-- Año 2012 y yo

Publicado el 25 agosto 2012 por Jesustadeosila

   Vuelvo de las cumbres granadinas, con un año más cumplido y una pizquilla de melancolía en el ánimo.    Andamos por el año 2012 y todavía pindonguean seiscientos por las calles, la misma larga cola en cualquier panadería, los domingos; el 33 no para si viene lleno y el cielo me sigue pareciendo demasiado alto.    ¿Era esto? Yo soñaba en mi pupitre de madera mientras el profesor hablaba de los destellos del año 2000. Y una escueta elucubración aritmética me proyectaba a treinta años adelante: yo hombre al fin, yo esposo, yo padre en los albores del año dos mil, yo conductor de mi propio vehículo y de mi propia vida, sudador de mi propio pan, año dos mil, llega el año dos mil, el profesor hablaba del año dos mil y los viejos hablaban del año dos mil y yo desde mi pupitre confabulaba universos anchísimos, incógnitos planetas, paraísos reencontrados, dioses reconocidos, odiseas impensables.    Y la radio y los periódicos y el cine y la televisión y las tiras de cómics se daban de la mano con el profesor a delinear un año -¡un tiempo!- dos mil de tan potente luz que todos los tiempos anteriores quedarían del lado de la sombra, vulgares, perdidos, ajenos, desbrozados en las cunetas del pasado, atropellados por la contundencia inclemente del Año Dos Mil, año dos mil.    Llega el año dos mil y miles de niños incrustados en pupitres de madera  escuchábamos abobados hablar al profesor, año dos mil, prefigurándonos en hombres del futuro pero no de un futuro cualquiera, esposos del mañana, padres de churumbeles pero padres ante todo del Nuevo Milenio, el Gran Milenio, conductores de primera de qué diabólicos artefactos aéreos, sudadores de un pan que guardaría las hechuras de un comprimido efervescente, año dos mil, llega el año dos mil.    ¿Era esto?, no dejo de preguntarme.    En el 2012 andamos y ya soy hombre, ya soy padre, ya esposo, Futuro ya.    Mas no soy el futuro entrevisto desde las angostas honduras del pupitre aquél, en tantas tardes de modorra de invierno o de verano, en que el profesor hablaba, hablaba, hablaba de los destellos cegadores del año dos mil.    Todavía hay seiscientos que arrastran sus neumáticos por la ciudad, todavía hay cola en la panadería, cualquier domingo; el 33 no se detiene si llega lleno, el cielo se me antoja más remoto y la tía Asunción, que juraba que nunca lo vería, vive ya, en los atardeceres de la plazuela, su año dos mil.    Los niños en la calle siguen acosando gatos y gorriones de los árboles, el tipo del gas sigue aporreando, monocorde y estridente, una bombona contra otra, avisando de su presencia. En el semáforo alguien pita y los contenedores de la basura se desplazan cuando nadie los ve.    En la radio, las horas se siguen dando a golpe de pitido que se prolonga y se estira y se aleja y se pierde.    ¿Era esto? No es el dos mil que soñé, no. Y quizás tampoco, el chaval  del pupitre fuera yo.