Revista Cultura y Ocio

El laberinto del sol y la luna (en proceso de gestación) ...

Por Orlando Tunnermann

EL LABERINTO DEL SOL Y LA LUNA  (EN PROCESO DE GESTACIÓN)

“LA HERENCIA”

EXTRACTO DEL INICIO

El primer correo era de Osorio. Le alegraba y reconfortaba saber que las cosas le marchaban bien desde su marcha a Tegucigalpa hacía ya más de tres meses. Echaba de menos al entrañable saxofonista hondureño; no tanto a los nefarios canallas que casi le arruinaron la vida liderados por el despreciable Barrabás.

Afortunadamente aquello ya era un desdibujado episodio de los muchos que se habían escrito en el hogareño y familiar Hotel de las almas perdidas. Osorio se había unido a “Los emperadores de la madrugada” tocando el saxo en un local de moda en el centro de la ciudad. Cassandra cerró el correo, antes de que la melancolía se colara por la ventana de la tristeza y se convirtiera en una losa lapidaria sobre sus recuerdos.

Pasó al siguiente: Erik de la Serna.

Apenas 5 líneas exaltaban con ampulosa retórica la belleza sin parangón de Estonia, así como renegaba sin ambages de las gélidas temperaturas que se estaban registrando en la capital en aquellos días postreros de Noviembre. Adjunta a la rácana misiva incluía una fotografía tomada en el flamante hotel Swissotel de Tallin. Miranda, Bárbara y Edgard sonreían felices y relajados, sentados en unos cómodos sillones de cuadros amarillos y blancos de una moderna cafetería con vistas panorámicas. La instantánea la había sacado el gomoso Erik. A renglón seguido añadía una romántica cita ampulosa que describía con afectación cómo la echaban de menos. No acababan de entender que se hubiera desligado de Sirenas in love para cabalgar en solitario. La presentación del nuevo álbum, titulado “Las meretrices de Baphomet”, estaba teniendo muy buena acogida en el país báltico. Era un buen trabajo, excelente en realidad. Edgard, el maleante cubano rebautizado como probo hombre de negocios y amigo personal de Miranda y Bárbara, se lo había enviado por mensajería urgente hacía unos días. El diseño de la portada, como ya venía siendo habitual, era obra de Brenda J.Parks, la enigmática chica del diario que encontrara Miranda sepultado bajo la inmundicia de un Cadillac abandonado en la antigua estación de trenes de Arlequín. Manfred Böher, un esperpéntico terapeuta que había diseñado un rocambolesco programa de “reaprendizaje” conductual llamado “La puerta de los sueños”, las había secuestrado y aislado del mundo en un deshabitado e ignoto pueblo turolense llamado Paraíso alto.


En ocasiones, había tratado de componer una imagen mental de la lunática Minerva. Le resultaba incomprensible que una vulgar chiflada hubiera puesto contra las cuerdas al fogueado Edgard Sánchez. Apartó aquellos recuerdos de su mente. Cassandra llevaba media vida volando en solitario. La compañía de los demás, tarde o temprano, acababa por convertirse en un lastre del que necesitaba desprenderse para poder respirar y quedarse a solas con sus pensamientos. Si lo pensaba bien, estaba mejor sin ellos, por mucho que les amara y añorara con frecuencia. A su lado no había espacio para la intimidad que tanto anhelaba. Sirenas in love eran y siempre serían Bárbara y Miranda. Ella sólo fue el candil que alumbró sus nombres, la tercera en discordia, la pieza extravagante que queda desemparejada y nunca sabes qué función ocupará o cómo encajará en un engranaje ya completo.
A distancia todo era mucho más sencillo, a la par que lúgubre y desangelado. Pero esa era su vida, la vida que había elegido.
Estaba anocheciendo y el sueño comenzaba a aporrear las aldabas de su puerta infranqueable, reclamando su atención. Leería un mensaje más. Después dejaría que sus párpados cerraran a cal y canto las últimas palpitaciones del día. Enarcó las cejas, desconcertada. El membrete del que proseguía rezaba en el asunto: HERENCIA.
El remitente de tan inesperado y absurdo comunicado se presentaba con el “retórico” epígrafe de: “Gestoría Amancio Guevara de Prada Aguirre y Oriol”.
Profuso y enfático texto para tan cicatera cuestión, pensó Cassandra, atusándose las puntas perfectas de su cabello corto albino con mechas rosas y verdes. Sin grandes muestras de entusiasmo decidió que podía exonerarlo de su destino a la carpeta del correo no deseado. Si resultaba ser, como ocurría en el 90% de los casos, pura bazofia comercial, spam o un virus camuflado, esperando su momento para eyectar su ponzoña en los archivos de su disco duro, lo enviaría sin remilgos al patíbulo del reciclaje ciberespacial.
La papelera estaba llena de descargas espurias que contenían lo que con taimada engañifa prometían. Había sitio de sobra para otro fraude más. Sus ojos verdes estudiaron con serenidad el abstruso comunicado. Se le aceleró el pulso. Sus pupilas se dilataron por el asombro. Si se trataba de una broma carecía de buen gusto: Su abuelo, Vladimir Kowalska, acababa de fallecer a los 74 años de edad. En su testamento le nombraba heredera única de todo su patrimonio. Se reclamaba la comparecencia de Cassandra en la mayor brevedad posible para ejecutar las disposiciones y lectura de las últimas voluntades del difunto.
En su corazón germinó la rabia, tan intensa como para ahuyentar a los heraldos de la noche, que llegaban ya para acompañarla en sus sueños. El desvelo fue testigo de las horas siguientes. Cassandra permaneció sentada frente a la pantalla del ordenador hasta las 3 de la madrugada. Un torbellino de imágenes ígneas imaginadas trataban de escapar de un fuego devastador. Sus padres habían muerto abrasados, dejándola huérfana en un mundo desalmado. No tenía familia, nadie se hizo cargo de ella. Cassandra acabó rebotando de internado en internado como una leprosa sin nombre ni pasado.
No se jugaba con la muerte; eso era despreciable y pensaba querellarse contra los responsables de tan perversa e insensible burla. La gestoría de rótulo interminable se lo pensaría dos veces la próxima vez antes de difundir su propaganda falaz. ¡Vladimir Kowalska! ¿De dónde demonios habían sacado ese dato? Sus abuelos habían fallecido en Polonia muchos años antes de que ella aprendiera a caminar sin ayuda o a pronunciar frases inteligibles. Eso le habían contado sus padres, pero guardaba tan pocos recuerdos de ellos… de hecho, no conservaba nada cuantificable o memorable, salvo breves episodios familiares, abortados abruptamente por la irrupción de un pavoroso incendio que acabó con sus vidas. Había visto fotos, retratos de familiares desconocidos, pero en su mente estaba todo borroso, desfigurado y gris, como una película en blanco y negro.
Cassandra abrió el explorador. En la barra de búsqueda introdujo el nombre de la gestoría. La pantalla se colmó de páginas con la información solicitada. Pinchó el primer enlace. En la portada principal apareció un complejo de edificios blancos con jardines y vigilancia privada. Parecía un recinto fastuoso, con tanta cámara y verjas de hierro forjado de más de tres metros de altura. Según las indicaciones, el gabinete de Amancio Guevara se encontraba en Puebla de Sanabria.
Cassandra se levantó a primera hora de la mañana. Apenas había dormido tres o cuatro horas. Abandonó el Hotel de las almas perdidas con la vaga promesa de regresar en unos días. Edwin Carbajosa, ataviado como un clérigo de la época de la Santa Inqusición, ondeó su mano con expresión de cordero degollado y la vio partir en su recién estrenado Mitsubishi Montero bicolor azul y plateado. El joven recepcionista venezolano se quedó frustrado al perder la ocasión de poder conversar con ella durante unos minutos. Cassandra parecía acuciada por la urgencia, y la injerencia de Amelia Brandon, una ricachona americana con demasiado tiempo libre, se interpuso entre él y la bellísima cantante de orígenes polacos. La acaudalada viuda de Texas siempre se las ingeniaba, rezongó entre dientes Edwin, para presentarse en el momento más inoportuno.
Antes de poner rumbo a Puebla de Sanabria Cassandra pasó por su apartamento en la calle Fuencarral y dejó sus plantas regadas. En una pequeña cuartilla naranja garabateó unas indicaciones para Estíbaliz, su vecina de la puerta de al lado. La pasó por debajo de la ranura. Tenía llaves de su casa y le pedía básicamente que entrara de vez en cuando para ventilar, regar sus plantas, abrir cortinas y persianas, encender luces, dejar, a fin de cuentas, huellas de habitabilidad. Esperaba que el enojoso asunto de la herencia no le robara demasiado tiempo y pudiera hacer algo de turismo por la zona.
En poco más de tres horas Cassandra arribó a la sosegada y discreta población de Palacios de Sanabria. “The eyes of Baphomet”, el último tema incluido en el nuevo álbum de Sirenas in love, estaba abordando el apoteósico estribillo final, que concluía con un asombroso monólogo acústico de la flamígera guitarra eléctrica de Bárbara. Era un tema potente, muy al estilo de la banda estonia Vanilla Ninja. Abrió la puerta del Mitsubishi y respiró el aire fresco de la mañana. Cassandra había salido de Madrid cuando las calles aún no estaban “puestas”, con un claro motivo: exigir a la gestoría de Amancio Guevara una explicación de un comportamiento tan poco ético. Muy a su pesar apagó la música y salió del coche para enfrentarse a los misterios de la herencia fraudulenta. Preguntó en un colmado, que olía a chorizo y queso curado, cómo podía llegar a Puebla de Sanabria. Cassandra le explicó al tendero, rubicundo, orondo, lo que andaba buscando. Éste se mostró tan afable que a punto estuvo de acompañarla él mismo. Finalmente le indicó con precisión el camino más directo, coadyuvado por dos entretenidos aldeanos, sin duda conocidos del tendero, y salió del pequeño establecimiento con una sensación de cálida y hospitalaria acogida.
La pareja de simpáticos lugareños se despidió de ella como si ya la hubiesen adscrito a su club de amigos para toda la vida. El hermosísimo paisaje esmeraldino estaba jalonado de desconocidos que la saludaban desde los umbrales de sus casas o los arcenes de la carretera, preguntándose acaso quien sería la desconocida y extravagante mujer de cabello albino con mechas rojas y amarillas.
Puebla de Sanabria era uno de los pueblos más encantadores que había visitado nunca. Esa fue la primera impresión que quedó marcada a fuego en su mente cuando columbró la soberbia silueta del altivo castillo que se erigía sobre un altozano. Cassandra trató de imaginar cuán diferente luciría aquel lugar en plena época estival. Noviembre concitaba escarchas y brumas, lluvias y ventiscas agrisadas que afeaban los rincones más fotogénicos. No se veía demasiada gente por los alrededores, lo cual, concedía a la ciudadela medieval un cierto halo épico y espectral. Los lugareños debían estar en sus casas, frente a un fogón que ardía con leños recién cortados.

Volver a la Portada de Logo Paperblog