Revista Cultura y Ocio

Wim Mertens (con tres dedicatorias)

Por Calvodemora

Ana Riz, que es muy de Mertens.
Rafael Torres, Safo, viejo amigo de aventuras discográficas.
A J.M., por si me lee.

Tuve un amigo al que Wim Mertens le hacía poca o ninguna gracia. Escuchado en casa a solicitud mía, argumentaba que era repetitivo y, en ocasiones, oscuro. Yo sólo podía darle la razón. Incluso la parte más asequible del pianista belga puede causar algún tipo de decaimiento en la atención del oyente más entusiasta, pero basta cruzar el umbral para que todo resplandezca y concurra el genio y se comprenda todo. La mención de ese umbral puede aplicarse a cualquier disciplina artística, no es exclusiva de la música exigente, que no culta. La etiqueta de culta la perjudica más que otra cosa. Le conviene más el adjetivo "adictivo". En cuanto se penetra en ella no hay manera de que se pueda extraer de la cabeza. Hoy llevo una buena parte del día con esta melodía en la cabeza. La escucho sin que yo intermedie en su reproducción, se programa sola, suena como una especie de mantra irreprochable. La escuché en un cine de verano hace muchos años (treinta, más) en El vientre del arquitecto, la película de Peter Greenaway. Salí del patio (la programaba la Diputación de Córdoba, creo) con una perturbación notable. Volví a casa solo con la música dentro. No fue la mejor película del mundo, pero ah aquella melodía, qué descubrimiento. Tardé pocos días en agenciarme quien me lo grabara. No eran tiempos de dispendios económicos y tuve que conformarme con una réplica en una cinta de cromo (TDK o Basf, seguro) a la que me apliqué con la tozuda convicción del descubridor de un tesoro. Todos esos años después, buscada y encontrada cien veces, sigue ejerciendo la misma fascinación. Soy el mismo buscador del tesoro. Lo he hecho mío. Es una parte de mí, una especie de extensión de mi cuerpo o de mi memoria, no sé si el cuerpo y la memoria tienen relaciones y uno le cuenta al otro su bagaje sentimental de las cosas y se reprenden o se aman o se eluden. 

En otro momento, yo quise ser Wim Mertens durante al menos dos horas. Había ido, por mi cuenta, sin que nadie me animara a ver a Wim Mertens al Gran Teatro de Córdoba, sin que tampoco nadie quisiese acompañarme. Hay una fecha para ese recuerdo: octubre de 1988. Yo con poco más de veinte años.  Me invadió la felicidad sencilla del que se siente abastecido de placer de un modo absoluto, sin que ningún átomo de su entera existencia flaqueara, contradijera lo que la cabeza decía a cada momento: yo quiero ser Wim Mertens, yo quiero ser Wim Mertens. Después (suele pasar) la realidad pasa factura, cobra sus peajes, te aturde, te convence de que no puedes ser otra persona. No sabemos nunca si habrá alguien que quiera ser uno. No me cabe duda de que en una vida cabe un instante en que alguien desee cambiar su biografía por la nuestra, su desgracia por la nuestra, su dolor por el que imagino que llevamos dentro. Son experiencias intercambiables, asuntos que no somos capaces de razonar. La pieza que acompaña este post me lleva acompañando todo ese tiempo. No sé la de veces que la he escuchado. Cien, he dicho. Serán más. No ha habido formato en que no la machaque. 

Recuerdo haberla buscado Struggle for pleasure en momentos en que el alma (la propia, la de uno) emprendía algún tipo de deterioro manifiesto, tangible y dañino. Entonces esa pieza obraba el milagro. A medida que la melodía se iba desgranando, era yo el que se iba recomponiendo. Al término (no es una canción larga, sí esta versión, más aliñada, igual de estupenda) me sentía en concilio conmigo mismo, convocado a contemplarme y resuelto a salir victorioso de esa visión. Igual que la química de ciertos fármacos afectan la zona perjudicada y la sanan, la melodía de Mertens posee su baile de moléculas y yo soy el único espectador de esa danza. Cuanto más la escucho, más mía me parece. Como si nadie tuviese conocimiento de ella y únicamente fuese yo el que tuviese acceso a su códice secreto. Suele pasar eso con ciertos libros o con ciertas canciones. Cree uno que su disfrute es una experiencia exclusiva al modo en que algunos paisajes se ofrecen cuando caminas y tienes la certeza de que no hay nadie más que los contemple. Podrán tener otros que se les parezcan, pero no el que se despliega frente nuestra, invitándonos a descubrir la belleza que lo impregna. Mertens es oscuro como lo son sus maestros (Glass, Cage, Nyman, Bach o los Pink Floyd de la época lisérgica, por nombrar algunos que él habitualmente cita en entrevistas) y es también limpio y claro y su obra es una invitación a dejarse ir, que es una de las primordiales invocaciones del arte, la de perderse, la de encontrar placeres que no se esperaban y comprender (todo es una maquinación del intelecto) que el mundo está bien hecho y la felicidad, aunque velada y escasa a veces, existe. Al amigo que no le cuadraba Mertens, no le he vuelto a ver. Quizá dé con este escrito, quién sabe, y acabe por buscarme y me diga que sigue sin haber sobrepasado el umbral. O no. 



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