Yo me giré con cuidado, iniciando una inmersión parsimoniosa. Hoceé bajo las sábanas. Borrajeé con mis labios por entre la pelusilla tenue de su nuca cálida. Acaricié su hombro. Su brazo. Un pecho turgente y el vientre comboso. Y una cadera. Y una pierna firme a cuyo medio muslo andaba enredado el camisón. Se lo remangué lorquianamente, levantándole el culo con la otra mano. Ella gruñó. Me adherí a su espalda y me froté contra sus nalgas. Ella empezó a roncar. La arrollé inmisericorde y ya presto me daba a deslizar sus bragas muslos abajo, cuando ella descendió de lo etéreo. Sus carnes se tensaron como los alambres del tenderete. Sus glúteos se endurecieron como vidrio enfriado. Atiesó la espalda y su voz enronquencida dejó ir: -- ¿Ya estás despierto? ¡Como si no se notara! Como si esta fiera que embestirla pretendía, fuera retazo inconsecuente de un mal sueño desovillado. Como si todas las mañanas, mira, despertara yo con iguales bríos por debajo del ombligo. -- Ahora no, te lo juro.¡ No podría! Tengo sueño. Me duele la cabeza, creo que me estoy resfriando. Hace frío. Cierra la ventana. Te pica la barba. Ando cansada y será la gripe. ¿Me traes un dolagial? Pasó la mañana, claro, y se dejó ir la tarde culebreando por entre bizarras erecciones que, sorpresivamente, sin avisar, con intermitencias apabulladoras, al más fútil roce brotaban desafiantes y enhiestas, como pepinos sarmentosos desde el labrantío en barbecho en que había venido a convertirse mi entrepierna. Todo cuanto me rodeaba, parecía confabulado para soliviantar o desenfrailar mi sexo, todo. Desde el inocente borde del lavabo hasta el pirindolo procaz de un cajón entreabierto que me rozara la entrepierna. O el simple pomo de una puerta: todo se venía a tentarme donde más tentaciones guardaba. Cualquier cachirulo a la altura de la bragueta se llegaba aquél día a frotarme como al desgaire la lamparira maravillosa donde mi genio perverso habitaba... ¡Já!, como si precisara éste de frotes ni caricias para hacerse sentir. ¡ Mi genio acudía presto! Ya estaba ahí, de hecho, desde las seis y media de la mañana... aguardándome como una mascota fiel, impaciente pero firme, salvaje y leal, negándose a morir sin presentar antes justa batalla. Todo para nada, y menester es que lo confiese ya. Que ni siquiera a la noche... al abrigo y remanso de la ropa de camilla... Y mira que la besé, mira que resfregué mi cara una vez y otra por sus hombros, como un potrillo joven... Mira que la mordisqueé en los lóbulos de las orejas mientras mis dedos procaces buscaban sintonías de amor en el dial sumiso de sus pezones... Mira que vacié por la piel de sus mejillas y de su cuello blanco toda mi prosa íntima, entuñada de querencias y devociones. Para nada todo, mira. Todo para nada. Para rematar el día debajo de una ducha helada que ni agallas tuvo, ¡lo juro!, ni agallas tuvo de postrar mi arrogante hombría. Ni siquiera a la noche, entonces, nada pudo librar al genio indócil de su anunciado sino de ir a morir, estrangulado, amorachado como un fruto caduco, entre los dedos ávidos de esta mano codiciosa.... Requiem in pace, augusta erettione.... O como se diga.
Todo empezó a las seis y media de la mañana, que fue la hora en que me despabilé con una dolorosa erección entre las piernas. Ni idea tengo qué leches soñaría. Pero valiente erección.
Una de esas erecciones que se recuerdan de por vida y te hacen a la vez consciente de que andas vivo; de que eres hombre y eres ciertamente joven.
Despierto en la cama, bocarriba, ilusionado y traveseando en olvidadas habilidades cuasi telequinésicas, sentía con toda la gratitud de un adolescente cómo el vigor de mi sexo, sin más ayuda, tensaba y tiraba hacia el cielo de los elásticos del calzoncillo... Y aún guardaba fuerzas sobradas para arramplar con el pijama de lana, la sábana, la colcha y el edredón de plumas de pato.
Era agradabilisímamente asombroso.
Casi, casi sobrenatural.
Me quería a mí mismo. Me deseaba... O podía entender, al menos, que cualquier mujer que atinara a verme en semejantes circunstancias llegara a desearme sin recatos, bestialmente.
Como un niño travieso, alzaba la ropa de la cama. Atisbaba por dentro. Espiaba y engolosinaba mi mirada en ese músculo complaciente que cabeceaba arriba y abajo, como si respirara, como si se alegrara de verme no menos que yo a él. Y se dignara, incluso, desearme los buenos días.
Si miraba ahora por encima de la colcha, lo intuía ahí: belicoso, pugnaz, haciendo una montaña en el centro de la cama.
Ella me daba la espalda. Dormía...
Yo me giré con cuidado, iniciando una inmersión parsimoniosa. Hoceé bajo las sábanas. Borrajeé con mis labios por entre la pelusilla tenue de su nuca cálida. Acaricié su hombro. Su brazo. Un pecho turgente y el vientre comboso. Y una cadera. Y una pierna firme a cuyo medio muslo andaba enredado el camisón. Se lo remangué lorquianamente, levantándole el culo con la otra mano. Ella gruñó. Me adherí a su espalda y me froté contra sus nalgas. Ella empezó a roncar. La arrollé inmisericorde y ya presto me daba a deslizar sus bragas muslos abajo, cuando ella descendió de lo etéreo. Sus carnes se tensaron como los alambres del tenderete. Sus glúteos se endurecieron como vidrio enfriado. Atiesó la espalda y su voz enronquencida dejó ir: -- ¿Ya estás despierto? ¡Como si no se notara! Como si esta fiera que embestirla pretendía, fuera retazo inconsecuente de un mal sueño desovillado. Como si todas las mañanas, mira, despertara yo con iguales bríos por debajo del ombligo. -- Ahora no, te lo juro.¡ No podría! Tengo sueño. Me duele la cabeza, creo que me estoy resfriando. Hace frío. Cierra la ventana. Te pica la barba. Ando cansada y será la gripe. ¿Me traes un dolagial? Pasó la mañana, claro, y se dejó ir la tarde culebreando por entre bizarras erecciones que, sorpresivamente, sin avisar, con intermitencias apabulladoras, al más fútil roce brotaban desafiantes y enhiestas, como pepinos sarmentosos desde el labrantío en barbecho en que había venido a convertirse mi entrepierna. Todo cuanto me rodeaba, parecía confabulado para soliviantar o desenfrailar mi sexo, todo. Desde el inocente borde del lavabo hasta el pirindolo procaz de un cajón entreabierto que me rozara la entrepierna. O el simple pomo de una puerta: todo se venía a tentarme donde más tentaciones guardaba. Cualquier cachirulo a la altura de la bragueta se llegaba aquél día a frotarme como al desgaire la lamparira maravillosa donde mi genio perverso habitaba... ¡Já!, como si precisara éste de frotes ni caricias para hacerse sentir. ¡ Mi genio acudía presto! Ya estaba ahí, de hecho, desde las seis y media de la mañana... aguardándome como una mascota fiel, impaciente pero firme, salvaje y leal, negándose a morir sin presentar antes justa batalla. Todo para nada, y menester es que lo confiese ya. Que ni siquiera a la noche... al abrigo y remanso de la ropa de camilla... Y mira que la besé, mira que resfregué mi cara una vez y otra por sus hombros, como un potrillo joven... Mira que la mordisqueé en los lóbulos de las orejas mientras mis dedos procaces buscaban sintonías de amor en el dial sumiso de sus pezones... Mira que vacié por la piel de sus mejillas y de su cuello blanco toda mi prosa íntima, entuñada de querencias y devociones. Para nada todo, mira. Todo para nada. Para rematar el día debajo de una ducha helada que ni agallas tuvo, ¡lo juro!, ni agallas tuvo de postrar mi arrogante hombría. Ni siquiera a la noche, entonces, nada pudo librar al genio indócil de su anunciado sino de ir a morir, estrangulado, amorachado como un fruto caduco, entre los dedos ávidos de esta mano codiciosa.... Requiem in pace, augusta erettione.... O como se diga.
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Yo me giré con cuidado, iniciando una inmersión parsimoniosa. Hoceé bajo las sábanas. Borrajeé con mis labios por entre la pelusilla tenue de su nuca cálida. Acaricié su hombro. Su brazo. Un pecho turgente y el vientre comboso. Y una cadera. Y una pierna firme a cuyo medio muslo andaba enredado el camisón. Se lo remangué lorquianamente, levantándole el culo con la otra mano. Ella gruñó. Me adherí a su espalda y me froté contra sus nalgas. Ella empezó a roncar. La arrollé inmisericorde y ya presto me daba a deslizar sus bragas muslos abajo, cuando ella descendió de lo etéreo. Sus carnes se tensaron como los alambres del tenderete. Sus glúteos se endurecieron como vidrio enfriado. Atiesó la espalda y su voz enronquencida dejó ir: -- ¿Ya estás despierto? ¡Como si no se notara! Como si esta fiera que embestirla pretendía, fuera retazo inconsecuente de un mal sueño desovillado. Como si todas las mañanas, mira, despertara yo con iguales bríos por debajo del ombligo. -- Ahora no, te lo juro.¡ No podría! Tengo sueño. Me duele la cabeza, creo que me estoy resfriando. Hace frío. Cierra la ventana. Te pica la barba. Ando cansada y será la gripe. ¿Me traes un dolagial? Pasó la mañana, claro, y se dejó ir la tarde culebreando por entre bizarras erecciones que, sorpresivamente, sin avisar, con intermitencias apabulladoras, al más fútil roce brotaban desafiantes y enhiestas, como pepinos sarmentosos desde el labrantío en barbecho en que había venido a convertirse mi entrepierna. Todo cuanto me rodeaba, parecía confabulado para soliviantar o desenfrailar mi sexo, todo. Desde el inocente borde del lavabo hasta el pirindolo procaz de un cajón entreabierto que me rozara la entrepierna. O el simple pomo de una puerta: todo se venía a tentarme donde más tentaciones guardaba. Cualquier cachirulo a la altura de la bragueta se llegaba aquél día a frotarme como al desgaire la lamparira maravillosa donde mi genio perverso habitaba... ¡Já!, como si precisara éste de frotes ni caricias para hacerse sentir. ¡ Mi genio acudía presto! Ya estaba ahí, de hecho, desde las seis y media de la mañana... aguardándome como una mascota fiel, impaciente pero firme, salvaje y leal, negándose a morir sin presentar antes justa batalla. Todo para nada, y menester es que lo confiese ya. Que ni siquiera a la noche... al abrigo y remanso de la ropa de camilla... Y mira que la besé, mira que resfregué mi cara una vez y otra por sus hombros, como un potrillo joven... Mira que la mordisqueé en los lóbulos de las orejas mientras mis dedos procaces buscaban sintonías de amor en el dial sumiso de sus pezones... Mira que vacié por la piel de sus mejillas y de su cuello blanco toda mi prosa íntima, entuñada de querencias y devociones. Para nada todo, mira. Todo para nada. Para rematar el día debajo de una ducha helada que ni agallas tuvo, ¡lo juro!, ni agallas tuvo de postrar mi arrogante hombría. Ni siquiera a la noche, entonces, nada pudo librar al genio indócil de su anunciado sino de ir a morir, estrangulado, amorachado como un fruto caduco, entre los dedos ávidos de esta mano codiciosa.... Requiem in pace, augusta erettione.... O como se diga.