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Ya ves

Publicado el 17 marzo 2016 por Claudia_paperblog

Y yo recuerdo tan pocas cosas de mi infancia… Me dan una envidia aquellos que sí se acuerdan de los detalles más pequeños, de lo que les regalaron aquellas Navidades o de cuando cumplieron ocho años. Miro mi caja de juguetes y veo un montón de cosas que me encantaban y que me siguen haciendo un poco de ilusión. Veo el coche rosa de la Barbie, el bebé con el biberón que parecía real, la cocinita miniTefal… Pero no recuerdo el momento en el que me los regalaron, me veo jugando y divirtiéndome pero supongo que lo material nunca ha sido lo que más me ha importado.

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De mi infancia recuerdo los domingos por la tarde jugando a cualquier juego de mesa en familia, los paseos en bici obligatorios de los fines de semana, que yo llamaba cafet al café (de eso no me acuerdo en realidad, pero me lo han contado tantas veces que han engañado a mi cerebro), los calendarios de Adviento que tiene cualquier niño ahora, un cerdito que fabriqué en clase de arte y que me lo robaron porque era el más bonito (pero lo recuperé), recuerdo el asco que me daba la tortilla de espinacas –no sé, supongo que serían esos hilillos que se deslizaban por mi garganta-, las lloreras que me pegaba cada vez que había eso para cenar, los interminables viajes en coche al pueblo, el olor a viaje y a limones, y los discos de Miguel Bosé, Bruce Springsteen o Dunkhan Du, que ahora aún me sé de memoria. Y a los tones tones tones, que mandan los ratones, que vayan y vengan y no se detengan, a dar un besito, a la puerta del tío Josito.

Y las Navidades que mi hermana lloró tanto porque se enteró de que ni los Reyes ni Papá Noel existían, y mi hermano y yo recordándoselo cada año por las mismas fechas y riéndonos a más no poder, y el calendario que nos regalaba mi tía de Barcelona y que había que pintar cada día de un color diferente según el tiempo que hiciese, rojo si hacía viento, lo recuerdo muy bien. Y nuestra peculiar manera de dejarle los dientes de leche al Ratoncito Pérez. Cuando mi padre nos los arrancaba (porque nunca íbamos al dentista), los lanzábamos al tejado de casa desde la terraza y yo pasaba muchos nervios porque pensaba que si se me caía más de tres veces al suelo ya no valía. Diente, dientecito, te tiro al tejadito para que me salga otro más bonito. Y buen viaje y buena suerte.

Y Jesusito de mi vida, y mi yaya contándonos siempre los mismos cuentos: el de los tres cerditos o el de los siete cabritillos y cambiando el argumento cada viernes que nos quedábamos a dormir en su casa. Recuerdo que esas tardes alquilábamos una peli y le dábamos uso durante todo el fin de semana, hasta aburrirla, y que en invierno comprábamos melindros y ella nos hacía un chocolate negro, bien espeso y yo lo disfrutaba mucho, siempre con la boca manchada. Recuerdo Cine de Barrio y las películas de Marisol, Corre corre caballito. Los desayunos con tostadas y en bandeja.

También está el pueblo y el tener que ir a misa, aunque solo tres veces al año: por Semana Santa, en verano durante la fiesta de la Virgen, y en Navidad. Yo no paraba quieta, me aburría mucho sentada en aquel banco y volviéndome a levantar, inventándome juegos estúpidos y hablando todo el rato hasta que mi madre me regañaba, diciendo que prestara atención, que la historia que contaba el cura era muy interesante y yo intentaba entender sus palabras, pero a los diez segundos desconectaba. Y el frío que hacía dentro de la iglesia era insoportable. Recuerdo el agua bendita y el sábado por la mañana usándola para sacar los malos espíritus de la casa, para renovarla de energía. Agua bendita, de Dios consagrada, límpiame el cuerpo y sálvame el alma.

Ir a comer moras y salir llena de magulladuras, el agua tan fría de la fuente, los paseos en bicicleta, el río… Me encantaba el río y construir cabañas con los palos y ramas que había en el bosque de al lado. Y las peleas con mis hermanos. Aunque eso lo recuerdo bien porque es algo que aún en el presente ocurre, pero es lo que más me gusta de tener hermanos. Recuerdo también los viajes por toda España, mis padres siempre intentando que pudiésemos ver cosas nuevas, dándonos la oportunidad de llevarnos a otros lugares, repitiéndonos mil veces que tendríamos que apreciar aquella iglesia porque a ellos sus padres no les llevaban por ahí, no les sacaban del pueblo casi. Iglesias, monasterios, capillas, catedrales, claustros… Acabábamos hartos, pero el hostal e ir de restaurante nos compensaba.

Se ve que nunca me echaba la siesta, solo de bebé. Desde el año y medio, según mi madre, cada vez que se acercaba a la cuna yo tenía los ojos abiertos como platos y, cuando aprendí a caminar, no dejaba en paz a mi madre. Me dice que, cuando ella estaba embarazada de mi hermana y la temperatura era de casi 40 grados fuera, yo la hacía ir al parque a las 3 de la tarde, que era un terremoto, nervio puro. Y eso sigue sin cambiar.

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