Revista Viajes

Veoveo: El huevo de dragón

Por Marikaheiki

En la mañana del tercer día el hombre que iba sentado frente a mí por fin se dignó a hablarme. No fue más que un balbuceo, un saludo pensado y estudiado que no tenía ninguna intención amistosa. Llevábamos dos días y medio atravesando el desierto de Gobi y yo ya no podía aguantarme más las ganas de una charla, incluso una muy banal me habría bastado, pero mi compañero de vagón no parecía estar en absoluto interesado en mí. Más bien daba la impresión de estar contando las horas para perderme de vista. Y la verdad es que nada más verle entrar en medio de la noche en el vagón ya me había imaginado que no iba a ser uno de esos viajeros que se pasan el día parloteando sobre cualquier mundanidad. Iba vestido con una gabardina que le venía grande, tenía el pelo rubio mal cortado y engominado en las zonas donde le raleaba y buscaba con mirada huidiza un rincón donde poner a salvo la gran bolsa de lona que llevaba consigo. Me pregunté qué llevaría dentro, pero decidí dejar la cuestión para otro momento. Al fin y al cabo lo importante era hacerle hablar. Lo demás ya llegaría.

Intenté agasajarle con un poco de té que ardía en el samovar y unos pasteles que había comprado en la última estación, pero los desdeñó sin mirarme. Después le ofrecí un cigarrillo. Me dijo que no fumaba y yo me encendí uno. La oportunidad perfecta llegó cuando la policía detuvo el tren a mitad de camino y vi cómo perlas de sudor nervioso poblaban su frente. Entonces decidí que era el momento de forjar una amistad que, si bien estaba destinada al fracaso, podía hacerme mucho más interesantes el resto de días que iba a pasar en ese tren del diablo con destino Pekín. Confieso que soy caprichoso y que no me gusta viajar solo, por eso la idea de estar otros tantos días sin hablar con nadie no me satisfacía en absoluto.

–Puede guardar lo que sea que lleve en mi maleta–le dije en un gesto de camaradería–La mía no la revisarán.

Al principio me miró desconfiado, pero las voces de los policías se acercaban a nuestro departamento y decidió arriesgar. Por fin habló, con un hilo de voz grave y sin titubeos:

–Le deberé un favor.

Entre los dos sacamos varias de las carpetas que llevaba en mi cartera del cuerpo diplomático y pusimos su bolsa de lona dentro. El hombre insistió en que tuviéramos cuidado.

Cuando la policía hubo pasado, después de revisar el vagón con ligereza- en cuanto vieron mi identificación de burócrata perdieron el interés- me sentí con libertad suficiente para indagar en la historia de mi acompañante. Saqué una botella del mejor vodka de todo el país y le brillaron los ojos. Brindamos, en primer lugar, para romper el hielo. Después le pregunté por la bolsa de lona.

El hombre se acercó mucho a mí para hablar:

–¿Sabe usted lo que hay en Ömnögovi?

Respondí que no. Qué diablos. Apenas podía ubicarlo en un mapa. Le puse otra copa y dejé que hablara.

–Hace algunos años, en la parte sur del desierto, una familia nómada encontró unos huesos de tamaño desproporcionado. Asustados por si hubiera un animal tan enorme en las estepas, cambiaron su ruta y tomaron rumbo al norte, hasta llegar a Ulán Bator. El caso es que los grandes huesos que describieron pronto fueron identificados como huesos de dinosaurio. En los suburbios las mafias empezaron a organizarse en pequeñas expediciones a caballo, haciéndose pasar por nómadas, para vender los huesos en el mercado negro a coleccionistas extranjeros. Lo que llevo en la bolsa es uno de los pocos huevos fosilizados que se han encontrado.

Mi cara de incredulidad hubo de hacerle algún efecto, porque me dijo:

–¿Quiere verlo?

Asentí, ¿cómo iba a perderme un acontecimiento de tal magnitud? No tenía mucha idea de dragones, pero a juzgar por su actitud, iba a presentarme un objeto insólito. Abrimos mi maleta y el hombre sacó la bolsa. Dentro había una especie de roca cubierta por papel de periódico y celofán. Antes de desenvolver el huevo, el hombre me dijo:

–Sé quién es usted. Si no mantiene la boca cerrada haré que le maten.

En mi sopor alcohólico juzgué innecesario el aviso: toda esa historia de dragones me parecía anecdótica, pura diversión, quién sabe si incluso fantasía. Además ni siquiera sabía su nombre.

Al desenvolverlo, noté una especie de hedor a tierra mojada, algo bastante inusual en las llanuras de Gobi. El huevo (que parecía algo así como una bala de tamaño sobrenatural) tenía un color parduzco y recubierto de una especie de estrías amarillas. En mi fuero interno todavía no llegaba a comprender cuál era exactamente la importancia de algo que parecía no más que una roca vieja y maloliente, pero la expresión excitada del hombre no dejaba lugar a dudas: era un gran descubrimiento.

Por la ventana pasaba el desierto rojo. Algunas veces veíamos pequeñísimas aldeas a orillas de las vías del tren y otras las nubes de polvo que levantaba el trotar de los caballos. Estábamos aislados, el hombre y yo, con lo que decía ser una reliquia.

–¿Y qué hará con el huevo?–le pregunté.

Entonces yo no conocía las historias que pululaban por ahí acerca de que el néctar de un huevo de dragón podía ser la clave del elixir de la eterna juventud. Por eso eché a reír cuando susurró:

–Comérmelo.

 

 

El Veoveo es un juego grupal que hacemos cada mes. La excusa es jugar: con los viajes, con la ficción, con las palabras, con lo que nos evoca un tema en concreto a diferentísimas personas. ¡Únete al juego!

 


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