Revista Cultura y Ocio

Pregón de Nuestra Señora la Santísima Virgen de la Montaña

Publicado el 12 junio 2014 por Francisco Francisco Acedo Fdez Pereira @Francisacedo
Pregón de Nuestra Señora la Santísima Virgen de la Montaña
Ὑπὸ τὴν σὴν εὐσπλαγχνίαν,
καταφεύγομεν, Θεοτόκε.
Τὰς ἡμῶν ἱκεσίας,
μὴ παρίδῃς ἐν περιστάσει,
ἀλλ᾽ ἐκ κινδύνων λύτρωσαι ἡμᾶς,
μόνη Ἁγνή, μόνη εὐλογημένη.
Amadísimos hermanos:
Paz y Bien a vosotros en en nombre de Cristo Jesús Pobre, Glorioso y Resucitado, Aleluya, Aleluya, Aleluya.
Esta tarde del Lunes de Pascueta, frisando la hora de las Santas Vísperas en el primer día de la Octava de Pascua, llenos de alegría y efusión de gozo pascual por la Resurrección del Hijo del Hombre, nos reunimos para honrar a su Madre Santísima en su advocación consoladora de la Montaña y en su Título salvífico de Madre de la Divina Gracia. He comenzado esta mi intervención con la más antigua oración mariana, el Sub tuum praesidium, en su versión latina, o Bajo tu amparo, en la castellana, que recitamos diariamente al finalizar las Letanías Lauretanas del Santo Rosario o tras el Divino Oficio de Completas, los que tenemos la obligación de hacerlo. Lo he hecho en su primitiva y original versión griega, no sólo porque crea y proclame con el adagio que ex Oriente, lux, sino porque como se verá, cobrará sentido en su debido momento. Primero he saludado a la homenajeada, a la Señora de la Casa y tras ella a los huéspedes, a todos los presentes que hoy os habéis congregado para honrar a nuestra Madre del Cielo a través de mis pobres palabras. Durante unos minutos intentaré ser lo que quería que fuéramos Nuestro Seráfico Padre el Bienaventurado y Mínimo Francisco de Asís: un juglar de Dios que cantará loas a su Hija, Madre, Esposa y Esclava.
Imponen la convención y las formas medidas el saludo y los agradecimientos, que restan tiempo al pregón, pero que son inevitables. Agradezco su presencia a las Autoridades Religiosas, Civiles, Judiciales y Militares que honran este acto con su presencia y que denotan que las Españas, Extremadura y Cáceres, son y siguen siendo tierra de María Santísima, tierra del Reino de su Hijo Divino, que es Reino de Paz y de Amor. Gracias a la Real Cofradía, anfitriona de este piadoso acto, especialmente en la persona de su Mayordomo, mi queridísimo hermano Joaquín Floriano (que es persona de palabra y hechos,cosa que hoy demuestra, aunque sólo él y yo sepamos el porqué) y de su Junta de Gobierno, que con unánime parecer decidió que fuera yo quien pregonase a nuestra Celestial Patrona este año, confiriéndome el más alto honor que en Cáceres pueda tenerse y espero estar a la altura de tan pesada y grave circunstancia. Gracias a Emilio Pizarro, mi amigo entrañable, mi lejano pariente, mi paño de lágrimas, mi fuente de sonrisas, por su presentación emotiva y exagerada. Autor del templete de la Montaña, su nombre de arquitecto quedará ya para siempre unido al de la nuestra Medianera en ese casto nido de paloma. Gracias a Santos Benítez por mantener este acto como cada año, con su natural elegancia y su saber estar y hacer. Gracias a todos los que estáis aquí presentes y que en lugar de disfrutar la primavera ofrecéis este homenaje a nuestra Madre Buena, a Ella que siempre nos acompaña habéis querido acompañarla esta tarde en vísperas de su llegada. Mi especial reconocimiento a cuantos desde fuera os habéis desplazado, especialemte desde Italia y Portugal. Gracias a los ausentes voluntarios, a los que por coherencia no han querido escucharme y les agradezco el gesto de haberse quedado en sus casitas en lugar de venir a hacer el hipócrita. Nadie se escandalice d mis palabras, porque todo cristiano que se precie debe de tener enemigos, porque de otra forma no podríamos cumplir con el mandato de nuestro Señor de amarlos y bendecirlos. Gracias al Orfeón Cacereño por llenar este acto con la belleza de la música sacra mariana y a los que quiero especialente felicitar con motivo del cincuentenario que en este año celebran.Gracias a mis amigos por estar siempre junto a mí, y espero y pido estar siempre junto a ellos. Gracias a mi Familia por haberme dado la vida y la Fe: a Mamá, a Diogo, mi Padrastro; a Manuel, mi Hermano; a todos mis tíos, primos y sobrinos, a los presentes y a los ausentes, a los vivos y a los difuntos, en especial a Papá, a quien siempre recuerdo y que tan unido estaba a la Virgen Santísima y al Santuario, donde hacía de monaguillo en su infancia, puesto que los veranos los pasaban en la Viña de los Acedo, situada en la Umbría. Todos los cacereños estamos, de un modo u otro, vinculados desde generaciones a nuestra Celeste Medianera, en mi caso por línea paterna, desde que Joaquín Acedo, bisabuelo de mi tatarabuelo, fuera Mayordomo de 1788 a 1790, y por líneas femeninas hasta los albores de la Real Cofradía. Que nuestra Madre Corredentora de la Montaña se haya apiadado de las almas de todos sus hijos que durante estos siglos han muerto invocando su nombre e implorando, han querido asidos de su manto, subir al cielo. Ha querido el azar, el destino o la Divina Providencia, que este año el Predicador del Novenario sea Don Florentino Muñoz, a quien conozco desde mis cinco años, que me impartió mis primeros ejercicios espirituales, me dio la Primera Comunión, me aportó en B.U.P. unos cimientos de gramática, morfología y sintaxis tan sólidos de cuyas rentas viví en mis tres años de Comunes de Filosofía y Letras y me dirigió espiritualmente en mi adolescencia, en él he tenido siempre un referente, un maestro, un padre, un amigo y en su persona rindo homenaje hoy a todos mis maestros y profesores del Colegio Diocesano, que él fundo junto a don José Luis Cotallo -de beata memoria- y a todos los Sacerdotes, seculares y regulares, que a lo largo de mi vida me han ayudado a encauzar la Fe que mi Familia me transmitió desde el momento de mi bautismo. Permítaseme decir que soy cacereño porque Mamá quiso, porque mis Padres (que, por cierto, se casaron en el Santuario) en aquellos años tras su boda, vivían en Badajoz, pero Mamá se empeñó en que yo fuera cacereño y me nació en la ya desaparecida Clínica de Ledesma, se me bautizó en San Juan un cinco de diciembre, se me impuso el Escapulario del Carmen y se me subió al Santuario para presentarme y consagrarme a María Santísima de la Montaña y pasarme bajo su manto, el mismo manto bajo el que espero encontrar la Hermana Muerte de manos de su castísimo esposo, el Patriarca Señor San José.
Terminado este paréntesis sólo me resta, en último lugar, el más importante, agradecer a Dios (el que fue, el que es, el que será) este privilegio del que, en parte me siento indigno, y en parte halagado. Siento una extraña sensación ambivalente, una emoción que me embarga y un decirme qué hago yo aquí ante todos vosotros cuando hay personas que podrían pronunciar este Pregón con más méritos que yo y otros a los que haría infinita ilusión proclamar las grandezas de Dios a través de su Madre. Vaya por delante una advertencia y es que este Pregón no es apto para todos los públicos, ni está hecho a la medida de espíritus postconciliares, ni para agradar a los seguidores de esa especie de fraternidad bienintencionada, laicista y filantrópica que paralelamente a Roma Eterna han creado algunos malos pastores, confundiendo a las ovejas y separándolas en sectas, al grito de delenda est liturgia! Este texto se basa en los eternos pilares de la Santa Iglesia, que es oriental, solar y mistérica, y, proclamando en alta voz Lex orandi, Lex credendi, reconozco cada día más la verdad contenida en San Atanasio, y lo bendigo, como bendigo la mano que introdujo los textos de San Juan en el Canon, al tiempo que rezo las Preces Leoninas, Exorcismo de San Miguel incluido. Los soplos de San Ambrosio, San Jerónimo y San Martín se harán sentir en mi intervención, el último de los ángulos, el que cierra la cuadratura del círculo no puede ni debe pronunciarse, pero los iniciados en Patrísitica e Historia de la Iglesia y en otras lides saben a quién me refiero. Sin más prolegómenos doy por finalizado el proemio e inició el Pregón propiamente dicho.
Trinidad una Santa e Indivisa, Dios Único y Verdadero, Altísimo Padre Eterno, Hijo Unigénito Salvador, Paráclito Vivificador Divino, ante tu presencia comparezco y humildemente te pido, por intercesión de todos tus Ángeles y tus Santos, y de las Benditas Ánimas del Purgatorio, que se permita que mis labios canten a tu Hija Inmaculada, a tu Madre Admirable, a tu Esposa Clemente, a tu Esclava Fiel, a María Santísima, Eterna Virgen hecha Iglesia, que encuentre este pobre instrumento palabras para cantarla y ensalzarla ante la asamblea, aquí congregada, al ocaso, que se tornen música las sílabas, que las oraciones sean estrofas, que dé lo mejor de mí mismo para gloria Tuya a través de María, en su sublime advocación de la Montaña.
María, dejadme repetirlo... María. Tres sílabas que contienen en sí una belleza incomparable, una sencillez única, una serenidad impresionante. María, nombre hebreo, Myrhiām (מרים), la Ensalzadaen su etimología, como la profetisa y cantora, hija de Amram y Jojebed, hermana de Moisés y de Aarón, que al igual que ella fue desde Egipto a Palestina, porque justo era que su Divino Hijo sufriera destierro y Éxodo como Israel, viviera a orillas del Nilo y tras ello, creciera en la Tierra Prometida. La Antigua Alianza se convierte en Nueva, se encarna en las entrañas de María y nos convierte por Gracia de Dios, en el Nuevo Israel. Su Hijo es la Ley y todo atrae a Sí y nosotros, al incorporarnos a Él nos convertimos en sacerdotes, reyes y profetas. María participa de la Realeza de su Hijo Santísimo, y al dárnosla Él como Madre Adoptiva, a través de San Juan, el amado, estando clavado en el Leño de la Salvación, nos ofrece, tras la Redención y la Eucaristía, el mayor Don que poseemos. A esa doncella, la llaman los Evangelios , ya con el nombre Μαρία, señal de que la versión aramea (מרים) había sufrido la influencia del helenismo, en ese contexto y bajo la dominación de Roma, de crisol de culturas, de cruce de caminos, que siempre ha sido el Próximo Oriente, nacería y crecería en Séforis la Madre del Salvador, y el Salvador mismo en Belem y Nazaret, en esa Tierra Santa que oculta tantos misterios y que atrapa y enamora, sin remisión, a quien la conoce. Cuando se ha visto Jerusalem, todo lo demás se olvida. Si así es la terrena, ¿cómo no será la celeste?
Si María es su nombre, Cuatro son sus Realidades Teológicas y miles sus Advocaciones, tantas como santas virtudes la adornan, como hijos fieles tiene, que la llaman de modos diversos, pero ella es siempre la misma. Aquí la llamamos Montaña. Cierto es que lo transcendente se materializa en cada lugar con un rostro y nombre diverso, pero no es menos cierto que el rostro de lo Sagrado que está ligado al propio solar, acampa en el corazón de cada uno y no hay forma de substituirlo. Devoción personal tengo a la Inmaculada, a Guadalupe, al Carmen, a Atocha, al Pilar, al Rocío, a Fátima, a la Soledad, a Regla, a la Bella, a la Cinta, a los Milagros, a Pompeya, a la de San Lucas o a la Salus Populi Romani... pero ninguna de ellas, siendo la misma, está tan vinculada a mi historia vital como lo está la advocación de la Montaña. No existen en nuestra historia milagrosas apariciones, no hay en ella prodigios ni hechos sobrenaturales, hay unicamente un ermitaño y una montaña. ¿He dicho únicamente? Bastante dará todo esto de sí.
Nuestro Santo Patrón, el pobre de San Jorge Megalomártir increíblemente no ha tenido una devoción acendrada en Cáceres (prueba de lo cual es que no ha tenido jamás un templo a él dedicado, si obviamos el desaparecido Oratorio de las Casas Consistoriales) impulsada en algo por Monseñor Llopis Iborra que añoraba su natal Levante, sus moros y critianos y sus hogueras, y hoy increíblemente sostenida por una asociación laica, ante la indiferencia y pasividad de las Autoridades Religiosas. Múltiples han sido los Protectores que esta tierra ha tenido a lo largo de las centurias, pero mariana ha sido desde siempre la Ciudad de Cáceres: tres han sido sus Patronas Prinipales y las tres advocaciones han tenido sentido en cada momento. La primera, María Santísima del Salor, aparecida milagrosamente, con vaca incluida, al pastor Gil Cordero en un lugar del actual término municipal de Torrequemada perfectamente identificado y que no es sino un enterramiento lítico. Esta advocación, vinculada al Temple, a la Banda, a su caballeresca Cofradía, se presenta con aspecto bizantino y un halo iniciático en unos pagos que están vinculados a cultos lusitanos precristianos y debieron cristianizarse, siguiendo el Magisterio y la costumbre de sacralizar altares y lugares paganos para la salvación de las almas. Los Concilios Visigóticos mucho pueden decirnos al respecto. En 1519, año en .que los Caballeros y Escuderos venden la Cofradía y sus bienes a los pecheros de Torrequemada para sufragar gastos de la reforma del Templo del Señor San Mateo, los recién llegados dominicos no pierden ocasión e inclinan la balanza de la devoción popular hacia su Virgen del Rosario, que da nombre a la Iglesia de su Convento, y que oficialmente será Patrona Principal hasta que San Pío X, a instancias del Obispo Monseñor Don Ramón Peris Mencheta, por Sentencia de 2 de marzo de 1906, declarara y constituyera a Nuestra Señora de Monserrate o de la Montaña, Patrona Principal de Cáceres con el Título de Madre de la Divina Gracia, cosa que el pueblo de Cáceres venía reclamando desde 1688, con obstinada insistencia y mas que olvidada tenía ya a la Virgen del Rosario. A la tercera va la vencida, y si la primera Patrona fue iniciática y caballeresca, la segunda fue mistérica e intelectual, y la tercera fue y es popular y aclamada y con las cosas del pueblo mejor no meterse, no sólo porque como dijera el a punto de ser canonizado Wojtiwa, la devoción popular es uno de los grandes tesoros de la Fe, sino porque bien es sabido entre la clerecía que la Jerarquía puede con uno, pero no con legión y no conviene alterar ciertas cosas en estas tierras iberas tan suyas en lo referente a la creencia arraigada al terruño.
¿Qué fue lo que trajo a Francisco de Paniagua a apartarse del mundo en la Sierra de Mosca? ¿Por qué buscó a Dios a través de Su Madre en aquellos peñascos? Si a mí hoy en día me es difícil hacer comprender en este mundo materialista y descreído a muchas personas, incluso católicos, el hecho de que soy profeso viviendo en el Mundo y tengo mis Votos Monásticos, como cualquier otro religioso, más difícil aún me es intentar explicar la vida consagrada en comunidad, la clausura y no digamos el eremitismo. Esperemos que el Año de la Vida Consagrada que el Santo Padre Francisco ha convocado recientemente sirva para algo.
El eremitismo nació, cómo no, en Oriente, en Egipto, en la Tebaida, en Palestina, en Siria... se multiplican en los primeros siglos del cristianismo los ermitaños, o anacoretas, o eremitas, que comenzaron a alejarse del mundo para buscarse a ellos mismos y buscar a Dios. Es la primera experiencia y manifestación que tenemos de vida consagrada, una vida de ascesis, de penitencia, de rigor y de renuncia, de encuentro con lo más íntimo que poseemos, que es nuestro propio yo, a través del silencio, de la oración, del trabajo. Quizá el más universal de los anacoretas sea San Antón, que en este Cáceres tuvo dos ermitas, una en las Chicuelas (cuya imagen se conserva en San Juan) derribada en el XIX y otra en la Casa de los Chaves, destruida en el XVII para que los Becerra se hicieran una casa extramuros, en la esquina de Muñoz Chaves con Moreras. La primera camino de los Alcores (tierras milenariamente sagradas y consagradas desde inmemorial a San Benito, Santa Ana, Santa Lucía y nuestra Mártir por antonomasia, Santa Eulalia), la segunda en plena Vía Lata, uniendo el primer compositum con el segundo, a lo que más tarde me referiré, trazando una Tau celeste con el Campus Stellae. Los maestros constructores hicieron que lo celeste se refleje en lo terrestre. No existen casualidades, y mucho menos en los tiempos en que se levantaron las dichas edificaciones.
Pero no fue San Antón el único, ni una excepción ni un caso aislado o excéntrico, durante siglos los ermitaños poblaron toda la cristiandad, las Jerarquías al ver que el fenómeno podía escaparse de las manos empezaron a regular las formas y maneras para evitar extravagancias o exageraciones, pero eso era algo que la propia vocación llevaba pareja, y si no que se lo pregunten a San Simeón o a San Daniel, los Estilitas, es decir, los que pasaron sus vidas subidos a una columna. Es imposible no nombrar a San Jerónimo, Padre y Doctor de la Iglesia, retirado del mundo en Belem de Judá, donde tradujo las Sagradas Escrituras al Latín dándonos la Vulgata, la versión oficial de la Biblia para los Católicos. Junto a él, tantos otros nombres, San Onofre, San Macario, San Palemón, o San Gregorio. Pero el anacoretismo no será un fenómeno exclusivamente masculino a éstos se pueden unir los nombres de Santa Sara o Santa María de Egipto. Y no sólo se reducirá a Oriente, sino que en Occidente tuvo una amplia difusión, incluso en estas tierras ibéricas, tan fecundas en todo aquello que es espiritual y sobrenatural y que aportaron a esta bendita locura del anacoretismo nombres como los Santos Juan y Sergio de Tarragona, San Prudencio y San Saturio de Soria (de venerada cabeza), San Martín de Dumio en Braga, San Fructuoso y San Valerio en León y el más conocido de todos, San Emiliano de Berceo, popularmente conocido como San Millán de la Cogolla (más cabezas y más montañas, y no quiero adentrarme en exceso por esos caminos).
Será San Benito de Nursia (eremita él mismo antes que fraile y titular de nada menos que tres ermitas en Cáceres, por cierto) el que regule la vida consagrada en el monacato. San Benito, Patrón de Europa, quien junto a San Gregorio parirá lo que durante siglos se entendió como cristianismo occidental, o mejor dicho, en este caso latino, porque mucho se podría decir de la segunda romanización y la desaparición de Ritos en las aras de una mal entendida unidad, que todavía estamos pagando, aunque subyace en los cultos populares y en ese cuarto ángulo cuyo nombre sigo sin querer pronunciar. Algunos irredentos se aferraron en estas tierras al nuestro, al vernáculo, al Hispánico, aunque esta zona de la Transierra se rindiera, como casi todo el terriorio peninsular crisitano, al Misal Romano y olvidara el Rito que se formó de la Tradición que nos trajeron los primeros cristianos, quizá con Santiago Apóstol a la cabeza, cuyos restos, antes de en Iria Flavia, estuvieron enterrados muy cerca de aquí, en nuestro propio Compositum hecho desconocido por la mayoría, por el obligado e impuesto silencio y a pesar de que algunos de los mayores historiadores españoles del siglo XX (Menéndez Pidal entre ellos) hayan recogido este hecho que he querido traer, hic et nunc, a colación. Tal vez en unos años alguien encuentre perdidos legajos, aunque la lápida que consagra el ara está a la vista de todos a poca distancia de Cáceres. Caminos, encrucijadas, o en una palabra más clara, Cruz, con una u otra forma externa, es lo que ha marcado estas tierras desde que tenemos constancia documental, escrita o material de ellas. San Benito y Santiago, también ambos copatronos de Cáceres en algún momento y que desde tiempos visigóticos, vienen marcando el destino de este pueblo nuestro, aunque no seamos demasiado conscientes.
En el tránsito de la Alta a la Baja Edad Media tendrá de nuevo un vértice el eremitismo, entre los siglos XI y XIII, pero será un fenómeno más itinerante, motivado quizá por las propias Cruzadas, la espiritualidad clunyacense de San Bernardo y, sobre todo, la de San Francisco y el impulso de los caminos de peregrinación. De nuevo se puso coto a este fenómeno y se intentó reducir a los nuevos renunciadores del mundo a una Regla, en este caso, bien a la de San Agustín, bien a la Tercera de nuestro Seráfico Padre el Bienaventurado Francisco de Asís, dando lugar un cenobitismo centralizado, cuando no encauzándolos hacia las Órdenes Militares y las Cruzadas orientales u occidentales. Junto a esta nueva cara del anacoretismo surgirá el fenómeno de los denominados inclusos o reclusos, hombres y mujeres que se hacían tapiar en vida y transcurrían su existencia en silencio y oración, alimentándose de lo que por caridad se les quisiera dar a través de pequeños orificios.
Trento regulará todo esto y la figura del anacoreta se ceñirá prácticamente a la del ermitaño, ligado a una ermita y un orago, aunque en el XVIII y XIX tuvieran un notable resurgir, que continuó en el XX. Así nombres como Thomas Merton, Scholastica Egan, Wendy Beckett o Jan Tiranowsky toman relieve, aunque el brillo fundamental se lo lleva el Beato Carlos de Foulcald. En cualquier caso, no son ejemplos de vida cristiana que satisfagan la imagen que hoy se desea dar y por ello, quizá, este abandono solitario a Dios en Dios y de servicio al mundo desde las necesidades más profundas, que son las sobrenaturales, no se silencia pero tampoco se divulga. Hay que advertir que el Vaticano II (ése de cuyo espíritu tanto se habla y tan poco se lee la letra) en la Lumen Gentium 43 y en la Perfectae Charitatis 1, habla de la Vida Consagrada en Soledad y el vigente Código de Derecho Canónico dedica su Canon 603 a la vida eremítica. El Código de las Iglesias Católicas Orientales, (que tienen el suyo propio, todo hay que decirlo, porque los latinos no somos los únicos católicos), se expalaya bastante más en la materia y le dedica cinco Cánones, del 481 al 485.
En estos días el fenómeno retoma nueva fuerza. Hace pocos meses, acompañado de un grupo de hermanos teutónicos, fuimos en peregrinación al Éremo de la Ritrovata. Poco o nada suele decir ese nombre, monasterio (por llamarlo de alguna manera), apartadísimo de la civilización, en pleno Apenino. Allí, en la belleza indescriptible de los Abruzos se retiró San Celestino V cuando renunció al Papado, hecho que haría que el Cardenal Caetani se convirtiera en Sumo Pontífice con el nombre de Bonifacio VIII, y Celestino V se convirtió en un simple monje, volvió a ser Pietro Angeleri o Pietro di Morrone, antes de llegar a los altares, a pesar de que Dante lo situó en el infierno. Las reliquias de este Santo, que se conservan expuestas en la Basílica de Santa Maria di Collemaggio en l'Aquila, fueron visitadas por otro Pontífice que le entregó el palio que utilizó en la Santa Misa de Comienzo de su Pontificado, el cual se dispuso sobre su cuerpo. Esto sucedió en 2009, después de que en el terrible terremoto que sacudió la zona desaparecieran los restos del Eremita y Santo Papa. El Sucesor que lo visitó y veneró era Benedicto XVI, hoy Santo Padre Emérito y que tras abdicar el 11 de febrero del pasado año, tomó los pasos de San Celestino V y se retiró del mundo, como un ermitaño, bajo la dirección de su Obispo (en este caso el de Roma), tal y como marca, según he dicho, el Códex y vive como eremita en el Monasterio Mater Ecclesiae dentro de los Muros Vaticanos. Este Papa ha quedado ligado ya a la historia de esta Real Cofradía, no sólo por haber concedido a la Santísima Virgen la Medalla de su Pontificado, sino porque, en su humildad, este año nos ha regalado una oración para la estampa del Novenario.
Francisco de Paniagua, es uno más de esa interminable lista de anacoretas que la historia ha dado, muchos de los cuales se han borrado no sólo de los documentos, sino incluso de las memorias individuales y colectivas. Su nombre, sin embargo, quedará para siempre indisolublemente unido al de María Santísima de la Montaña. Poco sabemos de él, y poco quizá sea necesario saber, que era de Casas de Millán, que tenía un primo llamado Jerónimo Ximénez y que recorría estas tierras con una imagen limosnera de la Madre de Dios, con la que movía a devoción. Sabemos que en 1621 sube a esa sierra, que por entonces la imaginamos agreste y solitaria, a excepción de las ermitas de San Marquino y el Calvario y en lo más alto, allí desde donde se domina con la vista la Villa hace una cabaña y, poco a poco empieza a cavar su gruta. Ésa será la primera capilla de la Virgen de la Montaña, por entonces llamada de la Encarnación o de Monserrate, y cuya talla pagó de su pecunio en Sevilla el linajudo presbítero de Santa María Don Sancho de Figueroa, que se convirtió en mecenas y protector de nuestro eremita, fundador de la Cofradía, quien recibió del Obispo Ruiz de Camargo autorización para celebrar la Santa Misa en la Montaña cuando su devoción se lo pidiera y que, con el paso de los años, fue llamado a tarifar y partir peras con Francisco de Paniagua para más tarde reconciliarse después de unas idas y venidas de imágenes que no creo sea recomendable nombrar mucho, pero estimo que esos hechos todos los conocemos sobradamente y si no, se puede recurrir a las fuentes y bibliografía, que para ello están. Lo cierto es que Don Sancho se encuentra enterrado en Santiago, colación a la que su familia pertenecía, y Francisco murió en casa de éste y fue enterrado a los pies de la Virgen, con fama de santidad el 22 de mayo de 1636.
Necesario es decir que que Alfonso IX tuvo en el piedemonte de la Sierra de Mosca, algo más abajo del Amparo, su campamento en sus intentos de reconquista y en la definitiva, auqnue ninguna prueba arqueológica se haya encontrado de esta afirmación. En cualquier caso, cuando el río de la Tradición suena, Historia el agua lleva. Como queriendo que María Santísima de Monserrate vigile y proteja Cáceres se encarama como las aves a los más altos roquedos, a los que muestran una panorámica única, que no sólo llega a la población, sino que permiten unas vistas espectaculares que hacen comprender el por qué de la importancia no sólo telúrica, sino también estratégica de la plaza a lo largo de las centurias y que hacen imposible no entablar paralelismos entre la ascesis, la mística y las alturas.
La montaña posee desde antiguo un fuerte simbolismo religioso y un papel fundamental en la Historia de la Salvación. La montaña es el lugar que se eleva, donde la tierra roza el cielo, donde la estabilidad es más patente que en otros lugares, donde se manifiesta con especial relevancia la Justicia de Dios. Eternas llama el salmo a aquéllas que conocieron los Patriarcas, o nos recuerda que Dios existía eternamente antes de que nacieran las montañas. Isaías nos dice que el Señor pesa a las montañas en romanas y en balanzas los collados. La montaña, cuando es natural y obra de Dios es reflejo de protección, como la que encontró Lot, y a ella huye el justo el perseguido como un pájaro, según nos recuerda Ezequiel. Hacia los montes hay que levantar los ojos para implorar el auxilio del Señor, pero cuando la montaña es humana, como en Babel, y el hombre se endiosa y juega a ser creador, se convierte en un símbolo de soberbia y perdición. La montaña sólo se humilla ante Dios, saltan y tiemblan al escuchar su nombre, bajo sus pasos y ante su rostro se derriten como cera, se dislocan, incluso, los montes eternos, ésos, que según revela San Juan Evangelista en su Apocalipsis, desaparecerán al final de los tiempos.
En el Antiguo Testamento Dios es el Señor de las Montañas -El-hadday- y se manifiesta en ellas, en algunas escogidas y privilegiadas, llamadas a una transformación total, y llamadas a una función duradera y gloriosa. Así el Horeb en el Sinaí, lugar de revelación por excelencia al que subieron Moisés, Elías y Eliseo. La montaña es el altar natural, el ara hecha por la mano misma de Dios, por eso es lugar especial de sacrificio y holocausto, como Garizim y Hebal, o los montes innombrados en los que se deposita el Arca al volver de tierra filistea, o en los que sacrifican Gedeón, Samuel, Salomón o Elías. Así, la montaña por excelencia es Sión, a cuyos pies Melquisedec, Profeta, Sacerdote del Altísimo y Rey de Salem, sacrificó pan y vino y le dio el diezmo de todo a Abraham, nuestro padre en la fe, en una prefiguración del Sacerdocio único y verdadero de Cristo. A ese Monte Sión subió Abraham a sacrificar a su hijo Isaac, y en él quiso Dios establecer su morada en la Antigua Alianza. La montaña por antonomasia toma un carácter escatológico y a su cima están llamados a subir no únicamente Israel, sino todas las naciones, el lugar donde Adonai preparará un festín para reunir a todos los dispersos. El mundo entero se aplanará y Jerusalem será realzada y todos subirán allí para siempre, nos dice Isaías.
Ciertamente estas palabras se cumplen en la culminación de la Alianza, en Jesús el Cristo, que se convierte Él mismo en montaña viviente. Sabemos por los Sinópticos que le gustaba retirarse a las montañas a orar y meditar. Tras el inicio de su Vida Pública con el Bautismo de San Juan se retira cuarenta días y en ella es tentado por el Maligno. Desde una montaña proclamará su Sermón y las ocho Bienaventuranzas que tanto han marcado el devenir de los hombres y los lugares sagrados tanto interna como externamente. Las montañas de Galilea y de Judea son lugares privilegiados, testigos silentes de la vida del Hijo del Hombre. En el Tabor Jesús se muestra transfigurado a sus tres discípulos más cercanos, San Padro, Santiago el Mayor y San Juan. Curaciones, multiplicaciones, milagros, todo sucede en montañas, pero desconocemos su nombre por las Escrituras, Cristo es la montaña, él es la salvación que la vincula no a un lugar preciso, sino a su persona.
Los Evangelios prácticamente no nombran Sión, pero sí la montaña que está al otro lado del Torrente del Cedrón, el Monte Olivetti, donde Jesús buscaba la soledad en el Huerto de Getsemaní y a donde se dirigió desde el Cenáculo, situado, precisamente en Sión, donde establece la Eucaristía y el Orden, antes de ser prendido y ser llevado a otra montaña, el Gólgota (Lugar de la Calavera, dice claramente su traducción) donde él mismo será el Sacerdote, la Víctima y el Altar, él el Holocausto, él el Sacrificio, él la Eucaristía Viva. En esa montaña estaba María Santísima, su Madre, a la que subió a consumar los siete Dolores que Simeón le profetizó el día de la Presentación en el Templo, allí mismo en Jerusalem, pocos meses después de que ella subiera aprisa a otra montaña para ayudar a su prima Santa Isabel. La subida del Señor a Jerusalem debe interpretarse como el camino hacia la Cruz, como la entrega voluntaria, los hechos que rodean la Pasión, Muerte y Resurrección, son un tratado escatológico en sí mismos. El Señor ascenderá a los Cielos desde el Monte Olivetti, Su Madre Santísima desde el Monte Sión. En cualquier caso quiero referirme, como colofón de esta visión simbólica de la montaña, a la teología joánica, en la que se nos indica que Jesús eleva sus ojos al cielo y también que es elevado sobre la tierra. Estos dos versículos, tan breves, pero tan complejos, constituyen toda una enseñanza de la profunda revelación que el Discípulo Amado nos da acerca del significado de la montaña.
En esa montaña, ya convertida en La Montaña, Francisco de Paniagua excava una gruta. Ésa es otra de las grandes claves simbólicas del arraigo de la devoción hacia nuestra Celestial Medianera. La gruta es el símbolo del templo interior, de ese encuentro con Dios y con uno mismo al que me referí al hablar del fenómeno del eremitismo y que, lógicamente, se plasman en nuestro protagonista, es el castillo interior de Santa Teresa, y más fuerza cobra aún el lugar cuando se hace con nuestras propias manos. Francisco de Paniagua construye un refugio no sólo para el cuerpo, sino, fundamentalmente, para el espíritu y el alma, consagrado a María Santísima, en una imagen que muestra su Maternidad Virginal. María dio a luz en una gruta en Belén y en una gruta fue depositado el cuerpo del Salvador antes de Su Resurección. La gruta es el lugar donde se nace y donde se renace, donde hay que morir, no en el sentido físico, sino en el místico, abandonando la vida antigua con humildad, humilitas, que comparte su raíz con humanitas, humanidad, e incluso con humor (en su sentido etimológico de carácter) humor, en el término humus, es decir, tierra, lo material, la necesidad de humillarse para ser ensalzado, para renacer. Una vez muerto el ser antiguo en la gruta el nuevo verá la vida por los ojos de Cristo Jesús. La vía para ello es siempre María, inseparablemente a su lado, pero inmediatamente detrás. La gruta se identifica con el corazón (Sagrado Corazón de Jesús traspasado por espinas; Inmaculado Corazón de María traspasado por puñales) y Ella, según Lucas, guardaba y meditaba todas las cosas que veía y que, posiblemente, no comprendiera hasta el final, en el silencio de Su corazón. Esa es la verdadera gruta, el útero divino, encaramada en lo alto de una montaña rozando el cielo. Ya vamos cuadrando el círculo, si es que las cosas de Dios y de la lógica ilógica de la Historia de la Salvación pueden ser entendidas con el intelecto o expresadas con palabras.
Para subir hasta la cima, también nosotros tenemos que humillarnos en un camino que mucho tiene de interior y sobrenatural. Subir a la Montaña no es darse un paseo, es meditar lo que vamos a presentar ante nuestra Madre, es ir cavando en nuestro corazón la gruta, es ir preparándonos para esa visita y visión de lo sagrado. Cuando ella es quien desciende es el Cielo el que se abaja a la tierra y acampa entre nosotros durante el novenario. Una mariofanía cíclica repetida en las centurias, aunque con variciones de fechas y periodicidad.
Así tenemos la Montaña, tenemos la gruta, tenemos el camino y tenemos una imagen lígnea que representa la Maternidad de María, sosteniendo en su regazo al Divino Infante y entre los cuales se establece una corriente de amor mutuo en una mirada que casi puede palparse. María se representa como la Kyriotissa, la Señora; la Theotokos, el Útero de Dios; la Hodigitria, que nos muestra a Jesús como camino de Salvación, como Su trono natural, como la nueva Eva, que en lugar de portar la manzana de la mácula porta el Fruto Bendito de la Redención; es la Panaghia Nikopoia, la Toda Santa Victoriosa. Su carácter maternal dulcifica sus rasgos eléusicos y aparece en la plenitud de la Glykophilousa, la de la Dulce Ternura; con ese coloquio maternofilial que cada cual interpreta según se le revela. El niño parece jugar con sus piernecitas, aunque no podamos verlo porque él también esté velado, como su Madre Santísima. Si pensamos, por la edad del Niño, esta imagen arquetípica en la iconografía mariana se remonta a la Huida a Egipto, época en la que se centra la niñez de Jesús. María sonríe pese al exilio, los rigores del viaje, el estar en tierra extranjera. Sonreír aunque duela en el alma y prefigura la Quinta Angustia, el momento del Descendimiento, cuando ella misma sostenga el cuerpo muerto de su Divino Hijo y lo ofrezca al Padre Eterno antes de ser sepultado. No hay rosa sin espinas y la Rosa Mística no iba a ser menos.
Esta imagen de María con el Niño es inicialmente llamada, como apunté, de la Encarnación o de Monserrate, es decir mons serratum el monte serrado y frente a la Montaña, la Sierrilla, quizá comiencen a encajar las piezas, quizá sea una mera casualidad, quizá sea un signo de la Divina Providencia. A occidente, una montaña pagana y vacía; a oriente, otra sagrada, con Vía Sacra incluida, con ese reguero de Ermitas que comenzaba en la desaparecida de San Marco, y que continúa con San Marquino, el Amparo, el Calvario y culmina en el Santuario. El oeste, por donde el sol se pone, vacío y selvático; el este, que ve nacer al astro, sagrado y consagrado; y en el centro, en la nava elevada, la Villa de Cáceres: el hombre entre lo sagrado y lo profano, entre la barbarie y la civilización, entre lo creado y el Creador. Como podéis ver y dije al comienzo, ex Oriente Lux, que no os confundan quienes dan la espalda al Señor para que el pueblo fiel y llano contemple su rostro y no el de Dios en estos cultos instaurados en los que no es lo Divino, sino el hombre, el centro de la inventada paraliturgia. No es cuestión de dar la espalda, sino de a quién se le da.
Para que no haya confusión en la peana de la sevillana talla de nuestra Patrona se inscribe el nombre de Monserrate, quizá para distinguirla de la otra, quizá para dejar claro cuál es cuál, pero no es el momento de entrar en polémicas sobre la primigenia figura de nuestra Patrona, lo cierto es que la que veneramos es la que está grabada a fuego en nuestras pupilas y habita en nuestros corazones. Quienes hemos tenido el privilegio de ver la ceremonia (porque una verdadera ceremonia es) de la Vestición que cada viernes del año se realiza en el Santuario y cada noche de la Novena en Santa María, sentimos un escalofrío al ver la talla sin ropajes, aunque sólo sea con la camisa interior. Antes de proseguir, mi homenaje má sentido a las Camareras de la Virgen Santísima a lo largo de los siglos, mi oración y recuerdo a las hermanas Trespalacios y mi respeto, cariño y afecto a Pilar Murillo y a todas las Camareras que junto a ellas hoy realizan esa labor callada, ese verdadero privilegio, para que luzca nuestra Madre como sólo ellas saben que luzca.
Cuando información buscamos acerca de la Sagrada Imagen, se nos dice que desde el XVII se la viste, como era costumbre en la época. Pero las cosas no suceden porque sí, por modas o por simple albur. Las primeras representaciones que de ella tenemos nos la muestran ya vestida y coronada. El manto protege la Imagen no físicamente (porque de todos es sabido el estado en el que la talla se encontraba antes de la restauración) sino de un modo más interno. El manto es un atributo que ha presentado María Santísima desde la noche de los tiempos, ese manto que cobija, como en la Advocación de la Merced cuando se la muestra con brazos abiertos e innúmeros fieles bajo el mismo. Pero esa protección se extiende y entiende espiritualmente, pero sobre todo protege a lo Sagrado de lo profano. La Virgen de la Montaña es un icono, no en el sentido popular de la acepción, sino en el teológico (en ése definido en el 787 por el II Concilio de Nicea conducido por el Patriarca Tarasio de Constantinopla) en una representación, en una imagen, en un reflejo de los Sagrado que en ella se contiene. Al venerarla, huelga decirlo, no veneramos idolátricamente la imagen, sino lo que en ella se representa, que es tan alto que merece ser velado. Un velo separaba el Sancta Sanctorum (que cobijaba el Arca de la Alianza y era, para el Pueblo del Antiguo Tesstamento, morada de Adonai) del resto del Templo de Salomón. Una cortina protege (o debería de proteger) la Sagrada Eucaristía en los sagrarios, morada del Dios Hijo Salvador, para el Pueblo de la Nueva y Eterna Alianza.
La imagen se vela, en sentido interno y externo, espiritual y material, físico y temporal, lo mismo que velamos los difuntos, es decir, hacemos temporalmente vigilia junto a ellos antes de darles cristiana sepultura, pero los velamos físicamente con la mortaja para protegerlos en el tránsito, como los protegemos con la Recomendación del Alma, el Oficio de Difuntos y la Santa Misa. María Santísima de la Montaña se vela para ser protegida y para proteger también a quienes a Ella se acercan. Tan sagrada es su imagen que no puede ser contemplada por los ojos, tan delicada es su esencia que el manto es una coraza para esa Casa de Oro que sólo deja que la traspase la Luz de Cristo.
Un manto protege la venerada Imagen de María de la Montaña, dejando visible apenas su rostro, que pocos han visto de cerca, que por un extraño temor reverencial, muchos no quieren ver. De hecho, aquella estampa (que a mí personalmente me encanta) que mostraba en blanco y negro un primer plano de la Señora no fue bien acogida por los cacereños, que desean ver a su patrona de lejos, como los egipcios veían a sus faraones, como los romanos veían, otrora, a sus Césares y luego a sus Papas. La desean en la hornacina de su Camarín, en el presbiterio de la Concatedral o en sus andas de plata labrada, coronada y con su media luna, como la Doncella del Apocalipsis, y llegar al delirio sabiendo que de pie a tu derecha está la Reina, enjoyada con oro de Ofir. María, humilde lavandera casada con un carpintero, joven viuda, que tendría un paso por esta vida austero, si no lleno de estrecheces, es la Nueva Eva del Linaje de David, de la Tribu de Judá que parirá al Hijo del Hombre y será por ello, Inmaculada, Eternamente Virgen, Madre de Dios, Asumpta en cuerpo y alma a los cielos y, por si todo ello fuera poco, coronada por la mismísima Trinidad como Reina y Emperatriz de Cielos y Tierra.
En el Santuario se recoge toda esta simbología, no sólo en el churriguesco retablo, delirio de los nueve Coros Celestiales, sino también en la concepción trinitaria y familiar que nos muestra: San Joaquín, Santa Ana y la Virgen; San José, la Virgen y Cristo Jesús en su regazo y en su advocación de la Salud; la Virgen Coronada por la Trinidad. Tres tríadas en las que María es siempre el centro de unión. Más complejos de lo que parecen son la iconografía, signos y símbolos que por todo el Santuario se nos muestran y que nos hacen ver que en pleno siglo XVIII todavía había personas capaces de descifrar y plasmar mensajes que durante milenios la humanidad ha ido repitiendo aquí y allá para indicar a los propios y a los ajenos que se está ante algo muy sagrado.
Si no fuera tan sagrado, sino fuera por las referencias bíblicas, intertestamentarias y patrísticas, no se entenderían ciertas cosas, pero pueden entenderse a través de la Gracia Salvadora y las virtudes teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad, sólo con ellas y con ojos interiores puede comprenderse el despliegue de mantos, la riqueza de las coronas y de las joyas, frutos de la fe sencilla y espontánea de un pueblo que no sabe cómo agradar a su Patrona, dando gracias, pidiendo perdon, haciendo súplicas... Mantos ricos y mantos pobres, mantos todos de igual valor, quizá los más humildes costaran más a sus donantes que los ricos a los suyos. Lo mismo puede decirse de las joyas, o la honda impresión que causa a quien lo ve por vez primera las fotografías de soldados que las madres llevaron en distintas guerras para que la Madre del Cielo los protegiera con ese manto intangible tejido por las lágrimas, las sonrisas, las caricias y los guiños a lo largo de los siglos.
No entiendo muy bien qué hago aquí, presentando a una Madre a sus hijos, a una Patrona a su pueblo, este acto tiene, me doy ahora cuenta, mucho de redundante, pero cíclica es la vida, ciclica la Sagrada Liturgia, cíclica la naturaleza, cíclicas las órbitas solares, lunares y astrales y cíclicas las Novenas de nuestra Madre Bendita de la Montaña. Así pues, cumplo con mi obigación de pregonar, de anunciar, como un antiguo alguacil aquello que estáis deseando escuchar:
Cacereños, yo pregono que ya llega la Virgen Santísima de la Montaña. Preparaos que estamos en vísperas y adoremos a Cristo, Esposo de la Iglesia, al celebrar el Novenario de Su Madre de la Divina Gracia.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
El correr de las acequias alegra la Ciudad de Dios, el Altísimo consagra Su morada.Tú eres la gloria de Jerusalem, tú la alegría de Israel, tú el orgullo de nuestra raza.Venero de perdón, Madre de Gracia, esperanza del mundo, escúchanos a los que clamamos a ti,porque de ti emana toda virtud, toda gracia, toda gloria.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
Bendita María entre las mujeres, y bendita en la morada del Señor,Ermita de la Montaña, relicario de Santa Pobreza,en el que al ver los postreros días queremos habitar por los siglos sin fin.Alégrense vuestras almas por su misericordia y no os avergoncéis de alabarla:yo amo a los que la aman, y los que madrugan por mí la encuentran, dice el Señor.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
Como vid retoñaste, tus flores y frutos son bellos y abundantes, por eso decimos exultantes de júbilos:Bendito el Señor, porque hoy ha engrandecido tanto Tu nombre,que siempre estará en boca de cuantos tengan memoria del poder de Dios.Ya viene a nosotros la Madre libre de pecado, el tabernáculo purísimo de Tu presencia,el sagrario viviente del Espíritu, la reina que engalanada se sienta sobre su trono, adornada con las mejoras gemas,vestida de los más ricos tejidos, coronada a la diestra del Padre Eterno.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
Ha sido exaltada la Madre de Dios, al Reino de los Cielos,sobre coros de los Ángeles. Salve Reina de los Cielos,Salve Reina de los Ángeles, ruega hoy y siempre por nosotros.No nos desampares, Virgen hecha Iglesia.Prestad oído y venid: el Señor no nos abandonó,nos ha dado ánimo para levantar una casa para Su Madre en nuestros corazones.Bendita seas en todas las tierras de Judá y en todas las naciones,cuando oigan tu nombre, quedarán asombrados.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
Eres hija bendecida por el Señor, pues por tu medio hemos compartido el fruto de la vida,proclamamos tus grandezas y todas las generaciones te felicitan,el Señor a través de Ella nos hace caminar hacia la Gloria de la que eternamente participa,concede salud a los enfermos, consuelo a los tristes,perdón a los pecadores,y abundancia para todos de salud y paz.La Gracia, de la que es Madre, preserva a la Iglesia con un sólo corazón,y lleva a los fieles difuntos a la Casa del Padre, según su sabatina promesa.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
A la Señora victoriosa, este himno la pregona,este canto en acción de gracias, que te eleva tu Ciudad,Tú que gozas de invencible poder, líbranos de cualquier peligropara que te proclamemos Hija, Madre y Esposa.Salve Reina de la Montaña, salve Madre, salve azucena impoluta, salve lirio incomparable a la gloria de Salomón,salve estrella de David, salve hija de Judá,salve rama bendita de Jesé, salve tabernáculo viviente,salve álvea paloma, madre del Pío Pelícano,salve fuente cristalina, salve manantial de gracia llena,salve estrella rutilante, salve puerta del Cielo,salve torre de marfil, salve Reina de nuestros corazones,salve, por ti la creación se renueva, salve, por ti el verbo acampa entre nosotros,salve rosa que dejas traspasar la luz de la salvación eterna,salve milagro en ti misma, compendio de todos los dogmas,salve incienso de grata plegaria al ocaso,salve prístina oración de la mañana,salve Madre de Dios y Madre nuestra.¡Qué pregón tan hermoso para ti, Virgen María! El Señor te ha cimentado sobre el Monte Sacro.
Engalanos cacereños, que llega la Hija del Padre,vestid vuestras mejores galas y cantadla mientras la mecenen su trono labrado de plata.Salid a las calles, que de las alturas se abaja la Señorapara estar junto a nosotros esplendorosa como jamás otra Reina se vio,purificad los labios para decir su nombre,abrid vuestros corazones a Ella sin miedo, adornad balcones y calles,purificaos en lo interno y en lo externo,ya está aquí el día, ya estamos en la víspera,ya desean nuestros pechos enchidos hacer temblar la centenaria cercay quedarse sin aliento mientras gritan:
¡Viva la Virgen de la Montaña!¡Viva Su santísimo Hijo!
He dicho.
En Cáceres, a xxi de abril de mmxiv A.D.Lunes de la Octava de Pascua,Memoria de San Anselmo Cantauriense, Obispo y Doctor de la Iglesia.

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