Revista Arte

Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre...

Por Artepoesia
Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre... Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre...
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Así comienza su novela, Historia de dos ciudades, Charles Dickens. Así quiso retratar ya una época, una época que iniciaría el mayor cambio producido en la Humanidad, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Porque el mundo no volvió a ser ya como antes, con su inocente mirada, o con sus estrictos límites trazados en la vida, las costumbres o las formas en que los seres organizaron ya su mundo. El siglo XVIII tuvo conflictos, enfrentamientos entre países y territorios, pero las guerras eran entre guerreros, y en el campo del honor, donde las batallas -sangrientas- se ganaban o perdían sin dañar la población. Antes, incluso, Europa habría vivido años de dolor -la guerra de los treinta años del siglo anterior-, pero, sin embargo, nunca la vida habría tenido por entonces un alarde de tanta crueldad gratuita, tan forzada y desgarrada -probablemente a causa de las nuevas armas, la cantidad de efectivos organizados y la lucha desaforada sin consideración- como la que sucumbió en Europa a partir de la revolución francesa y, luego, con el impulso devastador que los ejércitos napoleónicos hicieron, desalmados e indiscriminados, contra toda una sufrida y desvalida  población. 
Y fue particularmente en España donde se perdió ya la inocencia, un país que sufrió como ninguno -quizás por resistirse tanto- la fuerza poderosa de aquel Napoleón. Tal fue su impronta en la gente y en sus vidas que, años después de acabar el conflicto -la guerra de la independencia de 1808-1814-, algunos pintores seguían creando escenas que, nunca antes, se hubiesen siquiera atrevido a pintar. Goya, el maestro de todos por entonces, fue el primero, el único, el primordial, el más genial, el más anticipado, el mejor. Pero, luego, hubo seguidores suyos que, admirados de él, quisieron emularle. Tanto que, hasta hace poco, obras de Arte habían sido asignadas al maestro, sin serlo realmente. El Museo del Prado dispone desde 1912 de dos obras, La hoguera y La degollación, que fueron donadas al museo y, siempre, atribuidas a Goya. Desde hace unos años se mantiene que es muy seguro que fueron obras creadas por discípulos o seguidores de él. Pero se ignora quienes, el maestro español fue tan poderoso que ensombreció a todos sus seguidores, o ellos ni se atrevieron a sobresalir firmando remedos artisticos de sus obras.
Pero, da igual, el anonimato aquí es lo de menos. Lo importante es la cronología, y ésta es incuestionable: primera mitad del siglo XIX. Y es significativo ésto porque la época, esa primera mitad del XIX, es el momento del Romanticismo, de la pasión más irreal y ensoñadora, de la épica más gloriosa y de los destellos emocionales más subyugadores por bellos, sensibles, altruistas o sosegadores. Y, sin embargo, hubo aún hombres que decidieron mostrar por entonces su impresión de lo que era la humanidad, o de lo que podría ser; de lo que, a pesar de los encantamientos esporádicos o coyunturales de lo que aconteció después de 1815 -cuando Napoleón y su despiadada desolación acabase-, el hombre y su mundo seguirían portando aún el terrible gen de su desconcierto más aterrador, de su profundo y cruel impulso inevitable, de su ceguera mortal contra los otros, sus iguales, de su irracional -a pesar de los años que pasen- forma de encarar el destino de todos los hombres en el mundo.
Y así pintaron -uno o varios seguidores, no se sabe bien- estas dos magníficas y extraordinarias pinturas hoy expuestas en el Prado. Extraordinarias porque ya supieron -en tan temprano momento- plasmar el oculto sentido de las acciones más violentas que encierra el espíritu humano. ¿El espíritu humano? ¡Qué contradicción! Pero, es así, es el mismo espíritu -humano- que hace sentir otras cosas humanas. Porque, a veces, tratamos de bárbaros, monstruosos o terroríficos a esos seres, cuando son iguales a nosotros. Somos humanos todos, y todos llevaremos el mismo potencial entramado ya de vísceras, emociones, pensamientos, desesperación o maldad. Por esto el pintor creará así estas obras, a pesar de mostrar ahora con el sesgo del color y del semblante una diferencia entre víctima y verdugo. Pero, es el misterio además, el misterio que rodea sobre todo a la pintura La hoguera. En ella vemos solazar junto al fuego a unos humanos con rostros aterradores, ¿qué buscan ahí?, porque son seres que degradan ahora su condición de humanos acercándose a un fuego que han alentado ya con el deseo de destrucción. Es la hoguera asesina no el fuego benéfico o alentador de vida, lo que adoran con sus gestos amenazadores.
¿Qué ha cambiado hoy en el mundo? Lo peor, es que no hay llama ni gesto que nos conmocione ya de tanto verlo. Que llevamos doscientos años de inocencia perdida, y que las mismas cosas suceden cada día histórico que pasa. Algo que ya unos creadores supieron adelantar, genialmente, con la pincelada aprendida del mayor de los pintores de entonces. Por eso da igual que sea o no de Goya la autoría. Son obras importantes en sí mismas. Son sensaciones que ya un pintor supo fijar en un óleo para el futuro, porque no es el reflejo de una acción histórica concreta, o producida y retratada en un acontecimiento vivido por entonces. No. Es la representación simbólica de lo más inevitablemente cruel que el ser humano tendrá y seguirá teniendo mientras exista el mundo. Y que el creador quiso dejar ya claro con sus obras, así de anticipadamente, así de expresionistamente. ¿Hay mayor Arte que aquel que el propio hombre hace para criticarse a sí mismo?
(Óleo sobre hojalata, La degollación, de autor desconocido, seguidor de la escuela de Goya, primera mitad del siglo XIX; misma técnica y soporte, La hoguera, autor anónimo, seguidor de Goya, primera mitad del siglo XIX, ambas obras en el Museo del Prado, Madrid.)

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