Revista Expatriados

El hombre que quiso reinar

Por Tiburciosamsa

El hombre que quiso reinar (y 3)
En febrero de 1925 Pu Yi abandonó la Legación japonesa para ir a Tianjin. Aunque allí tenía ya una casa ubicada en el terreno de la concesión británica, se dejó convencer para comprar otra en la concesión japonesa. Pu Yi estaba tan acostumbrado a ser un mandado que no le saltaron las alarmas.
En Tiajin nuevamente Pu Yi fue el centro de un tira y afloja. Había quienes proponían que buscase la restauración de los Artículos o, al menos, la búsqueda de un ten con ten con las autoridades republicanas. Un segundo grupo le proponía que comprase a algunos señores de la guerra para que defendiesen su causa. Y el tercero que le decía que se apoyase en los japoneses. ¿Alguna duda sobre cuál de los tres grupos se llevó el gato al agua?
Pu Yi en Tianjin se pasaba el día repartiendo dinero a los señores de la guerra, intentando ganarlos a su causa. El dinero que no les daba a ellos, se lo gastaba en vivir a todo tren, única actividad para la que estaba capacitado. Lo que aún quedaba después de esos gastos, iba para el opio de su mujer Wan Jung. Aunque Pu Yi iba tomando conciencia de las ambiciones japonesas, en su ingenuidad pensaba que tenía la sartén por el mango, porque era el depositario de la legitimidad imperial y los japoneses le necesitarían. El concepto de “marioneta” no se le había metido en la cabeza.
En 1928 tuvo lugar un acontecimiento determinante para el futuro de Pu Yi. El líder del Kuomintang, Chiang Kai-shek, organizó la Expedición al Norte mediante la que reunificó el país, poniendo más o menos fin al período de los señores de la guerra. En el curso de esa expedición tropas del Kuomintang profanaron el mausoleo de la dinastía manchú. Desde el punto de vista confuciano era la madre de todas las ofensas. A partir de ese momento Pu Yi sintió un odio cerval hacia el Kuomintang. Eso, y la derrota de los señores de la guerra, le lanzó a los brazos de los japoneses.
En septiembre de 1931 Japón inició la conquista de Manchuria y de pronto Pu Yi empezó a ser muy solicitado. Un enviado de Chiang Kai-shek vino a ofrecerle la restauración de los Artículos para el Trato Favorable. El comandante de la guarnición británica en Tianjin le visitó  y le felicitó por las perspectivas halagüeñas que se abrían ante él. Con su perspicacia política, Pu Yi ni se enteró de a cuáles perspectivas se refería. Pero fueron los japoneses los que le hicieron una de esas ofertas que no se pueden rechazar: ser el jefe de estado de una Manchuria independiente. Después de toda una vida deseando reinar, venían los japoneses y le ofrecían un trono, aunque fuera en un lugar atrasado y frío como Manchuria. Pu Yi se lanzó de cabeza. Si en la Ciudad Prohibida se había sentido en su día como preso en una jaula de oro, lo de Manchuria lo superaría.
Pu Yi había fantaseado con que al entrar en Manchuria le daría la bienvenida una muchedumbre de gente, ondeando banderitas del nuevo estado y haciéndole la ola. En su lugar se encontró con un grupo de funcionarios japoneses que le recibieron en el puerto y se lo llevaron de tapadillo al Hotel Tsuitsuke. Esa noche, con el entusiasmo de volver a ser emperador, no se dio cuenta de nada. Cenó una espléndida cena japonesa viendo el atardecer y luego fue a su habitación a dormir como un bendito.
La sorpresa vino a la mañana siguiente cuando descubrió que no sólo no le dejaban salir a la calle, sino que ni tan siquiera le permitían bajar a la planta baja. “Me encontré con que estaba aislado en el Hotel Tsuitsuke: que se prohibía a los extranjeros acercarse al hotel y que la gente que estaba en la planta baja no podía subir a la primera que era utilizada en excluvisa por mi pequeña comitiva. Lo que me dejó más perplejo fue que no nos dejaban bajar…” Sólo entonces le alarmó el comentario de uno de los oficiales japoneses en el sentido de que todavía estaban discutiendo sobre la naturaleza del nuevo Estado. Lo que Pu Yi no sabía es que había discrepancias en el gobierno japonés sobre lo que hacer con Manchuria, cuya invasión había sido un hecho consumado perpetrado por el Ejército Kwantung que iba por libre. En realidad, le habían embarcado en la aventura antes de que los propios japoneses hubieran alcanzado un consenso. Pero así es como se trata a los peleles, ¿no?
En febrero de 1932 los japoneses finalmente se decidieron a crear el estado de Manchukuo y a Pu Yi le dieron un nuevo disgusto: no sería emperador, sino jefe de estado. Pu Yi era tan frívolo que la primera pelotera épica que tuvo con los japoneses y que duró horas fue porque quería ser emperador, que suena mejor. Tras una tarde discutiendo, la respuesta de los japoneses al día siguiente fue inequívoca: “Las demandas del ejército no pueden alterarse en lo más mínimo. Veremos su rechazo como evidencia de una actitud hostil y actuaremos en consecuencia. Es nuestra última palabra.” Hay mafiosos que han dicho lo de “te partiré las piernas” con más amabilidad.
Hasta el inepto de Pu Yi se dio cuenta enseguida de que no tenía ningún poder real, aunque en el papel mandase como un rey absoluto. “De hecho ni tan siquiera tenía el poder de decidir cuándo salir por la puerta principal (…) nunca salí por la puerta principal salvo en viajes organizados por el Ejército de Kwantung.” También se dio cuenta de que mucha gente venía a visitarle, pero nadie le hablaba de temas importantes. Si se interesaba por algún asunto enjundioso la respuesta siempre era que alguno de los viceministros (todos eran japoneses y eran quienes detentaban el poder real) se estaba ocupando del asunto. Los viceministros nunca despachaban con él. De hecho, el consejo de ministros, que estaba compuesto por manchúes, no servía para nada. Todas las decisiones reales las tomaban los viceministros.
En mayo de 1932 una Comisión de Investigación de la Liga de Naciones visitó Manchukuo para determinar las condiciones del país y si era un estado real o una marioneta. Pu Yi recibió a los miembros de la Comisión durante 15 minutos. Le preguntaron cómo había llegado allí y si el país era realmente independiente. Pu Yi cuenta en sus memorias lo que tuvo ganas de responder, pero dos japoneses le estaban flanqueando, así que su respuesta fue lo que se esperaba de él: “Vine a Manchuria después de haber sido elegido por las masas manchurianas. Mi país es completamente independiente.” Casi lo más humillante fue recibir después los plácemes de los japoneses por lo bien que había representado su papel.
El informe de la Comisión no fue enteramente desfavorable a Japón. Reconocía que no era posible regresar al status quo anterior y sugería una suerte de mandato internacional sobre Manchuria, respetando los intereses especiales de Japón. Además no condenaba a Japón por la agresión inicial, aduciendo que había sido realizada en autodefensa. Durante unos días Pu Yi soñó con que la situación pudiera reconducirse. Eso era no conocer a sus carceleros. Japón se cerró en banda y en marzo de 1933 abandonó la Liga de Naciones para tener las manos libres.
Al menos Pu Yi salió ganando algo con todo esto: los japoneses decidieron que después de todo sí que querían que fuese emperador y el 1 de marzo de 1934 le entronizaron. Incluso para tener contento a su prisionero, le rodearon de toda la parafernalia regia y le organizaron viajes y ceremonias con toda la pompa. Aunque le tuviesen entontecido, a veces la evidencia de quién mandaba era demasiado fuerte. Por ejemplo, cuando condenaron a muerte a Ling Sheng, un gobernador provincial manchú, por supuesta deslealtad y le dijeron que lo hacían como advertencia para otros. Otro ejemplo fue cuando Pu Yi se entrevistó con el Príncipe Te, un mongol al que los japoneses habían colocado al frente del Gobierno Militar Autónomo de Mongolia Interior. Ambos compartieron quejas sobre lo poco que mandaban en sus respectivos territorios. Al día siguiente los japoneses le hicieron ver que sabían de lo que habían estado hablando y que cuidadito con lo que decía. En lo sucesivo no le dejaron entrevistarse con desconocidos a solas; un japonés tenía que estar presente.
Pronto a los japoneses no les bastó con que hiciese lo que le dijesen. Querían además que lo hiciese con entusiasmo. A Pu Yi le ponían a leer discursos cada vez más impresentables como uno en el que expresaba su determinación de “vivir o morir con Japón y, unidos en corazón y virtud, aplastar el poder de Gran Bretaña y América.”Cada vez que los japoneses ocupaban una ciudad china importante, Pu Yi tenía que incorporarse y hacer una reverencia en dirección al campo de batalla en señal de duelo por los soldados japoneses caídos. El entrenamiento pavloviano funcionó tan bien que cuando cayó Wuhan en manos japonesas Pu Yi hizo la reverencia él solito, sin que se lo indicasen. Y aún mejoró el número mandando una carta de felicitación al conquistador de la ciudad y un telegrama al emperador de Japón. Cuando construyeron el Templo al Fundamento Nacional, solía visitarlo cada mes para rezar por la victoria de las armas japonesas. Y para rematar le hicieron promulgar un edicto imperial en el que reconocía la divinidad del emperador de Japón.
Tras el inicio de la invasión de China en julio de 1937, Pu Yi vio su libertad todavía más restringida. Los japoneses limitaron las visitas que podía recibir e insistieron en que sólo hablase con los más próximos. Con los demás, bastaba con una inclinación de cabeza. Toda su correspondencia era leída y los japoneses decidían qué cartas podía leer. Ahora que Japón estaba invadiendo China, temía que Pu Yi tuviera ambiciones imperiales sobre el país. ¡Si no podía afirmarse en Manchukuo, todavía menos hubiera podido afirmarse en China!
El rato en que el Ejército de Kwantung no tiraba de las cuerdas de la marioneta, Pu Yi podía estar tranquilo. Eliminada ya toda pretensión de que ejercía algún tipo de poder, tenía todo el tiempo del mundo a su disposición. Se levantaba a las once, desayunaba y a las cuatro se echaba una siesta de una o dos horas. Cenaba entre las nueve y las once y se acostaba después de la medianoche. Sus distracciones consistían en torturar a los sirvientes, consultar los oráculos, recitar los sutras para que Buda le protegiese de los japoneses y temer todo el tiempo de que un buen día los japoneses decidiesen que ya no le necesitaban más y optasen por quitárselo de en medio.
La farsa concluyó en agosto de 1945. Las tropas soviéticas capturaron a Pu Yi cuando estaba a punto de escapar. Primero estuvo en manos soviéticas. Cuando el Partido Comunista Chino se hizo con el poder, los soviéticos se lo entregaron a los chinos. Pasó toda la década de los cincuenta en un campo de reeducación, donde le trataron con firmeza pero con una cierta deferencia. En sus memorias Pu Yi habla bien de esta época. No creo que lo hiciera sólo para que no le dieran un capón. Pienso que, después de lo vivido, estaba agradecido de ser un prisionero y que le trataran como lo que era, sin más fingimientos. Los años finales de su vida, una vez desaparecida la ambición de reinar, cuando no era más que un jardinero, posiblemente fueran los más felices de su vida. 


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