Revista Filosofía

Violencia juvenil.

Por Andi

Cotidianamente nos abruman las noticias referidas a casos de violencia adolescente y juvenil, ya sea en las calles de las ciudades o en los lugares de diversión nocturna. Los episodios que se registran revelan una elevada agresividad que, en algunos casos, se ha filmado y transmitido reiteradamente a través de la televisión. Esta suma de hechos penosos plantea, por una parte, fundados interrogantes acerca de las causas que los originan y, por otra, la necesidad de encontrar respuestas positivas para un mal que daña a todos, menores y mayores.

Si se considera el problema con amplitud en el tiempo y en el espacio mundial, se advierte que la violencia es tan antigua como la sociedad humana, según se lo ha señalado a menudo. Sin embargo, esa afirmación conformista no satisface, por cuanto es lógico esperar un constante avance constructivo en las formas de la conducta, en vez del triste retroceso que hoy se observa. Si se delimita entonces la cuestión, tal como se da en la hora actual y en nuestro medio urbano, se trataría de examinar primero las variables de mayor incidencia en la promoción de los comportamientos violentos.

En ese sentido, se ha dicho con razón que los cambios operados en las últimas décadas en la organización y conducción de la familia han afectado la conducta de los hijos, en especial en lo que concierne a la forma de relación que se ha venido instalando entre padres e hijos, que ha ido estableciendo un modo de simetría igualitaria que priva de autoridad a los mayores cuando llega el tiempo de guiar a los adolescentes. A esto se suma el número de familias desorganizadas, en las cuales los jóvenes carecen del afecto necesario, de manera que obran sin dominio de sí, en una inconsciente búsqueda de límites que no encuentran.

La misma falta de autoridad se ha venido produciendo en las escuelas. Hace tiempo que la relación entre docentes y alumnos se fue planteando de manera también simétrica, en muchos casos como si fueran compañeros que se tratan de igual a igual. Además, la escuela recibió el embate ideológico (que aún perdura), que llevó a estimar la disciplina como un modo de represión y las sanciones como un producto del autoritarismo, con lo cual no sólo se deformó el significado de las palabras y los criterios de acción, sino que también se crearon condiciones para un estado de confusión, sin valores y anárquico.

Consecuentemente, surge una lógica demanda de soluciones. Desde luego, las respuestas no son simples ni de logro inmediato. Lo primero a señalar, aunque suene paradójico, es que habría que fortalecer el rol que se ha debilitado, es decir, el del adulto, padre o docente, ya que la vida familiar y la escolar lo requieren. A esto debe agregarse que límites y sanciones deben ser correctamente entendidos y aplicados, puesto que la convivencia doméstica, escolar y social no son relaciones liberadas de normas. En los tres planos hay reglas básicas por cumplir, como las que se refieren al respeto, las buenas formas del trato, la veracidad y el cumplimiento de la palabra.


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