Obra emblemática y eruditísima, ¿quién lo duda? Y Obra cumbre y Obra modélica. Y Obra ejemplar, meritoria, emblemática, axiomática y ratatá-tatá.
Y Obra responsable de que mi hijo, y me temo que media España, no lea.
Tal como lo digo.
Mi hijo es un chaval aparente y perfectamente normal, o sea que se viste como el fantasma de Canterbury, calza botas dos tallas por encima de las de un zapador de Ingenieros y le resulta en ocasiones imposible comer calamares fritos de dos en dos, porque se le eslabonan con la argolla que lleva como pearcing en el labio de abajo (según se le mira, de frente).
Normal es mi hijo y normal es, pues, que huya de los libros como del diablo.
¿Por qué? ¿Desde cuándo?
Pues desde el nefasto día en que su profesor de Lengua le endiñó, a él y al resto de su clase, lo que yo denunciaría como un alevoso e inmisericorde Celestinazo en mitad de la frente. Eso no se hace, señor mío. De los 25 alumnos que había en la clase aquélla mañana, hubo quien lo sobrellevó con entereza. Mas hubo quien no pudo ya abandonar el hábito molesto de morderse los cuellos de las camisas ó bizquear mirándose un codo cuando pasaba por delante de una librería.
En todo caso, señor, para unos y para otros de estos sorprendidos alumnos, el puntillazo les vino a la evaluación siguiente... de la mano larga de El Lazarillo de Tormes. Obra cumbre y Obra eruditísima también. Y modélica y emblemática y ratatá-tatá. Pero, al igual que su hermana La Celestina, gran espantadora de futuros amantes de la Lectura.
Con 12 o con 13 años, consienta conmigo, no se asusta así a un niño. No debe.
¿Por qué le hicieron eso a mi hijo, señor?
¿Por qué La Celestina, El Quijote, El Lazarillo, El Buscón... -obras grandiosas a las que sólo el tiempo nos puede arrimar-, esperaron a mi hijo y a otros miles de chavales a la vuelta de una esquina y les saltaron sorpresivamente sobre las espaldas, a traición? Para robarles de por vida la inquietud de leer...
Allí me lo echaron a perder, a mi hijo, señor, en aquélla clase rancia de minas de lápiz y de gomitas de borrar: pillándole la cabeza entre las tapas de unos libros, ¡con catorce años, señor!, que no pueden llenar ni colmar ni activar ni complacer ni provocar ni azuzar ni hacer soñar -¡pero sí roncar!- ... ni hacer amar la Literatura a nadie.
En España se lee poco.
Y yo estoy por asegurar que la culpa la tiene una Celestina administrada a deshoras.
Yo no la leí en mis tiempos de estudiante, señor, a esta malhadada Celestina. Una varicela venturosa o una gripe puntual, me libró de ella y me trajo a mi cama, en su lugar, los dos revólveres de Marcial LaFuente Estefanía, el bigote arrogante del Poirot de Agatha Christie o la pipa insatisfecha del Sherlock Holmes de Conan Doyle.
De aquéllos mis compañeros de clase, ¡pongo la mano en el fuego!, no debe de haber hoy ninguno que disfrute más con un libro entre las manos que yo... Incluído éste de que le hablo, nuestra Celestina de don Fernando de Rojas...
Un libro que volví a leer ayer.
Un libro al que solamente el tiempo, la inquietud, cierta dosis de pasión -cuando lo principal ya lo sembró Sherlock Holmes o Poirot-, puso entre mis manos a su justa hora. (Para Marina, profesora de Literatura, con afecto y espero que con... efecto).
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