se ve la vanidad y no a Cristo, cuando se ven los materiales en los que está realizada o la belleza de su factura y no se ve el Crucifijo ni su significado comienza a perderse una batalla. La Cruz sobre el pecho no es un adorno, no es un mero objeto que refleja la vanidad, es el Signo de la Redención que identifica a los cristianos, que nos consagra a Dios y nos hace desde el Bautismo, miembros de la Iglesia. Todos debemos ser muy conscientes de ello y comenzar, cada cual con su Cruz, una cruzada contra el Mal, que es el responsable final de la situación del mundo. La vanidad nos tienta, pero despreciándola, y poniendo a Cristo en el centro de todo podemos empezar a cambiar nosotros y así cambiar el orden desordenado que nos ha tocado en suerte y del que, de un modo u otro, somos complices y corresponsables. Vanitas

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