Cuentan las anécdotas -no sé ni me importa que sea cierto o no-, que Beethoven tocaba el piano dando la espalda al público...
Nada del otro mundo, si no fuera porque Beethoven era tenaz además de sordo. Quiero decir, que tanto la sordera como la tenacidad le llevaron a veces a girarse cara al respetable y observar con estupor -quizás con encanto- que el público hacía horas que se había marchado a su casa... mientras él tocaba y tocaba, aporreaba su teclado ajeno a todo.
A veces debiéramos hacer lo mismo.
Por desgracia -para quien me trata con cierta asiduidad- yo suelo hacerlo. Cuando algo me apasiona o me emociona, siento -sinónimo de percepción pero no de sentimiento- que estoy dando la espalda a mucha gente. No puedo evitarlo. Me basta una canción, una musiquilla, un relato, un libro, una mirada, un recuerdo, un buen culo, un beso o una gota de agua en las gafas para enajenarme y soltarme de la mano, como un crío travieso o soñador, e irme lejos y perderme.
No es grato... Al menos, para quienes te rodean o quien te acompaña. Pero es inevitable. No necesito un móvil para mirarte a los ojos, escucharte, rozarte y -sin embargo- no estar a tu lado.
Y no tengo la excusa de ser ni sordo ni tenaz. Solamente soñador.