Revista Cultura y Ocio

Vislumbres

Por Calvodemora
Naufragios
La vida se escora a la muerte como el barco hunde su duro cascarón en el tembloroso oleaje que lo agita. La vida, si amor la mece, carece absolutamente de naufragios.

La buena vida
Se aspira a que la muerte nos sorprenda viejos, sin dios al que aferrarse ni tierra que custodiar, sin otra voluntad que ese ir dejándose, ocupado en recordar a qué nos entregamos, con qué secreto esmero amamos u odiamos, hacia qué lugar dirigimos los pasos del día y cómo conciliamos el sueño por las noches. Alegre por haber realizado el trayecto, consciente de que no hay manera de que se pueda echar la vista atrás y escribirlo todo de otro modo. Como el novelista que, al concluir su obra, no la relee, no la pasa hoja a hoja, por si cae en la cuenta de un roto en la tela o de muchos, sino que se contenta con la evidencia de su acabado, con la felicidad de que puso el alma en todas las palabras que la visten. Como el poeta que da con la metáfora y la pule con oficio hasta que de pronto advierte que no es posible avanzar más, darle una hondura mayor, hacer que brille con más entera eficacia.
Literatura
Hay mentiras que, repetidas, convencen al que las dice y se convierten en verdades que no se refutan. Hay mentiras de una belleza dulcísima. Algunas, las de más contenido fuste, ni siquiera incitan a que nadie las rebatan. Toman vuelo y adquieren la relevancia que ciertas verdades no adquieren nunca. Mentiras que obran su ladino trabajo de desgaste en quien las escucha, pero que fascinan mientras se pronuncian. Cuando la verdad acude siempre es tarde. Hay verdades que se desean a medias. Como si no quisiéramos saber más de la cuenta. Como si importara la impresión que nos dejan las cosas y no la veracidad de las mismas. Como si todo fuese literatura y no vida. En ocasiones, la ficción ocupa la realidad y la somete a su criterio. Toda la literatura es una extensión formidable de estas afirmaciones.
La fatalidad
La fatalidad emponzoña el campo fértil, esquilma la virtud, carcome los tallos prósperos, apaga la vela más firme, revienta la placenta de la dicha. La fatalidad es imprevisible, camina a su antojo sin que nada la ate, no obedece a consejos, no se arredra de sus barbaries, no tiene ni tiempo de ver el desmán que produjo. La fatalidad es ciega, es sorda, es muda. La fatalidad te estampa en la cabeza la mierdecita del jilguero o te hace cruzar cuando gira el coche imprevisto o te hace decir lo que no querrías o callar cuanto debiera haber sido dicho. La fatalidad tiene su turbamulta de alucinados que la corean cuando hace su trabajo. Hay religiones que se levantaron para entenderla. La fatalidad existe para que Dios no tenga que sellar el cartoncito del paro.

Escribir sobre Dios
Hay entendidos que sostienen que se escribe de un solo asunto. Que ese argumento (breve o extenso) impregna todos los demás, por ajenos a éste que, en principio, parezcan. Yo creo que escribo sobre Dios. Soy, en una medida amateur, un teólogo privado. Todo está untado de Dios. A todo acude Dios y en todo deja su huella. No hay nada que pueda ser dicho que no posea una marca divina. Se puede creer o no en que Dios ande ahí, un poco temerariamente, observando el camino que tomamos, pero es hermoso pensar que es cierto, aunque luego uno comprenda la extensión del engaño y se dedique a conferenciar en los bares sobre las cosas de la mística. Tengo amigos que dicen creer en Dios y no han pensado en él ni la mitad en que pienso yo, el descreído, el que se descarrió del amparo de la madre iglesia y de todas los discursos con los que trata de mantener abierto el negocio. Soy un teólogo. Todos, en cierto modo, lo somos.

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