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Venganza renovadora: ¡Que viene Valdez! (Valdez is coming, Edwin Sherin, 1971)

Publicado el 12 diciembre 2016 por 39escalones

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En plena etapa crepuscular del western (iniciada en 1962 por John Ford y Sam Peckinpah y prolongada, aunque de manera discontinua, hasta nuestros días), el debutante Edwin Sherin, director luego dedicado a la televisión, adaptó a la pantalla una novela de Elmore Leonard que constituye un extraño ejemplo de western intelectual, una historia en la que el interior de los personajes, sus contradicciones, sus instintos, sus difíciles relaciones consigo mismos, son más importantes que la acción, que los disparos, que el contexto fronterizo de choque entre modernidad y vida en la naturaleza. Poniendo el acento en el Oeste de indios y mexicanos acaparado por los blancos de origen anglosajón, la película recoge un episodio de venganza con buenas dosis de crueldad y sangre, y donde la psicología pesa tanto o más que una violencia mostrada sin ambages.

La frontera sigue siendo una zona salvaje y segregada. Los blancos administran su zona de ocupación marginando a indios y mexicanos (estos viven en su parte de las ciudades, y tienen sus propias autoridades para sus barrios, si bien sometidas al dominio de los estadounidenses), y dedicados a hacer negocio con la conquista del Oeste, independientemente de su legalidad, ilegalidad o alegalidad. Uno de estos hombres de negocios que aspiran a la respetabilidad por el camino más corto (el del tráfico de armas) es Frank Tanner (Jon Cypher), que acorrala con sus hombres (con ayuda del sheriff) a un presunto desertor de la caballería (de raza negra) en un rancho bajo la acuasión de haber matado a otro hombre. Sin que la ley haga nada por averiguar la verdad y esclarecer el caso, solo Bob Valdez (Burt Lancaster, un extraño mexicano de rasgos blancos, piel tiznada y ojos azules…), agente de la ley en la parte mexicana de la ciudad, pone en duda la culpabilidad del criminal, y jugándose la vida, intenta resolver la situación. La violencia, no obstante, se impone a la justicia, y las relaciones entre Tanner y Valdez empiezan a enturbiarse. Cuando Valdez intenta recolectar algo de dinero con que indemnizar a la viuda (una india), entre los notables de la ciudad apenas llega a recaudar tres dólares, aunque con el compromiso de aportar cien pavos si Tanner, el más rico de los contornos, añade otros cien. Sin embargo, Tanner se ríe de Valdez y, ante la insistencia del mexicano, opta por la vía rápida: lo desarma y lo entrega a sus hombres para que lo torturen. Sin embargo, no rematan el trabajo, y la venganza de Valdez será terrible…

Desprovista de una riqueza visual que exprima estéticamente exteriores o paisajes, predominantamente desérticos (los exteriores de la película están filmados entre Sonora y Sierra Madre, en México, y la parte abulense de la Sierra de Gredos y el desierto almeriense de Tabernas, en España; los interiores se rodaron en los estudios Roma, de Madrid) que sin embargo sirven a la perfección a ese perfil psicológico y deshumanizado, casi delirante, que Sherin mantiene durante todo el metraje, con una forma de rodar prácticamente televisiva, el interés mayor del guión radica en las evoluciones de los personajes y el contrapeso entre unos y otros. Tanner, un fanfarrón irascible y violento no es en el fondo nada más que un cobarde, un hombre débil que con su dinero paga gatillos que le hagan el trabajo sucio; Gay (Susan Clark), que odia y ama a Tanner (ambos están envueltos en la extraña muerte del marido de Gay, aunque ya eran amantes en vida de este), reconoce la nobleza de las intenciones de Valdez y la hondura de las motivaciones que le llevan pese a todo a poner en riesgo la vida de todos; Segundo (Barton Heyman), es un peón mexicano al servicio de Tanner que, sin embargo, no reconoce su condición de siervo, su dominación por alguien mezquino, pusilánime y ruin; Davis (Richard Jordan), es un joven pistolero impetuoso y algo botarate, violento y arrojado pero también extrañamente miedoso y vanidoso, valiente cuando el viento sopla a favor y discretamente bueno cuando nadie le ve (él libera a Valdez de su tortura, inolvidables imágenes de Burt Lancaster crucificado…); Diego (Frank Silvera), un humilde granjero mexicano, el más íntegro del reparto, se somete a la autoridad de los blancos, aunque esta aceptación incluya la humillación; por último, Valdez, el apocado sheriff de la parte mexicana de la ciudad que se dirige a los blancos en un tono excesivamente respetuoso, servil, se destapa finalmente como un antiguo explorador del ejército, ciertamente adiestrado en el oficio de matar sin un ápice de remordimiento. La historia de Leonard y el pulso de Sherin en la dirección hacen que estas capas de los personajes se vayan desplegando lentamente a lo largo de la apenas hora y media de metraje, que nunca se trate de arquetipos, de personajes monolíticos, sino que van adquiriendo nuevas dimensiones con los acontecimientos, aunque algunos siempre conserven la óptica positiva y otros representen en todo momento la maldad.

Los blancos son presentados como seres ambiciosos, mezquinos y sin escrúpulos; el resto de razas (desde la dignidad y la entereza de los indios a la nobleza y superioridad moral de los mexicanos) ponen por delante su humanidad, su comprensión de la necesidad del entendimiento para la convivencia (incluso el personaje de Segundo, cuya evolución determina el desenlace de la cinta, abierto y, cinematográficamente hablando, muy precipitado, tal vez el punto más flaco de la dirección de Edwin Sherin) en un Oeste que está a punto de dejar de ser lo que fue. De este modo, se legitima en cierta manera el sentimiento de venganza de Valdez contra quienes han sacrificado a un inocente prescindible (un soldado negro licenciado de la caballería confundido con un desertor y asesino, cuya muerte, culpabilidad o inocencia no interesa ni importa a nadie) en atención a un fin mayor, la limpieza del Oeste de aquellos antiguos forajidos y pistoleros sin escrúpulos del pasado, de todo aquel que no sea capaz de reinsertarse en una sociedad que necesariamente habrá de construirse entre diversos credos y razas si de aspirar a la civilización se trata. En tiempos de muros, de presidentes electos de batantes pocas luces y menos tacto, el visionado de películas como ¡Que viene Valdez! remite necesariamente a la conveniencia de la cooperación, del empleo del dinero y de los medios para lo realmente importante, al tiempo que sirve de advertencia para lo que la aplicación de una política errónea y delirantemente violenta puede suponer para los más inocentes.


Venganza renovadora: ¡Que viene Valdez! (Valdez is coming, Edwin Sherin, 1971)


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