Revista Opinión

Volutas de humo

Publicado el 20 octubre 2016 por Miguelangel
Salimos a echar un pitillo en los cinco minutos de descanso reglamentario. El sol cae a plomo sobre la fachada del Banco de España. Los mendigos se arremolinan en el subterráneo, su refugio para esquivar la ola de calor que derrite Madrid por esas fechas. Algunos dormitan entre los cartones, donde pasan la mayor parte del día y la noche entera.  Él, como siempre, me ofrece su cajetilla, que acepto de buen grado. Desde que la empresa decidiera juntarnos como vigilantes en el metro, hubo un acuerdo tácito para el reparto. Yo empecé a fumar apenas seis meses atrás y en ello tiene mucho que ver Manolo, claro. Ni una calada había probado en mis anteriores 25 años de vida, hasta que el curtido colega me introdujo en el vicio a base de insistencia y volutas de humo. Poco a poco, me asocié al club, aunque todavía me resisto a comprar, aspecto que sufraga Manolo de buen grado. Y es que nada le apetece más que departir apoyado sobre los barrotes de la boca del suburbano mientras se consumen su cigarrillo y el mío. A veces no le es suficiente y repite, a lo que yo sí me niego. Mi ración diaria no pasa del medio paquete, pero me temo que la adicción vaya creciendo. -No sé cómo te has dejado enredar –me reprocha Vanesa con insistencia, desde que supo de mi reciente costumbre. Vanesa y yo somos novios formales, y nos conocemos desde pequeñitos. Nos criamos en el mismo barrio, el barrio de Tetuán, y compartimos escuela de primaria, la mejor época de la infancia que recuerdo. Nuestras familias son amigas y las madres se turnaban para ir a recogernos al colegio. Amparo, la madre de Vanesa, habla suave, bajito, con ligero acento manchego, de donde procede, antes de emigrar a la capital en la década de los sesenta. Volutas de humoYo asiento con la cabeza a Vanesa, sin pronunciar palabra, como hacen los enamorados cuando inician una relación, que no desean discutir por nada del mundo. Ella sabe que mi silencio no me hará cambiar, con lo que opta por interrumpir la murga. El tema del tabaco concluye en ese instante, hasta una próxima ocasión. A veces creo que más que el hecho de que fume, lo que le molesta es la forma en que se ha producido. Es decir, cómo he sucumbido a los propósitos indescifrables de mi compañero, propósitos que ni ella ni yo sabemos, por supuesto. Si en esto he claudicado, qué no podrá sucederle a una persona con tan escasa voluntad. La vida te pone a prueba tantas veces que nunca puse en jaque mi cuestionado espíritu de sacrificio. Tiempo habrá de dejarlo, me justifico.Vivimos al lado de Bravo Murillo, una larga calle con siglos de historia, que nace de Plaza de Castilla, atraviesa Cuatro Caminos y concluye en la glorieta de Quevedo. Una avenida repleta de pisos de no más de diez alturas, oficinas, tiendas, mercados y locales comerciales. Incluso iglesias como la de San Antonio. ¿Y cines?  Ya no. Mi madre me tiene dicho que en Bravo Murillo hubo hasta una plaza de toros y no menos de diez cines que fueron desapareciendo con las crisis y los nuevos rumbos culturales. Los nombra con cariño y mucha nostalgia: Chamartín, Versalles, Lido, Tetuán, Europa, Cristal, Carolina... -Si yo te contara –me advierte con toda la intención de hacerlo, naturalmente-. ¡Qué tiempos aquellos de cines de sesión continua! ¿Te he dicho alguna vez que tu padre y yo íbamos cada semana? - Sí, mamá, cientos de veces –le respondo.Le da igual. Me recalca que podías entrar a cualquier hora, con la película empezada, porque la repetían hasta el cierre. Y te quedabas hasta justo la escena en que habías llegado, o hasta que acabara de nuevo, aunque ya te supieras el final. Igualito que ahora, dice con añoranza.Mis padres se conocieron en un cine, mejor dicho, en la taquilla del cine Versalles, que también tenía sala de fiestas, por cierto, a la que de vez en cuando fueron ya de novios. En Tetuán se había criado mi madre, en Estrecho se había criado mi padre. Allí, dice mi madre, frente a la entrada del Versalles, se miraron, se gustaron, salieron juntos y se casaron. Después de unos años, naturalmente. Y por la iglesia, como Dios manda, que no eran tiempos de hacer cosas raras. La tradición pesaba. Una boda modesta y apañadita, con no más de 30 invitados, cuenta mi padre, pues la familia estaba dispersa por toda la geografía española y no tenían posibles, como se solía decir, para viajes a Madrid. Mis padres se instalaron en un piso alquilado, pequeñito, en tanto ahorraban para comprar uno. Allí di mis primeros pasos. Hasta donde la memoria me alcanza –lo dejamos teniendo yo siete años- lo recuerdo antiguo, con los techos muy altos y el suelo de baldosas oscuras y cuadradas. Yo tuve mi propio dormitorio, reducidísimo, en el que sólo cabía una cama y la mesilla. Con un espacio tan escaso, la ropa de los tres de la familia se agolpaba en un único armario. Por suerte, y gracias al trabajo de mi padre –es carpintero- pudimos cambiarnos a una vivienda más amplia, la actual, donde convivimos desde hace unos quince años. No está lejos de la anterior, a tres manzanas, y hay ascensor. El nuestro es el segundo piso, letra B. Con dos balcones a la calle, suelo de parqué (instalado por papá recientemente) y baño y aseo alicatados hasta el techo. Le hemos hecho algunas reformas que han mejorado su confort. Me gusta la casa, aunque presiento que a no mucho tardar me tocará salir de ella. Y es que Vanesa achucha lo suyo para que vivamos juntos –ya le ha echado el ojo a varios pisos-, pero yo le doy largas. Que si sale caro, que si una boda requiere pensarlo bien… que sí, que estoy deseando, pero… Vanesa es una chica excepcional, que pienso que no me la merezco.  Tiene unos intensos ojos oscuros, el pelo largo de color castaño natural y una mirada limpia y sincera. Trabaja de modista y ahorra para cuando nos casemos. Ya saben, la conozco desde que éramos enanos y jugábamos al pilla pilla en la acera de nuestra calle. Ella vivía dos portales más allá del mío, también en la segunda planta, y le encantaba asomarse al balcón para contemplar el paso de los coches. Podía pasarse horas allí, pensando en las musarañas. O en mí, porque creo que ya entonces le hacía tilín. Yo la observaba a escondidas, oculto tras los visillos. A medida que fuimos creciendo, nuestra relación se convirtió en amor de adolescentes y ahora es pasión de juventud. La abuela de Vanesa, la señora Prudencia, se ha quedado viuda y ahora está con ellos. Es decir, con sus padres, su hermano renacuajo y ella misma. Es la anciana poca cosa, diminuta y encorvada por la edad, pero amable y culta. Educada en la escuela de la vida, según ella, utiliza los refranes en cualquier conversación. Su difunto marido, un hombrecito insignificante, que había trabajado toda la vida como cartero en el barrio de Argüelles, consiguió con sus influencias que la boda de su hija, la madre de Vanesa, con Francisco, el padre de Vanesa, se celebrara en la iglesia del Buen Suceso. Vanesa siempre me lo restriega cuando paseamos por la calle Princesa. Yo me hago el sueco.  La señora Pruden se ha empeñado en ser la madrina y también nos urge porque asegura no quedarle mucho de vida. Manolo y yo regresamos al túnel para cumplir lo que resta de jornada. Huele a quemado dentro y Asun, la taquillera, nos informa de que el servicio está interrumpido entre Sol y Retiro. Al menos tres horas se tardará en restablecerlo. “Atención, por causas técnicas, el servicio en línea 2, entre las estaciones de Sol y Ventas, estará interrumpido por un tiempo estimado de tres horas. Perdonen las molestias”.  La voz del jefe de estación anuncia la noticia por megafonía y ofrece a los viajeros algunas alternativas. En realidad, se trata de un suicidio, pero el reglamento interno exige emplear estos eufemismos. Un tipo se ha lanzado a las vías en la estación de Sevilla, al paso del convoy. Debemos permanecer en Banco hasta nueva orden. Lo prefiero. Manolo está más acostumbrado a ver cadáveres. Yo soy más sensible y hasta me mareo. Lo digo por la única experiencia que he tenido hasta ahora. Ocurrió hace un mes, en Quevedo, o sea, en esta línea. El sujeto quedó partido en dos. Vomité. Por los walkies nos advierten desde el lugar del suceso que el juez aún tardará en llegar, que el individuo era joven y que el conductor del metro sufre un ataque de ansiedad. Ocurre casi siempre. Le mandarán a casa varios días para que trate de olvidar. Y no es fácil, a mi entender. Manolo hace bromas macabras, pero sé que es porque intenta quitarle hierro al tema. Esta vez no le ha dado tiempo, ocupado en desalojar a los viajeros. -   Venga, muchacho, tomemos una caña. Vamos a celebrarlo –me invita mientras nos despojamos del uniforme. Al fin ha concluido la jornada laboral. -   Celebrar el qué –le contesto en tono desairado- Acabamos de presenciar una muerte y no es para tomárselo a broma.-   Por Dios, Juan, no te pongas así –trata de convencerme- Esto ocurre a diario y ni siquiera lo has visto esta vez.Quizá tenga razón y, al fin y al cabo, una cerveza no hace mal a nadie, me digo. Así que acepto.-    Vamos al Rubí y luego me subo andando a casa –le propongo.Volutas de humo
La cervecería es esa clase de sitio donde, sólo de ver el mostrador surtido de bandejas plateadas repletas de comida, te da hambre nada más entrar. Platos preparados en la cocina que comunica directamente con la barra, donde de cuando en cuando asoma una señora gorda con un gorro blanco que le cubre parte del pelo. En la barra se agrupan los clientes no habituales, esos que consumen su cerveza o refresco, engullen la tapa correspondiente, pagan y se marchan con la música a otra parte. Es un decir. En cambio, en las mesas están los fijos, matrimonios de edad avanzada, señoras maduras y jóvenes sin ocupación, que pasan sus largos ratos a la vera de una jarra, un café con leche y, si acaso, unos churritos de la casa. A la cuarta caña, la cabeza me bulle y la lengua se me suelta. Manolo, cigarrillo en mano, abre unos ojos desorbitados antes de soltar un par de volutas. -   Manolo, me caso –le digo- Y quiero que seas mi padrino. -   Perfecto. ¿Y quién es la madrina? –responde.
-   La abuela Pruden, por supuesto.* Finalista del XI Concurso de Relatos Breves José Luis Gallego

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