Revista Arte

Y, sin embargo, la Belleza será esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente... y diversa.

Por Artepoesia
Y, sin embargo, la Belleza será esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente... y diversa. Y, sin embargo, la Belleza será esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente... y diversa.
No podremos aprehenderla, aunque a veces creamos ser dueños del momento en que sus efectos estén satisfaciendo nuestro anhelo por tenerla. Ahí acabará. Luego, resignados, podremos acaso recordarla, imaginándola ya con sutiles ensoñaciones fantásticas. Pero, no será ella, tan solo su representación. No nos hará sentir, ahora, como el único ser sobre la Tierra. Únicamente, recrearemos con ello su fragancia, su efímera fragancia. Pero, no bastará. Necesitaremos más. Tendremos que llegar a poseer algo de ella. Entonces, idearemos eternizarla gracias a los grandiosos alardes, casi permanentes, de los obtusos materiales frágiles de la tierra, otrora nada entre nosotros, y, ahora, una fascinante, brillante, armoniosa y elogiosa imagen muy elaborada. Reflejo ya de luz entre las sombras. Por fin, ahora vislumbrada; por fin, además, ¿también desengañada? Sólo, para este momento, creeremos ya haberla poseído. Vanamente. Será nada más que una muestra, de las muchas y diversas de la vida, de lo que ya nunca más volveremos a sentir como entonces, aquella ocasión inconsciente, ingrata, lujuriosa y esquiva. Entre otras cosas, esto será el Arte.
Cuando el pintor inglés Matthew Williams Peters (1742-1814) fuera ya ordenado pastor anglicano en 1781, cuatro años después de haber realizado su obra Lydia, se arrepentiría tanto de aquella creación tan sublime, tan absolutamente innovadora, sincera, inspirada y fascinante para entonces. Pero, ya la habría hecho, y su nuevo propietario la poseería con el júbilo y el temblor que produciría -en esos instantes históricos tan poco avanzados para un alarde parecido- disponer ya de una imagen tan atrevida y exclusiva. Se formaría el pintor en Italia, absorbiendo así la magia artística de los pintores que engrandecieron el Arte siglos antes, como Correggio, Rubens o Caravaggio. Pero, ¿cómo es ya el Arte tan fiero y autónomo a veces para brotar así, desaforado, a pesar de las pocas ganas que el autor ya mantuviese? 
No se ha valorado suficientemente el mérito de los mecenas en el Arte -más que los creadores, ya que éstos han sido a veces tan solo pintores al dictado, no creadores libres propiamente-. Estos promotores del Arte consiguieron que otros seres, ahora capaces de componer belleza con sus trazos, hubiesen decidido crear ya obras tan extraordinarias, creaciones que hoy admiramos y elogiamos a pesar de no haber tenido aquéllos nada más que ver en ello que con la idea, la forma o la escena que antes habrían imaginado. Al regreso de Italia en 1776, el pintor británico Peters residiría en la mansión de Lord Grosvenor en Millbank, en Londres, a orillas del Támesis. Así fue como este aristócrata aficionado al Arte le pediría al exquisito pintor de retratos prodigiosos, de obras tan grandiosas de ladies, niños y lores, creaciones que matizaba ya con perfectos colores y sombras, con encuadres clásicos y con semblantes acaramelados, que, ahora, compusiese con todo ello la imagen cortesana de una mujer desnuda y excitante.
Y el pintor correcto, el creador adepto a sus agradecidas y aplaudidas imágenes clásicas de entonces, el todavía conservador y timorato siglo XVIII, se atrevió y dejó batir ya las alas de la creación con la libertad que su mecenas le inspirara. El resultado fue su inédita y única obra realizada así en toda su vida artística. Nunca más volvió a crear nada parecido. Su representación, basada en unos versos de John Dryden, poeta inglés del siglo anterior, vendría a decir más o menos algo así: y unos ojos amables vinieron a concederme... Y el pintor quiso componer con tal fuerza la imagen de unos ojos tan amables, para que realzaran ahora lo poco lujuriosa y atrevida que fuese ya su obra. Y así se ve. Se observará aquí lo forzado de una mirada exageradamente provocadora. Aun así, consigue el pintor lo que Lord Grosvenor se propuso con su mecenazgo. La extraordinaria obra de Peters combinará aquí un perfecto estilo clásico junto a una liviana y maravillosa coloración al pastel -propia del momento histórico, 1777-,  para tratar de compensar, quizás, el alarde tan erótico aquí de unos senos descubiertos junto a unos ojos tan propicios, toda una exquisita e insinuante forma de apelar al que lo vea.
Poco menos de un siglo después, el creador irlandés Daniel Maclise (1806-1870) se decidiría a pintar una escena muy acorde con la época romántica y liberal de los años treinta del siglo XIX. Una obra como tantas, sin demasiada innovadora semblanza de una atrevida composición romántica, como otros geniales autores de esta tendencia sí llegaran a realizar por entonces. Sin embargo, el pintor Maclise sí consiguió aquí algo más. Contrastar dos mundos -el noble y el campesino- que coincidirán juntos ahora en el inconsciente y superficial universo de la superstición. Y lo hará genialmente, a pesar de no ser más que una diversa copia de lo que otros más grandes hicieron antes. Con la luz aquí de la razón dejada fuera, con las sombras intrigantes y misteriosas vibrando dentro. Y sólo la luz reflejada de un vestido esplendoroso permanecerá con ella -la noble dama- aquí entre las sombras. La gitana, arrodillada, mirará la mano tan blanca y desdeñosa. Y nada más, no hay, artísticamente, nada más. ¿Entonces, qué tendrá esta obra, ahora, más que otras? Pues que la dama no se creerá nada de lo que estará oyendo, y que el pintor lo demostrará así, con el gesto aquí retratado de un personaje orgulloso y desatento. Una belleza tan perfecta, tan romántica, tan extraordinaria. Y, sin embargo, tan esquiva y tan ingrata.
(Óleo Lydia, del reverendo inglés Matthew Williams Peters, 1777, Tate Gallery, Londres; Obra del pintor e ilustrador irlandés Daniel Maclise, Gitana leyendo la fortuna, 1836.)

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