Revista Expatriados

Bangkok Eight

Por Tiburciosamsa
Bangkok Eight
Las novelas policíacas que he leído suelen seguir el mismo patrón: un asesinato desconcertante; el protagonista comienza a investigar; van apareciendo pequeños indicios que al principio parecen no tener pies ni cabeza, pero que lentamente van encajando y apuntan a un poderoso con el que tarde o temprano el protagonista tendrá que vérselas. Dado que todas las novelas policíacas al final se parecen, donde el escritor tiene que dar el do de pecho para distinguirse es en la elección del protagonista y en la descripción de los ambientes. 
John Burdett en “Bangkok Eight” ha escogido un protagonista improbable, pero que funciona admirablemente: Sonchai, hijo de un norteamericano y de una prostituta, un arhat que se ha metido a policía y que es incorruptible. Aunque la incorruptibilidad del personaje muestre a las claras que se trata de un personaje de ficción y no un reflejo de la realidad, el caso es que funciona.
Burdett ha sabido rodear a Sonchai de secundarios memorables. Está su madre Nong, una ex-prostituta que en la cincuentena ha descubierto que tiene talento para los negocios y, después de haber hecho un curso de administración de empresas a distancia, tiene la idea de crear un bar + burdel destinado a la tercera edad. Está el coronel Vikorn, absolutamente corrupto, pero se mueve por una ética que le lleva a dar donativos a los huérfanos de la policía. Está la agente del FBI Kimberley Jones, asexuada, pero que descubre que en Bangkok lo mejor que puede hacerse es rendirse a la sensualidad ambiente. Está William Bradley, un sargento de marines que está a punto de retirarse y siente la angustia de tantos occidentales que saben que su estancia en Bangkok tiene fecha de caducidad y no quieren marcharse.
Los personajes funcionan y también funciona la descripción de los ambientes, que Burdett ha tratado con mucho detalle. Resulta evidente que se conoce Bangkok como la palma de la mano, especialmente sus partes más escabrosas: el NANA Entertainment Place, que es una suerte de corrala de gogo bars; los refugiados karen que viven en chabolas bajo un puente y se dedican al tráfico de anfetaminas, que el poético idioma thailandés denomina “yaa baa”, literalmente la medicina de la locura; el hospital que parece un hotel de cinco estrellas y que atrae turismo médico, siendo una de sus especialidades la del cambio de sexo; las prostitutas rusas que van a probar suerte a Tailandia; los espectáculos eróticos en los que una mujer se coloca una cerbatana en el coño y practica puntería con los globos que sostienen los clientes…
Burdett no se priva de introducir en la novela comentarios que muestran lo bien informado que está. Es la tentación de todo escritor que escribe sobre un tema que controla: que se vea lo bien que se documentó y lo que domina la materia. En escritores torpes como Daniel Mason, se les ve el plumero y la cosa chirría. No es el caso con Burdett. Lo mismo habla del jade, que de las operaciones de cambio de sexo, del choque cultural que recibe el extranjero en Thailandia o de la prostitución, pero siempre de manera informada y que hace pensar.
Por ejemplo, algunas ideas sobre la prostitución: “Este tipo de hipocresía occidental me disgusta, francamente [es Nong quien habla]. ¿Por qué la BBC no hace un documental sobre el negocio textil con todas esas mujeres que trabajan doce horas al día por menos de un dólar la hora?¿Qué es eso sino vender tu cuerpo? A Occidente no le importa la explotación de nuestras mujeres. Simplemente tiene un problema con el sexo y al mismo tiempo utiliza la excitación sexual para vender sus shows. Les gusta avergonzar a los blancos de mediana edad que alquilan a nuestras chicas. Las mujeres occidentales no tragan que sus hombres se lo pasen mejor aquí. Si son demasiado mezquinas para dar placer a sus hombres, es su problema. Al final es una cuestión de dinero. Thailandia obtiene pocos ingresos de industrias como la del vestido; las compañías occidentales se llevan la parte del león. Pero en el comercio sexualvemos una verdadera redistribución de la riqueza global de Occidente a Oriente. Eso es lo que les cabrea tanto.”
Otro ejemplo, lo que Burdett comenta sobre la relación guerra de Laos-CIA-tráfico de opio: “Tan pronto como Kennedy decidió enviar asesores militares a Laos, la CIA se dio cuenta de que tenía un problema,” Jones explica en el asiento trasero del taxi. “Era la CIA la que dirigía la guerra allí, por cierto, desde el principio hasta el fin. El problema era el opio. Cuando los franceses gobernaban Indochina no les molestaba. Lo convirtieron en un monopolio estatal con sus almacenes en Vientiane y Saigón. Cuando América se involucró la reacción timorata obvia fue: no más opio. Que propio de nosotros reinventar la rueda, ¿verdad? Esa noble idea duró tal vez diez minutos y he aquí porqué. Las fuerzas armadas laosianas tenían esta característica original: no combatían. Con nadie, en ningún sitio, en ningún momento, y sobre todo no combatían con el ejército regular norvietnamita, que les acojonaba. Los únicos que combatían eran los hmong, la tribu indígena montañesa del norte, que los laosianos estaban encantados de ver cómo Ho Chi Minh los aniquilaba. A los americanos les gustan los huevos, nos gusta pelear y nos gustan los luchadores, y los hmong lo eran. Se convirtieron en las mascotas exóticas favoritas de la CIA, pero el inconveniente es que dependían completamente de la cosecha de opio para sobrevivir. Desde luego que los franceses nos habrían explicado todo eso si se lo hubiésemos preguntado, pero bien, somos americanos, ¿verdad? La única solución era ayudar a los hmong a vender su opio. Siendo unos hipócritas fantásticos- como todos los vengadores enmascarados- no queríamos ensuciarnos las manos. La Agencia intentó mantener su implicación bajo mínimos. Básicamente utilizaban a cualquiera a quien pudieran desautorizar después. Preferían no americanos…” La relación guerra de Laos-CIA-papel de los hmongs- tráfico de opio se puede contar de muchas maneras, pero ninguna tan clara e irónica como ésta.
Y ahora mi favorito excurso de la novela, cuando Burdett saca a colación al ficticio profesor Beckendorf para explicar lo que diferencia al hombre occidental medio del thailandés: “Mientras que el hombre occidental promedio hace todo lo que puede para dirigir y controlar su destino, el thai actual no está más cerca de adoptar esa actitud ante la vida de lo que lo estaban sus antepasados de hace 100 ó 200 años. Si hay un aspecto de la psicología thailandesa moderna que continúa aceptando “in toto” la doctrina budista del karma (tan cercana a lo que el fatalismo islámico expresa con la frase: Está escrito) es seguramente la convicción de que lo que tenga que ser, será. A primera vista, ese fatalismo puede parecer atrasado, incluso perverso dada la deslumbrante panoplia de armas que los occidentales tienen ahora contra las vicisitudes de la vida. Pero cualquiera que pase mucho tiempo en el reino pronto se encuentra preguntándose por la sabiduría e incluso la sinceridad de las actitudes occidentales. Cuando ha pagado sus impuestos, su seguro de vida, su seguro médico, su póliza contra los accidentes, reciclado en las últimas habilidades comercializables, ahorrado para la educación de sus hijos, pagado los alimentos, comprado la casa y el coche que su estatus requiere que compre absolutamente dentro de las normas de su tribu, abandonado el uso del alcohol, de la nicotina, del sexo extramarital y de las drogas recreativas, pasado sus vacaciones de dos semanas en alguna aventura vacacional desafiante (pero segura), aprendido a ser hipercuidadoso con lo que dice o hace con los miembros del otro sexo, el occidental promedio puede- y a menudo lo hace- preguntarse adónde fue su vida. También puede- e invariablemente lo hace- sentirse estafado cuando descubre existencialmente que todas las preocupaciones y los pagos del seguro no le han garantizado ni un ápice de protección contra el fuego, el robo de su vivienda, las inundaciones, los terremotos, el despido, el terrorismo, o el abandono repentino por su esposa que se lleva a los niños, el coche, y todo lo que había en la cuenta corriente conjunta. Es muy cierto que en un reino sin redes de seguridad un ciudadano puede verse aplastado brutalmente por un accidente o por la enfermedad, allí donde un occidental podría haberse comprado un poco de protección. Pero entre golpe y golpe, el thai vive su vida en un estado de despreocupación sublime. La observación occidental estándar es que el thai vive en un paraíso para idiotas. Quizás, ¿pero no podría replicar el thai que el occidental se ha construido un infierno para idiotas?” Y con esta pregunta incómoda y la recomendación de leer el libro, termino la entrada. 

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