Revista Cultura y Ocio

Vida nueva

Publicado el 12 enero 2017 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

‘Vida nueva’ es el primer relato de mis 52 retos de escritura para 2017.

Sobre El Oso y el Madroño, a escasos metros de la intersección entre las calles del Sol y de Alcalá, la silueta de un ser, que son dos, se presenta a la noche. Se sostiene, casi sin fuerzas, asiendo con rabia uno de los balaustres para no caer contra el suelo, o peor. Escucha los cuartos, las campanadas, las felicitaciones de Año Nuevo, y, antes de volver al sombrío interior de la vivienda, sonríe al cielo nocturno de Madrid.

Hay un sofá de rayas blancas y beige contra el que se lanza de espaldas. Frente al mismo, la retransmisión televisiva se entremezcla con el bullicio y la fiesta que se escucha en la calle. Gritos de alegría para dar la bienvenida a un año más, y, entonces, solo entonces, cuando nuestra protagonista puede ser tenue partícipe de la felicidad que se respira, se echa a llorar desconsoladamente durante minutos que parecen arrastrar el recuerdo de los meses y los años.

Vida nueva

Cuando no quedan lágrimas que derramar en el lino del mueble, se incorpora con dificultad y observa por un instante la mesa de comedor. Está vestida con un mantel navideño, y servilletas a juego, las copas para el agua, el vino y el champán resplandecen, y las veinticuatro uvas, ya preparadas, sin piel ni pepitas, coronan el centro de un reguero de platos: cabrito rebozado, jamón de jabugo, tortilla de patatas, timbal de marisco… A un lado, los platos sucios sin recoger de todo un banquete contrastan con el otro, donde ese pastel de mar no se ha movido un ápice del plato, y tampoco las chuletas rebozadas, ni la tortilla, ni el jamón.

El primer detalle que, más tarde, conmueve al detective encargado de la fase de planteamiento y ejecutiva son las copas de espumoso: una a medio vaciar, la otra todavía impoluta. Para rastrear el origen, volvemos a la habitación al paso de la medianoche; entonces, el champán sigue en el suelo, derramándose en la alfombra persa que se encuadra bajo la mesa de comedor. No muy lejos, el olor a fosgeno y ácido clorhídrico del cloroformo casero explica otro fragmento de esta historia que termina en Nochevieja, junto a la cuerda de nylon de la silla, y el paquete de bridas negras y la mordaza roja en la frontera del salón con la habitación de matrimonio.

En el suelo, boca arriba, el cuerpo inerte de un hombre corpulento de mediana edad duerme por siempre jamás. En su abdomen, se alojan tantas puñaladas como gritos y felicitaciones se han podido oír en la Puerta del Sol, y quizá más. Para ella, la indefensión y la fragilidad tampoco han supuesto un escollo. Esta vez, no.

Observa una última vez la escena, y se sirve una copa de champán, ya caliente, que sabe amarga, y también a victoria. En seguida se pierde en la habitación de matrimonio con cientos de fotos del hombre que ha yacido allí, y ahora yace donde realmente merece, y se exige no reparar por más tiempo en ese cuarto repleto de lágrimas, de gritos, de lubricantes, y dildos, y de una cámara profesional para encuadrar cualquier escena a imaginar. Solo abre el armario y se desnuda frente a un espejo de pie, examinándose todas y cada una de sus heridas: muchas no pueden verse, pero siguen ahí, y seguirán; coge uno de los deseos hechos tela que allí se ocultan, el de Lolita, y se cubre con dolorosos recuerdos una vez más.

Por último, acuna su abultado vientre con repulsión y clemencia por un hijo del odio y del martirio al que, se sepa o no, siempre mirará a los ojos con lacerante ambivalencia. Cierra la puerta tras de sí. Una tras otra. No sabe hacia dónde dirigirse, pero sigue caminando, más y más lejos de aquel piso, de los gritos, de la fiesta, de Madrid. En dirección a un año nuevo. A una vida nueva.


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